Toda buena historia comienza con él y termina con ella.

Aunque no sé cómo encajo. Sigo despertándome en la madrugada, con el mismo sueño.

31 de octubre del 2003.

Primer acto:

Papá va con mamá y dice: –Me voy.

–No le creo–.

Mamá llora y él se va.

Segundo acto:

Mamá empaca las camisas de papá en una bolsa. La lleva al jardín. Le prende fuego…

Mamá no sale de su habitación.

7 de noviembre de 2003.

Mamá no cocina más. No ríe. Pone una y otra vez la misma canción, («Sin tu latido»), y se pasea por la casa en camisón. Quema las cartas de papá. Meto las manos en las cenizas para rescatar trozos. Me quemó. Ella se enfada. El lunes en la escuela mandan a llamarla. Mamá miente sobre todo.

11 de noviembre de 2003.

Tercer acto:

Papá viene a casa y los adultos pelean.

Mamá: –¡Eres su juguete! ¡Ella está manipulándote! ¿No ves la brujería que ha puesto en ti?

Papá: –¡Estás loca! Siempre lo has estado y ahora estás celosa de que haya encontrado la felicidad con otra mujer.

Mamá: –Dejas de comer carne para lamer huesos.

Papá la golpea en el rostro. Sus ojos están en negro.

Mamá: –¡¿Esto es lo que quieres?! ¿Lastimarme en frente de tus hijas?

–Soy una de las hijas en la esquina, jugando con muñecas–.

Ambos salen de la habitación. Los sigo hasta la cocina. Gritan. Mamá toma un gran cuchillo. Él se ríe.

Papá: –Por favor, Elena. ¿Qué vas a hacer?

Mamá: –Ven y averígualo, Miguel.

–Él comete el error de hacerlo…, y es el último que comete–.

Cae al suelo. Y es cuando ella me ve.

Mamá: –¿Sabes? No se supone que fuera de esta forma…, pero papá nos falló. Los hombres son iguales. No hay uno solo que valga la pena. No les des tu vida, no les des hijos. Al final te cambiarán y querrás tu juventud de vuelta.

Estoy congelada.

Mamá: –No te preocupes. No vas a ser como él. Tus hermanos son cómo él, pero tú tienes mi rostro. Y la maldición de una hija es que termina convirtiéndose en su madre. Tienes mi maldición. Somos talentosas pero autodestructivas…, mira las pobres decisiones que tomamos –observa su cuerpo.

No respondo.

Mamá: –Sé que es papá y lo amas muchísimo. Yo también. Pero es un hombre, y hay muchos como él afuera. Y yo soy tu madre. La única que tendrás. Nadie te amará como yo. Yo te di la vida. Recuerda eso cuando me odies…, no te preocupes. Todas las hijas odian a sus madres –acaricia mi mejilla y siento la textura de la sangre. Es como si llevara guantes rojos.

Mamá: –Cuando te pregunten qué pasó, dirás que tú lo hiciste. Que intentabas salvarme porque papá me atacó con un cuchillo. ¿Lo harás por mamá?

–No sé por qué asiento–.

Mamá: –Repítelo.

Yo: –Él estaba haciéndote daño y te ayudé…

Me abofetea.

Mamá: –¡No! Si lo dices de esa manera dirán que fue mi culpa. Di que lo viste tomar el cuchillo y atacarme. Entonces agarraste el cuchillo cuando cayó al suelo, y fuiste encima de él para que dejara de lastimarme. Es así de simple. ¿Lo entiendes? Yo nunca toqué el cuchillo. Sujétalo –me lo entrega–. Con fuerza para que tus huellas queden en él –presiona mis manos contra el mango–. Ahora, si haces esto; tu vida va a cambiar. Aprenderás las lecciones duras. Y en las noches cuando te preguntes por qué, recuerda que si fuera yo en el suelo; él te habría dado una vida miserable… Un interminable desfile de mujeres, hermanastros y mentiras. Te habría reemplazado una y otra vez. Es lo que los hombres hacen. Y si aún así desearías que fuera yo; está bien –con mi mano derecha sosteniendo el cuchillo, y con su fuerza, comenzó a cortarse lentamente el brazo izquierdo, sin dejar de mirarme–. Ya he sangrado antes por ti. Sangramos por amor, por odio, porque el amor nos corta y el odio nos marca para que no olvidemos.

Sentí el filo atravesando su piel. Hasta que no hubo diferencia entre mi mano y su fuerza. Sólo la sangre tibia impregnando mis manos heladas, hasta que me soltó. Como si el vigor se hubiera acabado en sus brazos nueve veces lacerados.

–Nueve veces esa sensación–.

Mamá: –¿Ves? Es fácil. Aunque tu padre decía que eras la niña más dulce. Que eras débil. Si pudiera verte ahora –sonrió–. Estoy orgullosa. No olvidaré tu sacrificio. Y quizá no te visite a donde vayas, pero siempre cargaré estas cicatrices, y sabré que piensas en mí también. Tendrás mi belleza culminada un día. Ese día iré por ti. Y cuando llegue el momento; sé que decidirás qué hacer con tu vieja madre…

Despierto violentamente. Como si tuviera el cuchillo en mi mano, con esas palabras… Veo luz en el corredor.

–Estoy en casa–.

Me siento en la orilla de la cama. Veo mis manos, manchadas. –Parpadeo hasta que el rojo desaparece–. Exhalo y siento algo en el cuello. Lo palpo. Es sangre…, es cuando veo el cuchillo junto a mí y el rojo vuelve.

Me paralizó. Aparto la vista y topo un par de pies debajo de mi cama…

Mis manos toman el cuchillo. –Ellas recuerdan más de lo que quiero–. Me fuerzo a ver debajo…

Oh, no…, es mamá.

–Está muerta–.

Despierto violentamente. Como si tuviera el cuchillo; lo suelto. Mi cabeza da vueltas en la oscuridad. Me levanto. Encuentro la luz.

–Estoy en mi cuarto en la clínica–.

Veo mis manos. –Sin rojo. No hay cuchillo–. Sólo el espejo.

Me acerco y lo veo:

La belleza que mamá me dio; culminada. El horror; inmaculado.

–Estoy bien–.

Miró el calendario con la fecha marcada:

31 de octubre de 2010.

La fecha en que mamá vendrá para llevarme a casa. Y habré tomado mi decisión…

Vuelvo a la cama.

–Y me divierto imaginando el rojo–.

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