Nono Blas

Piamonte, el pueblito donde vivía el nono Blas, era para mí como el juego de la búsqueda del tesoro. Solíamos ir tres o cuatro veces al año y era toda una aventura. Yo vivía en San Jorge, una pequeña ciudad no muy lejos, pero más grande, pujante y de calles pavimentadas. Llegar a casa de mis abuelos era ponerme alas y echar a volar la incipiente imaginación que acompañaría mi vida.

Nono Blas y nona Balala (de pequeño no me salía decir Blas, lo llamaba Balalo, y el nono era Balalo, la nona era Balala) se habían mudado al pueblo cuando nono se jubiló. Optaron por una vida menos sacrificada y a resguardo ante cualquier emergencia que a su edad podía convertirse en cotidiana. Su vida en el campo fue de sacrificio, de poco rédito, muchos amaneceres helados y mediodías tórridos. El clima en el llano es de adjetivos más contundentes, frío en invierno y en verano calor. Será por esto que nono Blas era un hombre callado, de rostro adusto pero mirada serena.

Heredé el color de sus ojos, verde suave, casi ecológico. Con nona Balala se las arreglaron para criar dos hijas, con la escuela en el pueblo y bailes en las noches de los sábados. Hasta llegaron a comprar un auto, un Ford V8 modelo 55, negro impecable que relucía como nuevo.

Instalados en el pueblo, el V8 les quedaba grande, así que decidieron comprar otro más pequeño. El primer cero kilómetro de la familia, una Renoleta o, en términos más exactos, un Renault 4L.

De a poco todo se fue achicando, no solo el auto. Las mañanas comenzaban más tarde y las noches más temprano. Su principal tarea eran las plantas y la huerta. Jardín en el ingreso y huerta al fondo, como para hacer un poco más cargada la agenda diaria que también se achicaba. Compras a las diez de la mañana que yo gustoso acompañaba; el pan y las carasucias en la panadería; la soda y algún refresco en la licorería y nada más porque el resto estaba en casa. La huerta y el gallinero proveían de todo. Rumbo a las compras caminábamos en silencio; eso también sabía a ternura. Sus palabras eran justas, su tono suave y el resto, un universo aislado en el que nuestras energías se conectaban. A veces, sin pedírselo, su mano se posaba sobre mi espalda y ese aislado universo me tiraba papelitos… como un ingreso triunfal a un mundo menos febril.

Llegados a casa, era el turno de hacer la mayonesa. Yemas de huevo, medio limón, un fino hilo de aceite y la cadencia de una cucharita raspando en círculos un bol de vidrio. Se tiene que hacer en vidrio porque si no se corta, decía. Yo siempre a su lado absorbiendo su paciencia, como un perro fiel. Sin hablarme, me acercaba la punta de la cucharita apenas cargada con la mayonesa recién terminada, tal vez como el premio a la compañía en las compras, aunque sus afectos seguían dándome clase particular.

Durante el almuerzo la conversación era de los grandes. Mi madre era la que más hablaba; a veces venían mi tía y mis primas, si no las veíamos después. Lo demás era un ostracismo declamatorio. La sobremesa era en la galería, yo acercaba una silla de madera y paja trenzada y me recostaba en sus piernas… –¡Rascáme la espada, nono!, otro curso acelerado de teoría de la ternura. La paz de su mano me transportaba al paraíso, siendo neófito de tal, sólo transitaba por parajes desconocidos, como en un trance por haber bebido una pócima magistral.

Por las tardes, después de la siesta, era el turno de la vereda. Calles de tierra y cunetas prolijas y secas; toda el agua de la cocina y el baño iban al pozo negro. Como a las cinco pasaba el camión regador. Pasó a horario, decía nono Blas; si pasa más tarde no seca y se hace barro. Luego llegaba el turno de la propaladora, el auto de Don Renato con un parlante en el techo. En esa época, en pueblos y ciudades pequeñas, las propaladoras eran uno de los medios de difusión y comunicación más importantes. Siempre la misma música ¿no se cansará de escucharla?, balbuceaba cuando pasaba. Más tarde era el turno del riego de la huerta y la comida de las gallinas y yo, perrito fiel siempre atrás, como hechizado ante sus movimientos cadenciosos.

La vida y los años me llevaron lejos, a la gran ciudad, esa que veía de niño en los noticieros por la televisión y tanto me atraía; mis visitas se fueron espaciando como si fuera pagando en cuotas la despedida y esa sensación de sentencia del desarraigo.

Nono Blas enfermó, decidí que era hora de volver a verlo por última vez y una tarde de sábado con mi esposa emprendimos el viaje hacia Piamonte. Nos fuimos a dedo, pensando en llegar más rápido. El universo pone los tiempos, esa tarde demoramos más que el colectivo. Cuando llegamos, nono Blas había entrado en agonía; su jadeante respiración le arrebataba esa serenidad que lo identificaba. Según cuenta mi madre, minutos antes había preguntado por mí. Me acerqué a él y tratando de no sobresaltarlo le tomé las manos y le dije: -¡Nono, soy el Carlitos! y me quedé sin palabras, casi como una ofrenda a sus silencios… como honrando el ostracismo.

Algunos te enseñan a hachar, otros a cazar, a dar el tiro certero en el corazón para que el animal no sufra; hay los que te enseñan a manejar. Las transferencias de aprendizajes son variadas.

Me dejó sus ojos verdes como marca de autenticidad del traspaso ancestral. Dicen los que saben que los aprendizajes te llegan cuando estás preparado. Fue no hace mucho tiempo y después de una vida tumultuosa, con muchos divanes, sillones y sillas en varios consultorios psiquiátricos, que logré descifrarlo. Nono Blas me había dejado como enseñanza el maravilloso idioma de los afectos.

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