La piel de las lagartijas

La piel de las lagartijas

Un día me dijo cosas sobre él que nunca me habría atrevido a preguntar. El tictac del reloj ha sido un buen aliado de la silenciosa complicidad que llegó después. Por eso, he querido levantar el telón de fondo de sus lejanas confidencias. Necesito traer al presente lo que se oculta en los tiempos pretéritos, entre frases y palabras prohibidas. Abrir las ventanas para que un fuerte viento se lleve por delante nuestras tonterías, y redimir los sentimientos de quién desplegó un amor puro, sublime y mucho menos casto de lo que le hubiera gustado reconocer.

No sé cuándo comenzó todo para él, quizás cuando de niño mi abuela le castigaba por cualquier nimiedad sometiendo su infancia a una férrea voluntad de matriarca. Santiago, el hermano de mi madre, era un niño tranquilo que, con la edad, conservó el mismo halo de persona indolente que disfrutaba de la compañía de los demás porque odiaba la soledad de la suya.

Fue él quien me regaló mi primera bicicleta, lo mismo que mis discos de rock and roll, las entradas para el concierto de The Police y cualquier otro capricho que mis padres no estuvieran dispuestos a pagar. Aparecía de improviso en las reuniones familiares, sin que nadie le hubiese invitado, simplemente se pasaba por la casa de mis padres y se acomodaba en una silla del comedor dando rienda suelta a conversaciones banales frente a una copa de licor. Llegaba solo, lo recuerdo bien. Tampoco he olvidado sus corbatas de flores, los pañuelos que asomaban en su pechera y sus zapatos de colores chillones imposibles de imaginar, en ninguna parte, salvo calzados en sus pies pequeños. En aquellas veladas interminables, mientras le escuchaba hablar de esto y aquello, de sus viajes y las últimas anécdotas, a veces, sentía que mi familia se movía en un precario equilibrio, en una cuerda floja que se balanceaba pendiente de frases sin acabar. Lo peor era cuando la tirantez del aire se transformaba en una neblina irrespirable. Entonces, mi tío Santiago se levantaba y se marchaba sin despedirse, sin mediar palabra; solo una expresión de abatimiento y tristeza. Su pena me dolía tanto que bajaba las escaleras buscando, en cada paso, alcanzar su silueta.

Cierro los ojos. Vuelvo a los agostos de mi adolescencia, a las tardes que pasaba sentada sobre el muro que lindaba nuestra casa con el camino del exterior.

—Yo también me enamoré, una vez, hace mucho tiempo.

Mi tío se había acercado hasta la tapia de piedra. Me gustaba que me leyera los pensamientos. Lo hacía desde que era una niña. Estaba dolida porque el chico que alimentaba mis noches en vela me ignoraba y dedicaba toda su atención a una de mis primas mayores. Sin embargo, la escueta frase de mi tío apartó a un lado la rabia por el amor no correspondido.

—¿De quién te enamoraste?

Me dijo que, antes de que yo naciera, mis abuelos vivían a las afueras de Madrid en una vieja casa de campo que yo no podía recordar porque había sido devorada por las vías rápidas que circunvalaban la gran urbe. Se llamaba Lucas. Era el hijo mayor de uno de tantos amigos que se acercaban a ver a mis abuelos, animados por el lujo de darse un chapuzón en la rústica piscina excavada en el jardín. Me dijo que todo comenzó en una de esas comilonas tremendas que se organizaban cada domingo. Se había sentado junto a él y se había dado cuenta de que una parte de sus muslos eran blancos, de un tenue color rosado, lo mismo que el límite superior de sus caderas en la parte que había estado menos expuesta al sol. Que había sentido un inquietante deseo de tocar ese pedazo de piel blanca que brillaba como la tripa de las lagartijas que cazaba en el jardín. A partir de ese día, no hizo otra cosa que deambular por las habitaciones y husmear tras los cristales, esperando. Su cuerpo desparramado sobre el borde de la piscina se moría de delirio por aquella piel.

Yo le escuchaba en silencio, fascinada por ser la depositaria de un secreto que me cortaba la respiración. Dejó de mirar al horizonte y dirigió sus ojos hacia mí. Creo que pensó que se había extralimitado en las confidencias con su sobrina favorita.

—Cuando menos te lo esperas la naturaleza nos hace ver nuestras flaquezas —aseguró—. No evites el dolor, no te obstines en no sentir nada, es un desperdicio.

Sus palabras volvieron a descomponer los pensamientos que él había provocado en mi cabeza. Una reflexión demasiado temprana para una adolescente que había sido introducida en la misma esencia de un arrebato erótico del que no se podía sustraer. Me atreví a comprimir el universo y soltar la pregunta abrumadora.

—¿Os amasteis alguna vez?

Me habló, entonces, del trasiego en la casa, de los momentos atrapados tras las puertas, de la fascinación de los cuerpos y brazos, de morder y extirpar el dolor por el deseo más tenaz. Hubo una última vez, la noche anterior a que la familia de Lucas cargara un camión de mudanzas. Solo le quedaron preguntas sin responder. Desde entonces, eludía las heridas convertido en un viejo vacío incapaz de sentir ni ofrecer nada a los demás.

Le dije que estaba equivocado; juntos saltamos la tapia para echar a andar por el camino que se alejaba de la casa. Jamás volví a correr tras él cuando el silencio de mi familia caía a plomo sobre nuestras cabezas. Mi tío permanecía sentado y yo sonreía amarrada a la complicidad de nuestro secreto.

Lo que no sabía era que mi sonrisa me iba a dejar un amargo regusto. El silencio ya no es suficiente porque me devuelve el sonido de mi voz, murmurando. Siento no haberle dicho que nunca hubo palabras tan sustanciales como las suyas, que lo que no entendía sobre las cosas importantes comenzó a despejarse en aquel lejano momento de confidencias bajo la luz de una tarde roja.

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