Solamente conocí a mis dos abuelos, el abuelo Tomás y el abuelo Gabriel ¡Cuánto me hubiera gustado relacionarme con mis abuelas! pero el destino lo impidió. Mi abuela materna murió de parto al dar a luz su 13 hijo, dejando 10 hijos, donde mi madre con la edad de 15 años era la mayor, ella fue quien con tan corta edad la que tuvo que hacer frente al sostenimiento de la familia. Por parte paterna, mi abuela Carmen murió repentinamente a la corta edad de 49 años.

La casa en que nací y como presidiendo el comedor, figuraba una fotografía de mi abuelo Tomás, con su uniforme militar, cuando le tocó ir a la guerra de Cuba. En esta gran fotografía estaba mi abuelo con su gran bigote retorcido, sus grandes ojos verdosos que parecían dirigir la estancia. Su uniforme le daba un aspecto importante a su figura, elegante por naturaleza .

Debajo del hermoso cuadro, estaba el piano que nadie lo tocaba, salvo en muy contadas ocasiones yo siendo muy niña levantaba su tapa y aporreaba sus teclas de cualquier manera.

La estufa estaba al fondo de la habitación, una estufa de hierro labrada con dibujos artísticos, al lado una caja de madera con las astillas necesarias para prender la lumbre. Este lugar, los días crudos del invierno, me acurrucaba con mi madre en dos butaquitas y enfrente de ella además de calentarnos contemplábamos absortas el chisporrotear de las llamas que daban un tono rojizo a toda la estancia junto a un sosiego inmensurable.

Allí era el lugar donde mi madre a petición mía, me narraba las historias de la familia, ya que yo de ninguna manera quería ser la princesa de los cuentos, ni saber nada de sus historias mentirosas, yo deseaba ser aunque muy pequeña, pues mis pies no alcanzaban todavía el suelo, un miembro más de aquella familia, que para mí era la mejor del mundo.

Mi abuelo Tomás quien desde su cuadro presidía el comedor, era el padre de mi padre y vivíamos con él. Le recuerdo ya algo mayor, pero todavía con sus piernas ligeras, con las que no hacía más que dar vueltas y vueltas por el pasillo de casa, con sus pensamientos pienso yo, pues a menudo, pero con algo de respeto, me acercaba a él para preguntarle cualquier cosa que se me ocurriera. Como su carácter era serio, no me contestaba con cariño y, lo único que me reprochaba era «esta niña no para de hablar y hacer preguntas», contestándome a algunas de ellas con evasivas.

Por las tardes salía con un amigo y tenían por costumbre pasear por la orilla del riachuelo que conducía al pueblo de Ibarra, apenas cuatro kilómetros les separaba de nuestro hogar. Me imagino irían conversando como iban los negocios, ya que ambos eran muy negociantes. Cuando llegaban a la plaza del pueblo se tomaban un chiquito de vino con un pincho, nada más, pues los dos eran muy parcos con la bebida. Luego se volvían por el otro lado hasta su casa, dando por concluida su salida hasta el otro día. Después de cenar, hacía junto a la estufa en época invernal, una pequeña tertulia con mi padre, el cual sí era de costumbres noctámbulas y no dejaba una sola noche de salir al café a tomar su café, copa y puro. En cuanto salía mi padre él se iba a la cama con su periódico y esperaba que no entrara la pelma de su nieta para hacerle toda clase de preguntas.

Pocos besos de buenas noches recuerdo de mi abuelo, aunque mi madre me había enseñado darle un besito en su gran bigote y decirle «Hasta mañana si Dios quiere».

Yo me quedaba con mi madre contemplando las últimas ascuas de la estufa. Mi madre con su novelita debajo del brazo para una vez descansando en la cama, soñar con lo que leía.

Siempre en todas las casas suele haber dos abuelos, el cariñoso, bueno y bondadoso que casi siempre suele ser por parte de tu madre y el de tu padre más hosco.

En mi caso era así, el abuelo Gabriel tenía un taller que hacía barricas para guardar el vino y trabajaba el pobre intensamente para confecionarlas.Mira por donde, ahora veo estas barricas por todos los bares y me hacen recordar a mi abuelo Gabriel. Muchas tardes íbamos a visitarle y mi madre sufría mucho por los golpes que tenía que dar para dar forma a las tablas y luego enderezar los aros de hierro para sujetarlas. Era un trabajo manual y muy duro y mi madre que adoraba a su padre sufría viéndole trabajar en una labor tan dura.

En cuanto llegábamos me lanzaba a darle un abrazo, también llevaba un bigotillo, nada más que más pequeño que el otro abuelo y me gustaba acariciárselo y a continuación podía hacerle cuantas preguntas quisiera, pues siempre me correspondía con cariño y mimo.

Siempre nos invitaba a tomar una limonada. Mi madre para que no gastara dinero, le decía que no teníamos sed, entonces él que era muy tozudo, cogía la limonada y la vertía enterita al suelo. Bueno pues si no queréis que riegue el suelo. Otras veces, nos invitaba a helados, había que aceptarle porque sino ya sabíamos dónde iba a parar.

Siempre el abuelo Gabriel fue mi abuelo preferido, era el padre de mi madre y esto suele ser así generalmente. A pesar que viví con el otro hasta su muerte.

A pesar de todo, yo tendría como 10 años cuando murió mi abuelo Tomás. Me daba perfecta cuenta de lo que representaba despedir para siempre a un ser de la familia. Así que lloramos mucho. Ya no volvería a verle dando vueltas por el pasillo, no podría preguntarle aunque tantas veces no me contestara, ni le vería con su periódico junto a las cenizas de la estufa. Faltaría alguien en mi casa, mi abuelo Tomás, todo un miembro de mi familia.

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