Campanas, pero dónde.

Campanas, pero dónde.

elplanetademarcos

17/09/2018

31-Octubre- 1948.

Eusebio miró a la puerta y siguió después hablando.

—No puedo Isidro. No soy como usted. Están los hijos, la empresa…

Hubiera sido capaz hace años, pero no hoy. No puedo, no señor. Familia es familia, le doy la razón; pero va uno teniendo la suya y…—

— Que iba a ser jodido, es a esto. Por esto iba a ser jodido.

No vengo a pedirlo Eusebio, vengo a cobrar. Te los mato, lo juro. Escúchame bien, los entierro en las patatas a pies de Jacinto, y no habrá empresa más que te preocupe…

Vas a ayudarme Eusebio. Vas a subir el cuerpo al cruceiro, y dejarlo en el monte, en las fincas de Aurelio, y no quiero escuchar que no sea: vale Isidro, porque he sementado desde la caseta del prado hasta que me he hartado a ganar cuartos a tus costas, y cuando he estado ahí, tirado de mierda, usted me ha limpiado la cara como a un hijo, y nunca he escuchado de su boca pedirme nada.—

En esto que entró Manola, y era de noche. Y dejó entrar la mano un poco apoyada en la puerta y la cabeza para poder hablar con Eusebio, sabiendo que había escuchado lo que había escuchado.

—Eusebio, por el amor de Dios… los niños. Ya huele el cuerpo, ya más que la cuadra y los gorrinos. Hazlo.—

Lo hicieron. Sí lo hicieron. Pero de nada esperaban lo que pasó.

Eligieron de las noches la que más luna podía alumbrar el pecado que subían por allí arriba con ellos, envuelto en una manta oscura de lana.

Las piernas de Eusebio, que temblaron de cargar de un lado los muslos muertos de Jacinto, le flaquearon, y le quebró la corba y se paró.

— Tío, no voy poder con el peso.—

— ¡Cójelo!—le llegó desde dentro de sus ojos la sinceridad de matarlo, y subió mirando la sombra de las piedras parpadeando por la luna, y siguió más, tragando aire como si en cada respiro resucitase un muerto para poder seguir viviendo. Todo hasta el repecho.

Hedía podrido, y esputaba Eusebio saliva que dejaba caer de los labios a la barbilla, después a la tierra y las hojas.

Entraron al poco en el monte por debajo de unas ramas, donde el bosque era bosque de metérseles contra el pecho la hojarasca. Y subían por intuición de ver por entre los golpes del ramaje. Y les pesaba el cuerpo mucho, y más de lo que podían resistir sus hombros, como un daño clavado en la carne. Pero aún a pesar lo subieron por miedo hasta el depósito. Allí Lo tiraron y discutieron si dejarlo o enterrarlo, porque de nada valía inculpar a Aurelio sin pruebas. Pero fue la mitad del camino hecho lo que decidió que ya por un poco no iban a dejar el trabajo allí, a medias. Y así, siguieron adentrándose más, a cada poco en la oscuridad.

A un paso sintieron que llegaba muy aguda, de entre la caída de los carballos, la finura de una campana que se tornaba como en viento. Y pararon sobre un camino de arena y piedras, rodeados de espesura envuelta en sí.

Pararon quietos, tomando aire de allí de donde parecía que había sonado. Mirando al verde de la fraga.

—Eusebio, la Compaña…

—Tambien lo escuché. Calla. Escucha…- y pararon tan quietos que sintieron su corazón contra el pecho, a los carballos mecidos sobre el viento, y venir de allí como un aire más denso, o eso sintieron, gente en sigilo.

—Eusebio, el cruceiro… ¡Suéltalo!.

—¡Agárralo! o no verás de tus hijos nada más que la tierra.¡Agarra te digo!—

Subieron de ésta el camino estrecho que corta el cruceiro a muchos metros arriba. Ninguno dijo más que el sofoco arrastrado de la tierra en sus pies como arañándola.

De cerca volvieron a escuchar la campana como un dedo suave casi a su espalda, y apretaron el paso con el cuerpo muerto de Jacinto queriendo resbalárseles. Eusebio subía por detrás y lo dejaba caer, con un pie sujeto y el otro del que, ya por fuera, no tenía cuidado.

Fue cuando al escuchar los cánticos salió la bota del pie, dejando caer a Jacinto que rodó el polvo como un saco de huesos rotos.

Distinguieron un umbral de luz sobre las hojas barriendo despacio por el mismo camino hacia ellos. Se agarraron tirándose el uno del otro como si no cupiera más que uno por el camino hacia arriba. Lo arañaba Eusebio del cuello a Isidro cuando le resbalaba el sudor de tirar por sus pelos para poder cojer el impulso que fuera. Y se empujaban de no poder ver el final, la cruz de granito que nunca les había parecido más que dos piedras puestas a cualquier manera . Y pasó por sus cabezas que se habían perdido o alguien hubiese cambiado del suelo el cruceiro, que era lo único de este mundo que podría salvarlos de caminar moribundos por un sendero de muertos.

Ciego que iba, Eusebio sintió como todo el cuerpo se le golpeaba hacia atrás por el cuello.

—Ven cobarde— e Isidro lo abrazó a la cruz como sujetándose al mástil en una tormenta.

Quedaron así, escupiéndose a la cara de respirar tan fuerte, y arrugando los ojos que parecía que no volverían a despegarlos jamás, y rezaban.

Pasó un viento pesado y siseos de hablar unos con otros, o de rezar escalofríos por la piel del los dos infelices. Lloraron y rezaron sin abrir tan siquiera un poco los ojos. Isidro al arrastre repetía las letanías de Eusebio, pues nunca había sabido de misas ni plegarias. Todas las lloró esa noche hasta que le sangraron los brazos y el rostro de apretarse y apretarse como si de soltar fuesen a caer a un precipicio.

Amaneció sin decir palabra. Volviendo el camino no encontraron cuerpo, ni rastros, tan solo la manta, y un hoyo para sus adentros como si sus almas jamás se hubiesen alimentado…

https://es.m.wikipedia.org/wiki/Santa_Compaña

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