Viaje al Infierno

Viaje al Infierno

Miguel Matz

10/09/2018

De camino al colegio paré unos minutos a ver como iniciaban la descarga de la furgoneta. En su lateral -con letras de colores- se podía leer la palabra “GUIÑOL” formando un ligero arco sobre el dibujo de un cortinaje abierto, tras el que asomaba la figura de un demonio a punto de ser apaleado por un niño de cara risueña.

Las horas de clase se me hicieron interminables, a pesar de que la mayor parte del tiempo la dediqué a dibujar garabatos en mi libreta, tratando de evocar la imagen que había visto en la calle.

Por fin sonó el timbre indicando el fin del encierro y salí a la carrera en dirección a mi casa, pero con la intención de parar un momento a ver qué habían montado los de la furgoneta.

Se había trabajado duro: la construcción en forma de ortoedro -como diría el profe- estaba plantada en medio de la plaza. En su parte frontal se podía ver una abertura cuadrangular cerrada por cortinajes de color rojo. Delante de este teatrillo portátil estaban dispuestas varias gradas de madera, donde ya se estaban acomodando unos cuantos niños. Subí a la más alta y esperé a que empezara la función.

Al abrirse la cortina en dos partes, una para cada lado, me sorprendió la profundidad de todo lo que se podía ver: en primer plano, a la izquierda, una enorme roca gris ocupaba casi un tercio del escenario; algo más atrás un bosque de árboles se destacaba bajo el cielo azul y a través de sus troncos se podía distinguir el camino de tierra que conducía a una casa lejana, con montañas de cumbres nevadas al fondo.

Prácticamente no presté atención a la obra que se representaba, que por otra parte tenía un pobre argumento de buenos y malos, en el transcurso del cual los malos parecían salirse con la suya hasta que finalmente el héroe de la obra aparecía con una estaca y tras varios golpes los enviaba a las calderas de Pedro Botero, por un agujero que se abría en la roca y del cual, tras cada caída de malvado, surgía una llamarada. Por mi parte me concentré en el bucólico paisaje de la derecha y di libertad a la imaginación, que avanzó por aquel camino entre árboles hasta llegar a la casa, cuya puerta abierta invitaba a entrar. No lo hice porque me entretuve demasiado por el camino observando las ardillas, los gnomos y otros animales del bosque, con lo que al alcanzar el umbral ya se cerraba el telón dejándome fuera, aislado de mi propia ensoñación. Pasaron una boina mientras pedían “la voluntad” y con lo recaudado se fueron -los titiriteros- al bar más próximo a recuperar fuerzas.

Ese era mi momento de gloria, no podía dejar pasar la oportunidad, mi curiosidad pudo con la prudencia y aprovechando la escalera de mano que se apoyaba en uno de los laterales del guiñol, esperando a ser usada en el desmontaje, cambiándola de sitio subí hasta la abertura del escenario y apartando la cortina entré en aquel mundo mágico en miniatura; avancé por el camino hasta la casita blanca de tejado rojo y me asomé por la puerta a echar un vistazo.

Lo que vi fue desde luego sorprendente, ¡las estrellas! Un tremendo porrazo me golpeó en toda la cara que casi me parte la nariz y antes de haberlo asimilado llegó otro y otro y otro, salí corriendo como pude, perseguido por aquel loco niño risueño de la estaca; pero no pude llegar muy lejos, la roca se abrió a mi paso y caí por el agujero directamente a una de las calderas del infierno que me recibió con una enorme llamarada.

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