MUNAY, el sentido de viajar

MUNAY, el sentido de viajar

Julia Castiglioni

10/09/2018

Ya quiero verte Perú, te soñé tanto, que ya quiero sentirte –recité en aquel avión al verme volando sobre tanto verde sin saber que todo iba a ser un cuento diferente-.

Por supuesto que no sabía que al pasar a penas unos cuatro amaneceres una camilla me haría de hogar por unos días.

Pero te contaré primero sobre estas tres mujeres.

Tres amigas, tres mochilas, una vida.

Seguro que has visto una confluencia de ríos, me refiero a ese instante cuando las aguas que recorren grandes distancias se unen para formar un mismo todo. A priori puede no parecer algo demasiado espectacular, sin embargo cuando las corrientes son diferentes en cuanto a temperaturas y sedimentos que van llevando consigo por el camino, se produce un contraste de colores que verdaderamente deslumbra.

Puedes ver esa suave línea dividiendo visualmente esas fuentes de energía, cada cual reflejando su esencia, distintas entre sí, con sedimentos quizás hasta opuestos, con colores totalmente diversos, pero ahí están, lado a lado, confluyendo en un mismo todo.

Así estábamos, siendo un mismo todo que aprendía con asombro los siete códigos andinos. Uno resonó en nosotras. Lo recuerdo muy bien. El código tres, llamado MUNAY. Éste habla del amor, del amor hacia todas las expresiones de la vida, del amor propio.

Quizás aún no sabíamos que este era el código que nos salvaría.

Comenzamos el camino hacia el tan esperado MachuPicchu, en una travesía llena de adrenalina, entre montañas, lagos y mucha energía donde nos aventuramos sin sabiduría y debo admitir que con algo de cobardía.

El primer día, que también iba de ser el último, caminamos durante dos horas y media entre montañas nevadas, hasta llegar al refugio. Unos pequeños iglúes vidriados que hacían de mirador de semejante espectáculo natural. Almorzamos, descansamos por un rato y optamos por experimentar una visita opcional a una laguna rodeada de cumbres blancas. Suena brutal, ¿verdad?

Entonces pasado el mediodía comenzó la marcha en subida. Lo que estaba planeado para hacerse en tan solo una hora paso arriba y una paso abajo, se difuminó rápidamente.

Las pisadas costaban cada centímetro, los cuatro mil metros sobre el nivel del mar se hacían notar cada vez más, la taquicardia aparecía sin parar, y la vista nublada se asentaba en mi mirada que dejaba de enfocar.

Pero siempre existe lugar para algo más. Ésa era mi gran descompostura estomacal que me acompañó sin cesar.

Pero ahí estábamos, pacientes el uno del otro siendo esa palabra de aliento que nos hacía seguir como viento fresco. Llegamos sobre el inicio del atardecer.

¿Podré poner en palabras aquella postal que recuerdo? –me pregunto mientras tecleo. Ese sitio era todo eso que uno imagina para hacer allí una casa de madera y apreciar ese paisaje la vida entera. Estuvimos anhelando sólo un rato, la oscuridad anunciaba nuestra partida mientras encendía y encendía en esa noche fría una galaxia de estrellas que nos acariciaban las mejillas.

Al llegar al campamento, mi descompostura anunciaba a mi deshidratación quien complicaba un poco mi contacto con el hoy.

Mi cuerpo hecho de dos tercios de agua, empezó a perder electrólitos que son los necesarios para llevar a cabo las funciones vitales de todo cuerpo. Debido a la presión que existe en estos lugares de altitud elevada se produce un mayor intercambio de vapores, lo que generó en mí una severa deshidratación.

Creo que ahí empezó la verdadera excursión. 41° de fiebre durante casi unas dos horas junto a ese cansancio corporal que hace que vayas sintiendo como el cuerpo se va durmiendo.

Y ahí volvíamos a estar las tres. Dentro de ese diamante vidriado en medio de la aparente tempestad intentando reaccionar. Dos horas esperando que me logre estabilizar pero nada de eso iba a pasar. El panorama hablaba de un posible paro cardio-respiratorio. -¿Es real? ¿Todo eso me puede pasar acá? ¿Voy a morir?- creo que me lo hubiese preguntado si hubiese estado al tanto.

Un carro que se caía a pedazos nos empezó a trasladar en medio de esa noche fría sobre una carretera de tierra que bordeaba un barranco sin cautela, al encuentro de una ambulancia que nos encontraría.

Tres horas de andar en la oscuridad.

Sólo recuerdo como el aire me entraba como un hilo dental, sólo recuerdo como mi corazón latía cada vez más y sólo recuerdo que el objetivo parecía alejarse sin avisar.

Al llegar al punto de encuentro esperamos durante una hora y media hasta que unas luces nos encandilaron, era una gran camioneta negra que renacía de las penumbras y nos devolvía un poco de cordura.

Eso sí que fue un show. Eber, el conductor, iba a toda velocidad que hasta creo que si hubiese podido mirar por la ventana no habría visto nada. Ese hombre hizo que voláramos. Y Flor, Flor fue quien me salvó. Oxígeno ni bien me vio, y seguido de suero fue su primera acción. Todo ocurría en esos pequeños lapsus que nos deteníamos en medio de la nada para que Flor actuara.

Al llegar a la clínica nos volvió la tranquilidad. Munay, aquel código andino nos abrazaba sin parar. Luis, el médico a cargo y Dina la enfermera que estuvo noche y día nos hicieron de familia esos cuatro días.

Una de esas noches en la camilla me volteé a ver a mi amiga que por fin dormía. Y unas líneas salieron enseguida:

“Abro los ojos y ahí te veo, una lágrima recorre mi cara fría, como expresar tanto acto de valentía. Con sigilo camino hacia el baño y cuando regreso estas ahí, ahora pendiente de mi, preguntándome cómo me siento. Me acuesto a tu lado, veo como aún me miras, y siento tu sutil caricia en mi brazo extendido que me enseña el significado de aquella palabra. Munay. Amor inmenso”

Ocurra lo que ocurra el propósito es la razón de tu viaje, la pasión es el fuego que ilumina tu camino y las personas son el recuerdo vivo que le da sentido a lo vivido.

MUNAY

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