Me encantan este tipo de vacaciones: una semana en el hotel de una playa tropical, con esa pulserita que basta mostrar para que solícitas y sonrientes camareras te acerquen copas multicolores con zumos y cocktails, y bandejas de apetitosos canapés. Tumbado en una hamaca a la sombra de un cocotero, escuchando el runrún de las olas que mueren en la playa, contemplando al sol ponerse sobre el oceano, dormitando con el libro apenas empezado sobre mi regazo. Dejando mis propósitos para mañana: la clase de surf, el paseo en bici por las dunas, la excursión guiada para ver las ruinas históricas que siempre hay cerca. Pensando ya en el bufet de la comida recién acabado el del desayuno, y en el de la cena cuando aún tomo el postre de la comida.

Marta y yo habíamos planeado este viaje hacía ya varios meses; me ilusionaba pensar que simbolizaba una especie de luna de miel festejando una relación que duraba ya casi tres años. No quise que su inesperada ruptura unilateral cambiara mi plan; así que acepté el sobrecoste de un viaje individual y volé hacía aquel prometedor resort en un alejado rincón del planeta.

Siempre había jugado con Marta a concentrarnos en algún grupo que compartía el hotel con nosotros y tratar de adivinar lo más posible de ellos. Habíamos así imaginado potenciales asesinos, fugitivos de la justicia, eminentes sabios o matrimonios de conveniencia. Replicando este entretenimiento, fue al desayunar el segundo día cuando me percaté de la pareja. Naturalmente, me fijé primero en ella. De mi edad, larga melena rubia y rostro muy alegre. Mi vista se recreaba contemplando su ir y venir sensual entre las mesas que exhibían zumos, bollos, cereales y embutidos: sus piernas delgadas, la forma redondeada de su busto abundante. En cierto momento sorprendió mi mirada a la que correspondió con una fugaz sonrisa. Él era mucho mayor, vestía un atuendo de golf bastante ridículo y tenía su atención puesta en un periódico que hojeaba parsimoniosamente, haciendo de vez en cuando anotaciones. Al pasar cerca, pude ver de reojo que había subrayado la noticia sobre el tráfico de armas en el país vecino, en guerra desde hacía años. Una rutina que repitió en los días siguientes, siempre marcando noticias sobre los combates, las armas, su tráfico ilegal.

Desde mi bungaló tenía una buena vista del que ellos ocupaban. Oculto tras las cortinas podía distinguir borrosamente sus movimientos por el interior. La veía levantarse mientras él seguía durmiendo, salir del baño envuelta en un albornoz; esperaba ansioso el momento en que deslizaba el breve bikini sobre su cuerpo desnudo y luego la contemplaba en la terraza leyendo mientras él se arreglaba. Tan pronto los veía caminar hacia el comedor los seguía para ocupar una mesa cercana.

Apenas cruzaban una palabra cuando estaban juntos en público. A pesar de escudriñar a distintas horas su habitación en ningún momento capté algo que se asemejara a un episodio sexual, ni siquiera una actitud cariñosa.

Salía todas las mañanas con su bolsa de palos y tomaba un coche eléctrico hasta el campo de golf donde pasaba larga parte del día. Un poco más tarde, ella se dirigía hacia las hamacas del lado de la piscina. Yo ocupaba una detrás y pasaba el día contemplándola mientras estaba al borde del agua y hasta cuando iba al comedor.

El cuarto día ocurrieron dos sucesos que rompieron la rutina en que mis vacaciones habían encallado. Durante la comida choqué con ella al dirigirme al carro de los postres y apresuramos una sonrisa con nuestra excusa. A partir de ese momento nuestras miradas se cruzaron varias veces y empecé a acariciar la posibilidad de acercarme a ella; hasta soñé que podría ser posible encontrar tan pronto a alguien que remplazara a Marta en mi vida. Pero, más tarde, durante la cena vi por primera vez al hombre de mediana edad que se sentó con ellos. Mantenían una conversación seria y entrecortada, en la que predominaban los largos silencios que revelaban tensión y hasta potencial violencia.

Sorprendí varias veces su mirada hacia mí que parecía pedir ayuda. Pero a esas alturas mis elucubraciones sobre la pareja, que bullían en mi mente desde que los vi, ya habían tomado un aire de certeza. Estaba convencido de su vinculación con alguna actividad criminal, muy probablemente el tráfico de armas. La presencia del otro individuo, claramente indeseada, presagiaba un ajuste de cuentas entre bandas rivales, sin duda con resultado de muertos o heridos. Por mi seguridad, decidí mantenerme a la mayor distancia posible e ignorar las inequívocas señales de acercamiento que ella me dirigía.

Los días que quedaban evidenciaban que esta escapada sin Marta había sido un absurdo error. Deambulaba por las dependencias sin rumbo fijo. Me quedaba de pronto parado en cualquier lugar, como esperando que ella me sugiriera lo que íbamos a hacer. Sin siquiera ponerme el atuendo adecuado, pasaba como un fantasma delante de las instalaciones termales y el gimnasio. Abría el libro por cualquier página, incapaz de recordar dónde me había quedado en mi anterior lectura. Me quedaba de pronto dormido, ya estuviera sentado o tumbado, y tenía sueños febriles de los que despertaba aún más cansado que antes. Hasta perdí el interés por los bufets y me empezó a sentar mal la comida. Esperaba ansioso que llegara el día en que el minibús del hotel acabara aquel sinsentido llevándome al aeropuerto y por fin me enfrentara con ese día a día sin ella del que no podía escapar.

La última velada, me senté un rato en la terraza con la mente ausente. La banda tocaba esa pieza de swing que tanto había bailado con Marta en el club de salsa. En un acto irreflexivo atravesé como un autómata el espacio que me separaba de la mesa donde estaba el trio y le ofrecí mi mano.

Se levantó con una encantadora sonrisa mientras decía con ceremoniosa sorna: ‘Papá, tío Alberto: ¿Os podéis quedar un rato solos mientras bailo con este caballero?’

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