Fue un dulce viejecito, tierno, y cilíndrico, medio calvo, con grandes y regordetes cachetes que siempre lucían como rojas manzanas de California. Su respiración era un poco jadeante y frisaba ya ochenta y ocho años; pero llegaba muy alegre y jovial a casa y justo antes de que alcanzara a preguntar: “Leonorcita ¿Qué le pasó ahora a tu lavadora?» Yo anunciaba a voz en cuello ¡“mamá, ya llegó tu Colacito!” Y es que ella le decía con especial cariño “mi Nicolacito ¿Cómo está? Pero a pesar de que él era quien usaba un enorme auricular al interior de su oreja izquierda, al parecer el sordo era yo y le hacía gala a aquello de “el sordo no oye, pero bien que compone”.
¡Bien! Pues no pasaban ni diez minutos cuando el hombre ya había parado de cabeza la vieja lavadora de cilindro y escurriendo en aceite quemado sostenía entre sus gruesas manos el motor quemado de la misma. No se lo llevaba a reparar a su casa o a su taller. ¡No! Ahí mismo lo desarmaba colocando con cuidado las piezas en una vieja y oxidada bandeja de hornear que mi madre ya le tenía apartada para tales menesteres. Confieso que las primeras veces llegué a pensar que aquél motor nunca más volvería a trabajar y que muy probablemente habría que comprar uno nuevo, si no es que, de plano, otra lavadora. Pero ella, que había leído mi mente, me decía dulcemente “espera, tú no lo conoces bien, este hombre realiza verdaderos milagros”. Y efectivamente, para eso de las seis y media, o siete de la tarde, ya con las manos bien lavadas, estaba sentado a la mesa del comedor mientras mi mamá le servía de comer con mi hermana Lulú siempre muy pegadita a él.
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El cacharro ya estaba haciendo su trabajo perfectamente, sin falla alguna. Él, alegre ingeniero petrolero, jubilado de Pemex, había cambiado algunas piezas, enderezado otras, y reembobinado con especial cuidado y paciencia, el motor con alambre de cobre especial para tal efecto. Luego me enteré que mi tía Carmen Buen-Abad, prima hermana de mi mamá que yo apreciaba como una verdadera tontita medio funcional era su segunda esposa. Me tardé muchos años más en enterarrme de que su primera esposa, a quien yo no conocí, había muerto a causa de una traicionera peritonitis que no le supieron diagnosticar a tiempo y que mi tía había estado internada durante algo más de veinte años en el tristemente célebre “Hospital Psiquiátrico de La Castañeda”, el primero que hubo en México y que mandó a construir el tantas veces vituperado General de División, Don Porfirio Díaz.
¿La causa? Había perdido la cordura e intentado matar a su marido con un cuchillo de la cocina, por eso le habían dado, a saber por cuánto tiempo, electrochoques controlados en el cerebro, lo que explicaba perfectamente su tontera. Durante todos esos años Colacito visitó a su esposa cada semana y preguntaba constantemente por su evolución, algunas veces le permitían verla y otras muchas le era negada la visita “por su propia seguridad y el bien de la paciente”.
Era por eso que mi madre le profesaba verdadera veneración. Un buen día, cuando él contaba ya con ochenta y ocho años de edad, la tía falleció. Nos encontrábamos en la funeraria Gayosso de las calles de Sullivan. A las afueras, como siempre, las prostitutas, y sobre todo los prostitutos disfrazados de mujeres, ofrecían sus servicios sin disimulo alguno al mejor postor. El lugar era, y sigue siendo, especialmente peligroso. No solo porque siembre luce muy oscuro, sino porque los travestis suelen ser muy temperamentales y violentos, en cierta ocasión un aventurado camarógrafo de una televisora se llevó un zapato de tacón de aguja incrustado hasta el fondo de la mollera al ser descubierto haciéndose pasar por un cliente muy interesado mientras los grababa.
¡En fin! El caso es que en uno de los velatorios, el número diez, según recuerdo, estábamos solos mi mamá, la tía Panfilona, también prima hermana de la ya finada Carmen, dos dulces viejecitas hermanas de Colacito: Lupita y Manuela, yo y párenle de contar. El ambiente era triste pero sereno, en una de esas la dulce Lupita tuvo la feliz ocurrencia de acercarse a consolar a su amado hermano. Sin más ni más le espetó: “Nicolacito, te ruego que no me lo tomes a mal, pero por favor, la próxima vez que te cases ¡Llévala primero a un médico!”. Para qué les cuento mis cuatro y medio apreciables lectores y que mi tía Panfilona y yo tuvimos que salir corriendo de ahí para desternillarnos de risa en la esquina frente a semejante puntadón. Habían pasado tres o cuatro horas cuando Manuelita tuvo la oportunidad de hacer de las suyas y le dijo ¿Cómo estás hermano? ¡Qué quieres Manuelita! ¡Ya es la segunda vez que me pasa! La respuesta no se dejó esperar ¡Hay Nicolacito! ¡Pero si también eres rete bueno para echártelas! Nuevamente tuvimos que salir, mi tía Panfilona y yo a descargar la risa en otro lado.
Pero la historia no terminó ahí, porque recién pasaditos ocho meses de aquél sepelio, el buen tío Colacito le llamó por teléfono a mi mamá, la recuerdo parada junto al viejo teléfono de pared, de esos de cuernito y disco exclamando con sorpresa ¡Claro que no me lo tomo a mal Nicolacito ¡Muchas felicidades! A la semana de aquella llamada los mismos cuatro gatos estábamos de pie en la Iglesia de La Gualupita, viendo al tío Nico esperando ante el altar a quién sería su tercera y última esposa, Manuelita, una viejecita de Torreón, Coahuila, muy simpática que me heredó cincuenta mil pesosotes de aquella época por haberla ido a ver al Hospital de Pemex de Azcapotzalco, en una noche de terrible tormenta y acompañarla, sin que ella me hubiese llamado, para decirle el último adiós a aquél enorme trozo de pan dulce a quien tanto quise y admiré y arreglar, aquella madrugada, los trámites de su entierro. FIN.
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