Desde que me despierto cada mañana, mi vida es una aventura, llena de princesas a las que salvar y dragones a los que afrontar. No entiendo lo que significa la palabra aburrimiento, ni eso que los mayores llaman responsabilidad; pero, según lo que he podido descubrir acerca de aquellas dos palabras, tampoco siento la curiosidad por saberlo. Aquel día de verano no iba a ser una excepción, el capitán ya había puesto nuestro barco en marcha, mientras que la marinera mayor ayudaba a la maestra a empaquetar los cofres de tesoros en la parte trasera de nuestro navío. No sabía hacia dónde nos dirigíamos, nunca conseguía adivinarlo de hecho, sin embargo, allá donde el capitán y la marea nos llevaran, a mí me parecería el mejor de los destinos.

Debía despedirme del castillo, no estaba seguro de cuándo podría volver a vivir en él, al igual que del rey y de la reina, mis queridísimos y sabios abuelos que tanto cariño me daban. Ellos eran los máximos gobernadores, siempre premiaban a su pueblo con trofeos y títulos reales; yo, por ejemplo, poseía el de «nieto preferido», al no disponer de más varones en la familia real. Para este viaje, los reyes habían previsto aquellos alimentos más exclusivos que existía, y que sabían que yo no podía adquirir con mis limitadas riquezas.

Una vez instalados en el gran navío bautizado con el nombre de León, cruzamos el puerto evitando a varios bañistas y otros barcos, descubriendo diferentes castillos y palacios, y despidiéndonos de los delfines que saltaban alegres a nuestro paso. Poco a poco, nos alejábamos del muelle rumbo a lo desconocido, incorporándonos en las distintas rutas marítimas por las que otras naves ya circulaban.

El día había amanecido con enormes nubes amenazantes, el viento azotaba las velas del barco y la lluvia empapaba el cristal de protección de la sala del capitán; nosotros intentábamos mantener la calma cantando canciones de marineros que la maestra nos enseñaba, mientras veíamos la superficie del océano dibujando curvas cada vez más abruptas a medida que nos adentrábamos en aquella tempestad. Me quedaba hipnotizado al observar las olas ir creciendo, volviéndose enormes y dejando a nuestro navío en no algo más que un juguete. Los rayos caían de todas partes, amenazando con descargar su fuerza sobre nosotros y atemorizándonos con un gran estruendo que competía con las canciones que íbamos cantando.

Ya no alcanzábamos a ver ningún barco de aquellos que seguían la misma ruta marítima que nosotros. El capitán luchaba centrando sus cinco sentidos en la navegación y contra el oleaje, virando hacia la izquierda o derecha con la intención de no hacer volcar la embarcación, disminuyendo la marcha cada vez que una gran ola se acercaba hacia nosotros y con las ventanas de la cabina del timón cerradas para no ser perturbado ni por el agua ni por el viento.

La maestra, como en cada viaje, comenzó a sentirse mareada y decidió dormir para llegar al destino sin mayores males, mientras que mi compañera marinera y yo nos repartíamos como podíamos los alimentos que los reyes del castillo nos ofrecieron. Resultaba muy difícil comer en aquellas condiciones, y de la misma manera, beber se convertía casi en un juego de puntería.

Por suerte, poco a poco parecía que todo volvía a la normalidad; el oleaje era cada vez menos intenso, las nubes también dejaron aparecer algún que otro rayo de sol y la navegación se hacía más cómoda; o, al menos, eso pensamos durante un momento. Dos de los barcos, que estaban en la misma ruta marítima que nosotros, chocaron entre ellos al no mantener las distancias adecuadas el uno con el otro según los comentarios de nuestro capitán, quien, al darse cuenta del accidente, ordenó el paro de motores de nuestro navío con la intención de no formar parte del siniestro.

Pudimos pasar por el lado de los dos barcos dañados poquito a poco, sin alterar mucho la marcha ni el rumbo de nuestra ruta, que muy pronto llegaría a su fin; de hecho, los castillos y palacios volvieron a aparecer en el horizonte, al igual que el tráfico marítimo resultaba cada vez más denso.

Al llegar a nuestro destino, apenas pasaron dos horas de viaje, pero resultaron ser bastante intensas, la ruta que existía entre Córdoba y Sevilla era una de las más utilizadas por nuestra tripulación y generalmente solíamos salvarla sin ningún problema añadido, aunque, cierto es, este fue uno de los viajes más complicados que vivimos hasta el momento.

Por las noches y justo antes de dormir, mi madre, la maestra, siempre me pedía que le hablara sobre todo lo que había sentido y explorado durante el día, mientras, se tumbaba conmigo en la cama escuchándome hasta que me quedaba dormido; ella sabía que era distinto al de los demás, y por eso mismo se interesaba en descubrirlo. Decía que si no fuera por mí, esas aventuras que experimentábamos resultarían muy aburridas, pero que, gracias a lo que yo veía a cada momento, todo se volvía diferente; al parecer, es un poder que no todo el mundo posee, y justamente yo, soy uno de esos pocos elegidos que pueden disfrutar de él. A dicho privilegio lo llaman autismo, y los que no lo tienen, por ejemplo, no pueden ver castillos, sino simples casas; tampoco embarcaciones impresionantes, pero coches básicos; a las rutas marítimas la llaman carreteras y a las grandes olas las consideran colinas. Sé que la mayoría de la gente no se puede dar cuenta de lo que pierde ya que desconocen lo que ganan, pero, sinceramente, no me gustaría ser uno de ellos.

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