Un viaje sentimental

Un viaje sentimental

Cada día domingo era esperado con ansias por mis hermanos y por mí. Este día era especial para algunas familias porque iban a misa, hacían algún paseo o simplemente disfrutaban juntos. Mis padres, mis hermanos y yo almorzábamos en casa de mis abuelos maternos. Allí nos reuníamos con los demás hermanos de mi madre y sus familias. Nos encantaba poder encontrar a nuestros primos, quienes tenían edades similares a las nuestras y poder compartir y jugar con ellos.

Recuerdo, incluso, que al despertar en las mañanas dominicales sentía en mi estómago un cosquilleo , una mezcla de felicidad y exitación por saber lo que acontecería ese día. Casi lo podía comparar, aunque en menor escala, a lo que sentía en navidad. La madrugada del 25 de diciembre me despertaba como a las 5 de la mañana, pasaba por las habitaciones de mis hermanos y los despertaba si aún dormían y nos íbamos corriendo a ver lo que nos esperaba bajo el árbol navideño. Luego entrábamos como un viento puelche, al cuarto de mis padres que aún dormían o se hacían los dormidos, y hablando todos a la vez les mostrábamos lo que papá Noel, o el viejo Pascuero como se dice en mi tierra, nos había traído.

Mis abuelos se habían aposentado en un pueblo muy pintoresco cercano a la ciudad en donde nosotros vivíamos. Acostumbrábamos a llegar a eso del mediodía. Nos recibía Ninfa ,la nana, quien trabajaba y vivía en casa de ellos. Era alta, delgada y caminaba lentamente. Su rostro se veía cansado pero siempre al vernos se le iluminaba. Vio a mi madre nacer y fue mi madre quien la acompañó en su lecho de muerte muchos años más tarde. Corríamos por el pasillo que había hasta la cocina para saludar a mi abuela, quien ya estaba revisando y dándole el toque final al almuerzo que pronto sería degustado por nosotros, ávidos comensales. Era una señora afable, baja y delgada. Siempre muy bien peinada con su cabello blanco liláceo y sus ojos grises, no era de las típicas abuelas quienes contaban historias o leían cuentos a sus nietos, sino más bien nos demostraba su cariño agasándonos con la comida que más nos gustara.

Me fascinaba sentir los diferentes aromas en esa habitación. Se entremezclaban los olores de las comidas preparadas con los aromas del limonero y hierbas que entraban desde el patio. ¡Era único! La cocina era un poco obscura pero grande y agradable. Estaba absolutamente gobernada por mi abuela. Nadie se hubiera atrevido jamás a dar una contraorden dentro de ésta, menos aún mi abuelo que pocas veces había puesto un pie allí sin ser invitado.

Mi abuelo, en época estival, solía sentarse en el porche que quedaba fuera de la cocina, fumando y haciendo solitarios. En invierno, se sentaba junto a la chimenea en el salón. Al saludarlo, mis hermanos al igual que mis primos mayores, se escabullían lo más rápido posible por que si no de seguro intentaría hacerlos jugar al naipe y cada vez era él que les ganaba si bien no por habilidad, haciéndoles trampa. Era mucho mayor que mi abuela . A mí me parecía un ser muy especial, con su cabello gris, su cara alargada, sus grandes ojos caídos por el paso de los años, sus inmensas manos con un leve color amarillento en una de ellas producto del cigarillo y su metro noventa de estatura que me producía una especie de respeto y de distancia al mismo tiempo. Adoraba las reuniones familiares y las largas sobremesas.

La casa quinta de mis abuelos era grande y como misteriosa. Había un jardín con muchas flores que parecían haber crecido al azar y un inmenso huerto, creación de mi abuela. Pasaba horas cuidando y regando sus plantas y cada vez que éstas florecían o daban sus frutos era para ella un gran acontecimiento. ¡Cómo si hubiese sido la primera vez! Entre muchos otros arbustos, había plantaciones de grosellas y zarza parilla que lo rodeaban y un parrón de uva rosada para nuestra delicia. Fuera de la cocina había un limonero con un aroma tan agradable en primavera, que nunca he percibido en otro lugar del mundo.

Al llegar la hora de pasar a la mesa, Ninfa se encargaba de tocar la campanilla que daba justo a la salida de la cocina hacia al porche . Desde ese sitio se escuchaba el sonido en donde quiera que uno estuviera. Todos nos apresurábamos en llegar lo más rápido posible y tomar nuestros respectivos asientos . En verano y primavera nos sentábamos, normalmente, en la terraza y durante la época más fría y de lluvia en el comedor que daba a un jardín interior.

El ritual en la mesa era siempre bastante parecido, Mis abuelos se sentaban uno frente al otro en aquella larga mesa. Los demás también teníamos un lugar destinado, pero era más flexible y dependía si la familia aumentaba con nuevos integrantes o si en algún caso alguien no hubiese podido acudir.

No sé durante cuánto tiempo asistimos regularmente a estos almuerzos, a mí me pareció que fue por muchísimos años. Lo que sí es real es que el período que haya sido fue muy significativo en mi vida, son recuerdos añorados con sabores y aromas que perduraran en mí por siempre.

Muchas de las personas de esta historia ya se han ido. Mucho más temprano de lo que nadie hubiese podido imaginar, pero gracias al maravilloso poder de la evocación, los que quedamos aquí podemos revivir una y otra vez aquellas reuniones vividas en mi niñez.

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