Para Villo.

El amor a destiempo es un sentimiento imprevisto que llega para desbaratarnos la vida. Mientras te esperaba en el aeropuerto, yo era una mujer fuera de lugar cargada con su maleta y su sombrero de paja. Quizás, si hubiera estado más atenta la semilla no habría llegado a crecer. Pero cuando te has convertido en la víctima de un amor extemporáneo la situación ya no tiene remedio. No se puede arrancar una planta que ha echado raíz sin causar graves daños. Solo mi padre había perdonado mi locura. Con gesto serio había disculpado a la buena hija que pocas veces se rebelaba contra la lógica de la vida. El resto de mi familia solo dejaba para mí la vergüenza de quererte.

Tú llegaste sonriendo, envuelto en esa calma inquebrantable que siempre te acompaña. Nos subimos al avión. Atrás quedaba un marido abandonado y dos abogados que se peleaban por una casa y un coche viejo. Nos esperaba una isla mediterránea plagada de olivos que se desparramaban hasta los acantilados volcados al mar. Eso fue lo que me dijiste días antes de partir. Te creí a pies juntillas. La noche que dormí sobre tu almohada, me recitaste poesía en el idioma de los galos y yo te dije que quería unos versos solo para mí. “¿Solo para ti?”, preguntaste, “para ti separo el mar y hago que las aguas dejen de fluir”. Me hiciste reír y con mi carcajada supe que me habías destrozado el corazón.

Descendimos del avión bajo una lluvia de gotas grandes que rápidamente pasó a convertirse en un torrente de bíblicas proporciones. El taxi nos dejó frente al hotel, un palacete antiguo anclado a la roca por piedras que debían tener alguna raíz de lo bien sujeto que se le veía sobre el acantilado que lo sostenía. Una mujer pequeña nos recibió parapetada bajo un paraguas. No nos hizo mucho caso. Simplemente se limitó a darnos las llaves y salió corriendo porque, según nos explicó, su mobiliario naufragaba en el jardín. Tú me sonreíste y entonces supe que me ibas a dejar sola con las maletas. Eres así; tienes un espíritu de adalid que te lleva a emprender grandes hazañas. Como pude, subí el equipaje hasta nuestra habitación y me asomé a un balconcillo. No me viste. Andabas muy ocupado ayudando a rescatar los enseres del hotel. Dos cojines, dos sillas, dos candiles rotos, dos cestos empapados; uno en cada mano. Igual que un Noé preocupado por cumplir con la misión de salvar un par de cada una de las cosas que el mundo te ofrecía. Me pregunté si el personaje bíblico nos habría escogido a nosotros como la pareja perfecta para asegurar la supervivencia de la especie humana.

La vista de ese terreno encharcado me trajo el recuerdo de imágenes pretéritas. Vi los veranos de mi infancia, a mis hermanos y a mi madre; vi la casa que simbolizaba la huida del calor infernal. Llegábamos en un Renault 12, unos hermanos sobre otros, los mayores cuidando de los más pequeños. Antes de emprender el viaje, mi madre nos lavaba bajo la ducha y después, al llegar, limpiaba nuestra casa frente al mar. Era un edificio de piedra y suelo de loseta cocida que le permitía volcar grandes cubos de agua. Todos asistíamos fascinados al espectáculo del agua escurriendo por los rincones como si dentro de la casa hubiera encontrado su cauce natural. Salíamos fuera para dejarla pasar una fregona que olía a jabón. El agua avanzaba hasta la escalera que daba al jardín y descendía por los escalones como una catarata. Ya estaba todo hecho. Mi madre, satisfecha, se sentaba en una mecedora mientras la terraza chorreaba por los cuatro costados. Toda la casa desprendía un olor a madera mojada que yo reconocía en mi pelo recién lavado y mis manos limpias. Era el olor de la ropa tendida, de mis hermanos en la bañera; un perfume que me volvía loca de alegría por ser el preludio de mis pies descalzos y el sabor de la sal. Era el aroma de mi madre y su locura diferente.

Me hubiera gustado contártelo todo pero seguías ahí abajo, con el agua por los tobillos coleccionando objetos que no eran tuyos para salvarlos de caer al mar. Poco a poco, dejó de llover. Te vi sentarte en una silla mientras la mujer pequeña te hablaba haciendo grandes aspavientos. Los dos parecíais tristes y abatidos. Sentí el impulso de bajar corriendo para deciros que las cosas mojadas se podían secar al sol, que el agua había limpiado los caminos hasta el hotel y ahora, todo olía a tormenta de verano, a hierba mojada; todo rezumaba el aroma de la renovación, la ligereza de espíritu y la frescura improvisada.

Aquel pudo haber sido nuestro único viaje. Sin embargo, la fortuna nos ha seguido y hemos salido huyendo muchas veces movidos por la idea de que el mundo nos persigue. En ninguno ha llovido con la intensidad de aquel día, salvo hoy. Estamos en Cassis, un pueblecito del sur de Francia abierto al mar como un anfiteatro de colores. Imagino a un niño arquitecto ensamblando las casas como un juego de construcción. Unas pegadas a otras en sus curvas arquitectónicas. Tú me sacas de mis pensamientos. “Mira la que va a caer”, me dices, y señalas un cielo negro como la pez.

La noticia aparece publicada en los periódicos del día siguiente: 10 de agosto de 2018.

Tormentas y fuertes lluvias causan el caos en la Provenza francesa.

Un turista sorprendido dentro de su caravana por el torrente de agua, ha salido flotando por el río rumbo al mar. Horas más tarde, les gendarmes le han localizado en el recodo de un meandro atrapado entre ramas, maleza y barro. Estaba sentado sobre el techo de su maltrecha caravana esperando a que le rescataran. Cierro el periódico. Pienso que, quizás, aquel hombre tranquilo decidió que, a veces, es mejor dejar que el agua nos lleve sin luchar contra la corriente.

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