Pescadores de almas

Pescadores de almas

Pedro Luque

14/08/2018

Subo la escalera, que se enrosca como una víbora. Son cinco pisos de escalones exageradamente irregulares. Imagino que, a lo largo de los años, cada nuevo dueño del Hotel Puja agregó un piso y un tramo de escalera, que ajustó a la altura de sus piernas. Asciendo hasta el restaurante de la terraza levantando las rodillas hasta el pecho. Un reloj en la pared del salón dice que son las cinco y media de la mañana. Paso entre mesas vacías, abro el ventanal del fondo, me siento en una silla y me convierto en uno más de los que esperan. Porque en Varanasi todos esperan.

Con las miradas fijas en el río Ganges, indios viejos o enfermos esperan la muerte sentados en alguno de los 100 ghats de la ciudad, esas gradas de piedra que se sumergen en el agua.

Los familiares de los muertos esperan su turno para quemar los cuerpos sin vida en alguno de los crematorios al aire libre, que mantienen sus fuegos encendidos desde hace milenios.

Los niños esperan que cada tarde el viento vuelva a soplar sobre la ciudad, para subir a los techos y remontar sus barriletes, hasta que la noche se los traga.

Los barqueros esperan algún turista: le cobran por un lugar de privilegio para observar las cremaciones o para asistir a la Aarti Puja, la ceremonia al anochecer, cuando los sacerdotes le rezan al río más sagrado de la India.

En esta ciudad mansa hasta el sol tiene que esperar. Al amanecer, el Ganges exhala una bruma lechosa y espectral que traga colores y sonidos. Los barcos no se mueven. Los cuerpos se queman más lento. Y los pájaros no cantan.

Esta nube blanca es la última resistencia de la noche. Cuando la cortina se corre, el sol brilla lejos del horizonte, ya enceguece. Y allá abajo, los ghats se llenan de hindúes que lavan sus pecados en dudosas aguas purificadoras.

Varanasi es para los hinduistas lo que La Meca es para los musulmanes: la tradición manda que, al menos una vez en la vida, los devotos de la religión del valle del Indo deben visitar la ciudad sagrada. Por eso, en las escalinatas que bajan al Ganges se ven tantos peregrinos en busca de un lugar seguro para bañarse.

Mujeres con brillantes vestidos tradicionales y hombres con descoloridos calzoncillos se agarran de cadenas dispuestas para los bañistas. La mayoría no sabe nadar. Una vez en el agua, sumergen la cabeza tres veces. Eso es suficiente para limpiarse de pecados, aunque esta purificación puede ser letal, porque el Ganges es el segundo río más contaminado del mundo.

Pero los peregrinos no les hacen caso a los rankings de polución y siguen con sus inmersiones. Incluso compran bidones de cinco litros para llevarse el agua bendita a casa. La devoción se impone.

En los ghats y callejones de Varanasi uno se cruza con vacas, encantadores de serpientes, cursos de yoga y clases de cítara, bosta de vaca, procesiones fúnebres, restaurantes para todos los gustos y bolsillos, montañas de basura, santones vestidos de naranja que fuman en pipas de piedra, viejos con la mirada perdida, más vacas, motos que maniobran en las calles más estrechas del mundo, ropa secándose al sol, locales de venta de chucherías, más bosta de vaca.

Pero hay otra faceta de la ciudad que sólo se puede descubrir desde lo alto. Al amanecer y al atardecer, cuando el sol lo permite, los techos se llenan de vida. Es que las casas no tienen patios y las veredas no existen.

Acá arriba los monos imponen su ley. Los indios les tienen más miedo que respeto y se guardan cuando los ven llegar en ruidosos grupos.

Cuando los monos se van, la mujer vuelve a salir con sus seis hijos. Se pasa las tardes echada sobre mantas de colores chillones, con el más pequeño en el regazo, mientras los otros juegan a sus juegos.

En el techo siguiente, un indio amaestra palomas. Una caña con un trapo atado en el extremo es toda la herramienta que requiere su oficio. Agita el harapo hacia un lado y sus palomas tuercen su vuelo hacia la izquierda. Lo agita hacia el otro y las aves cambian de rumbo.

Más allá, un gurú instruye a sus discípulos, que se sientan a su alrededor con las piernas cruzadas. Meditan durante horas, mientras ardillas exaltadas saltan de una pared a otra. En otro techo, dos señoras amasan panes chatos y redondos mientras se cuentan sus desgracias a los gritos.

Pero lo que más vida le da a este mundo de techos irregulares son los chicos y sus barriletes.

Cada tarde, cuando el sol empieza a caer detrás de la ciudad, los árboles que sobreviven entre el cemento empiezan a temblar. El viento sopla desde el oeste, como si el sol exhalara cálidos suspiros al hundirse en el horizonte. Es la hora de los barriletes.

Con sus carretes de hilos, los chicos toman techos y balcones. Sus cometas son simples: un rombo de papel sin cola de trapo. También son económicos: cada uno cuesta 10 rupias (13 centavos de euro). Lo mismo cuestan 100 metros de hilo. Por eso los barriletes son tan populares en esta parte del mundo. Por eso y porque son mágicos.

Con tirones precisos, los rombos de colores trepan al cielo. Flotan sobre el Ganges como si quisieran pescar las almas que en él se liberan.

Allá arriba, algunos buscan lejanas soledades. Son apenas una sombra entre las nubes. Otros batallan, se raspan los hilos hasta que uno se corta y cae dando giros. Ya no le pertenece a nadie.

Allá abajo, los cazadores de cometas corren entre vacas y transeúntes, saltan sobre gradas y botes, señalan con dedos sucios, gritan, se empujan y calculan distancias. El primero que agarra el extremo del hilo se convierte en el nuevo dueño del barrilete. Hasta la próxima batalla.

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