Alexandra mantuvo los ojos abiertos en la penumbra, tratando de respirar hondo como sus hermanas le habían aconsejado como clásica herramienta para lograr conciliar el sueño, pero fue inútil. Era natural, al amanecer su vida cambiaría para siempre. Decidió cerrar los ojos e imaginar su nueva vida en Inglaterra. Se vio usando un largo vestido celeste corriendo entre los enormes jardines verdes de un gran castillo. Imaginó el cielo con un tinte violáceo mientras bailaba en círculos bajo la luz del atardecer. Imaginó a su esposo sonriendo, esperándola en una enorme mesa de caoba con una botella de champagne y dos hermosas copas de cristal, su sonrisa era perfecta, era la misma que había visto en un libro de cuentos ilustrado que su padre le había regalado de pequeña. El mismo libro de cuentos que sostenía firmemente bajo la frazada y abrazaba todas las noches antes de dormir. Alexandra se dejó llevar por el sueño y pensó toda su vida en las últimas tres horas de sueño que le quedaban.

Alexandra durmió tan solo tres horas la noche antes de partir a su nuevo hogar en Birmingham, Inglaterra. En silencio y asegurándose de no despertar a sus padres, se despidió de cada una de sus hermanas y juró que, una vez establecida en su nuevo hogar, volvería por ellas y por sus padres para darles la vida que se merecían.

Bajó las escaleras lentamente y, con tan solo una pequeña mochila colgando del hombro, partió en dirección al aeropuerto. En la mochila llevaba lo esencial: su pasaporte, un diccionario y un boleto de ida de Rusia a Inglaterra. David, el futuro esposo de Alexandra, le había enviado sesenta libras semanales para sus gastos personales, pero eso ya no era suficiente para Alexandra, ella quería escapar de su mediocridad, de la vida insípida en blanco y negro que llevaba en Rusia. Ella pensaba en Birmingham y soñaba todos los días en lo mágico de vivir en una ciudad con un nombre que denotaba realeza, lejos de la mediocridad de ese pequeño pueblo en Rusia. Por más que David le repetía una y otra vez que no vivía en un castillo, su burbuja de ensueño se hacía cada vez más grande y difícil de reventar.

Los padres de Alexandra eran doctores y trabajaban en un hospital local. Le habían dado todo lo que ella necesitaba pero no podían darse el lujo de darle lo que quería. Eran padres de cuatro hijos y lo que ganaban se convertía en miseria al distribuirlo entre dos adultos y cuatro adolescentes.

Al bajar del avión, Alexandra se acercó lentamente al hombre que cargaba un letrero con su nombre y un ramo de rosas rojas. Lo miró de pies a cabeza y le dijo en un inglés difícil de entender:

—Busco a Dave.

Ella pensó que el hombre parado frente a ella debía ser el conductor, Dave le había mandado una sola foto de su rostro, y en ella, parecía tener entre 19 y 25 años. El hombre de las flores parecía estar rozando los cuarenta, se encontraba desaliñado y despedía un olor desagradable.

—¿Alexandra? Yo soy Dave

Dave se acercó a abrazarla y ella no supo qué hacer. Ese era el hombre que le había comprado del boleto de ida, el que le mandaba sesenta libras semanales y el que afirmaba tener una cuenta de ahorros especialmente dedicada para la educación superior de Alexandra.

—¿Dave? No.. No te pareces a tu foto.

—Ah sí,— dijo despreocupado,—usé la foto de mi hijo, se parece mucho a mi cuando era más joven, pensé que me daría más ventaja y así pudieras darme la oportunidad de, poco a poco enamorarte de mi forma de ser.

Alexandra lo miró indignada y casi se dió media vuelta para huir, pero se dio cuenta que no tenía a dónde. No tenía dinero ni para llamar a sus padres, y en caso lo hiciera, ¿qué les diría? ¿los haría desperdiciar dinero en un boleto de regreso a Rusia?

Alexandra sonrió a Dave y pensó que, ya que estaba ahí, podía por lo menos conocer Inglaterra. Quizás podría sacar provecho de la visita de alguna manera antes de pedirle a Dave un boleto de regreso y así no volver con las manos vacías.

—No sabía que tenías hijos. ¿Eres divorciado?

Dave no contestó

—¿Dave? ¿Estás divorciado?

Alexandra se detuvo.

—Alexandra, camina, por favor, no te quedes parada ahí, la gente pensará que algo anda mal. No sé como será allá en Rusia, pero acá no hablamos de temas delicados en la calle y mucho menos por internet, ¿entiendes por qué no te conté que estoy casado?

—¿Te divorciarás en un mes? ¡Nos casamos en un mes!¡Tu prometiste! ¡Prometiste que tendría los beneficios de una mujer casada!

—Dije aproximadamente un mes… sube al auto, debes estar muriendo de hambre, te llevaré a un restaurante.

Alexandra guardó la calma, respiró hondo y se dió cuenta que para trazar un plan necesitaría más información.

—Dave, ¿dónde dormiré?

—Tengo un pequeño departamento en el que te puedes quedar, te daré una mensualidad, no es demasiado, pero será lo suficiente para que te sustente.

Alexandra sintió que sus castillos se derrumbaban, que llovían sobre sus atardeceres, su idea de una vida perfecta le era arrebatada ante sus ojos, pero ella no se derrumbaría, a pesar de sentir que las lágrimas invadían sus ojos, se sintió fuerte. Esa tarde, después de comer, caminó sola por todo el apartamento viejo con olor a humedad, secando las lágrimas de sus ojos y planeando su nuevo futuro.

Se despertó ese día soñando como una niña y se fue a dormir con los planes de una mujer, con el peso de la responsabilidad de su propia vida sobre los hombros. Fue la primera vez que, sin que nadie la viera, soltó una sonrisa falsa para poder alegrarse a sí misma, pero con el fin ulterior de autocompadecerse de su situación.

«¿Algún día seré feliz?»

Se dio cuenta que ahora, eso solo dependía de ella.

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