Estoy ya en la puerta de embarque número 36. En 40 minutos aparecerá una azafata con ropaje ceñido y se colocará tras el mostrador. Antes de que haya podido encender el lector de tarjetas, una enorme fila habrá dado la vuelta al espacio, llena de mochilas y piernas inquietas. Las mías estarán inquietas también, temblorosas, pero seguirán sentadas. Me gusta subir al avión en el último momento, a pocos minutos del despegue.

Las puertas se abrirán, la gente preparará los documentos de identidad, aunque no todos con la misma facilidad y rapidez. Primero pasarán los preferentes, personas que pagan más dinero por ver llenarse el avión. El resto irá pasando uno a uno, tarjeta de embarque en mano y sonido de ruedas deslizándose. La fila avanza, cada vez más. Cuando solo queden 3 o 4 personas para entrar, me levantaré, respirando hondo y caminando firme hacia la azafata, siempre sonriente. Le daré mi tarjeta y mi pasaporte, me lo devolverá y me deseará un buen viaje, como si los deseos pudiesen cumplirse. El túnel empezará a tragarme, y la entrada al avión cada vez se hará más grande. Otra sonrisa me esperará en la puerta y con suerte me acompañará al asiento.

El 17B. Me sentaré al lado de algún viajante experto o seré el entretenimiento de alguien. Nunca en la ventana, no me gusta. Me pondré el cinturón sin estar segura de su eficacia. Me descalzaré y respiraré hondo, buscando algo de aire. No cerraré los ojos más que para pestañear, si los cierro pienso y si pienso me bajo. Las puertas se cerrarán y cogeré más aire. -Que despegue rápido- pensaré. Y lo repetiré hasta que se enciendan motores. Hará calor, y después frío. En el pasillo no se podrá pasear y el asiento no será cómodo. No sabré quién inventó los aviones ni de que están compuestas las nubes, y estaré a punto de echar a volar. El chaleco, el cinturón y las salidas de emergencia. Eso me tranquiliza. Salidas. El piloto hablará, dirá algo de la pista y el despegue y que ya saltamos, o salimos, no sé. Respiraré de nuevo, con sensación de menos aire y más preguntas.- Me da igual estrellarme contra la montaña más alta, lo que no quiero es quedarme sin aire dentro de esta maquina sin salida a tierra firme- me diré. Quizás lo diré en alto y el experto viajero me ofrecerá una pastilla relajante. Quizás solo lo pensaré y no habrá pastilla. Que mas dará, el problema será el aire. Tres horas a cientos de pies de distancia, encerrada y sin escapatoria esperando a que, simplemente, el oxigeno deje de entrar en mi. Trataré de distraerme, con una revista o contando las veces que los pasajeros dicen » no gracias » al catálogo de vuelo compra sin IVA. Miraré fotos de alguna revista, y buscaré con más intensidad las de paisajes, playas o árboles. Sitios donde haya aire. El tiempo irá pasando, las ciudades se irán dejando atrás y Argentina estará más cerca. Pronto encontraré aire.

Ya se acerca la azafata. Ya la gente se levanta.

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