A José se le llenaron los ojos de recuerdos. Por fin estaba en el Café Brasilero regresando de un mal sueño: la obligada salida de su Uruguay natal.

En ese rinconcito de la Ciudad Vieja reencontró una parte de su pasado, volvió a apoderarse del ayer. El lugar le pertenecía, los cafés montevideanos tienen eso, cada persona que los frecuenta los hace suyos. Estando fuera no volvió a sentir nada igual, concurrió a muchos bares, pero no eran de él.

Llegó hasta allí para visitar fantasmas. Si algún tertuliano hubiera podido escuchar sus pensamientos deduciría que lo afectaban trazas de locura; pero lejos de la realidad estaría el análisis. Lo soñó por años; aunque la parca quiso impedírselo, él igual asistió a charlar con su amigo.

Miró la lista y le costó creerlo ─Un café Galeano, por favor─ y se adelantó a la llegada de la infusión confesando sentimientos a su mágico interlocutor, a quien el tiempo y sus méritos le adjudicaron un café con nombre propio.

Le agradeció a Don Eduardo Galeano por acompañar con sus textos y sus formas tan originales de explicar lo que sucede en el mundo, a quienes les tocó convivir con otras culturas; y le narró fragmentos rotos de experiencias en sus distintas residencias. Se lo describía allí, rodeado de las mesas y sillas que los dos en el pasado, siendo tan jóvenes, frecuentaron y compartieron, que fueron de ambos. Le contaba del exilio a quien todo lo sabía, a quien también lo vivió y sufrió; pero cada uno tiene su propio exilio, no hay dos iguales, ni parecidos, José describía el suyo.

─Resultaron extremadamente duras de asimilar las noticias a través de las cuales íbamos sabiendo a quienes no veríamos más. ¡Lo de ellos sí que fue un viaje! Los enviaron al fondo del mar, o al centro de la tierra ─narró como parte de los dolores vividos, y se secó las lágrimas a la vez que revolvía el líquido, que sintió muy amargo. Observó en la superficie de la taza desdibujarse los rostros de sus viejos compañeros desaparecidos.

─Tantos años y sin embargo no disfrutamos de paisajes y sitios que nos hubiera gustado conocer; todo no se puede Eran demasiadas las tareas en las Asociaciones de compatriotas, que nos consumieron tiempo y dinero que aportamos con compromiso y amor. Juntamos montones de cosas para mandar donde sigue faltando mucho. Brindamos asistencia siempre, tanto a las familias que se quedaron en el país, como a aquellos que continuaban llegando; y también, claro, debimos trabajar de cualquier cosa para sobrevivir. Los paseos son bonitos, pero no resultaron posibles para todos los que viajamos.

─Otro café, doble por favor ─le pidió a un mozo joven─. Recordó que años atrás alguien le contó que quien tantas veces los atendió allí, se jubiló y regresó a Tacuarembó: su tierra y la de Carlos Gardel. Estaba cansado de la Capital, su viaje o su exilio, detrás de fuentes de trabajo que el interior empobrecido no le ofreció; que pocas veces ofrece.

Sandra decidió volver aún en dictadura, no aguantó, y José, a pesar del temor, comenzó a planificar todo para seguirla; pero ella se reencontró con el pasado, en otro café, y le escribió pidiéndole tiempo y espacio, cosas que el amor no tiene. Entonces llegó Ana, para salvarlo de la pena, o tal vez no.

Resumir una vida no es nada sencillo, aparecieron entre los recuerdos las conversaciones internas y entre amigos sobre la necesidad y la obligación del regreso una vez que volvió la democracia; y su decisión de no hacerlo, temeroso de no poder insertarse en lo laboral y en lo social.

─Supimos que éramos otros, que nuestro discurso, intereses, hasta las formas de expresarnos, de comer, de sentir no eran las mismas, ¿quién no cambia? Muchos de los amigos que volvieron contaron que, si bien el proceso era general, a ellos no se lo perdonaban.

Y así surgieron temas, rencores, miedos, arrepentimientos; se habían sucedido una infinidad de acontecimientos, algunos muy bellos, otros que no quiso rememorar.

José le preguntó a quien no podía darle respuestas si entendía como una incapacidad suya la imposibilidad de ser parte de las sociedades en las que vivió; aseguró haber querido frecuentar y concretar amistad con gente de otras culturas, sin lograrlo.

─Al saber que vos, Eduardo, retornado, o al decir de Mario Benedetti, desexiliado, te habías vuelto a ir de viaje, que ya no nos veríamos, se me rompió otro sueño. Comprendí que tenía que venir igual aquí a contarte lo que me pasó, a narrármelo tal vez. Trato de entender las idas y vueltas, de describirme y explicarte los hechos, para que podamos comprender lo incomprensible. Estamos mal fuera pues no es nuestro lugar; y nos sentimos peor cuando terminamos el recorrido, porque nuestro país y nuestra gente ya no son los que dejamos.

Llevó a la cita fotos de hijos y nietos, que recorrió como todo lo demás, a grandes rasgos; las pasó casi sin detenerse en ninguna, queriendo y sin querer verlas, con alegría y dolor.

Decidió despedirse de su viejo amigo. ─No dejaré de agradecerte nunca, Eduardo, el ayudarnos a pensar, a descifrar intereses, el motivarnos a participar. Tu vida es símbolo de compromiso, y a través de tus viajes por el mundo, absorbiendo el alma de la gente que se cruzó en tu camino, aprendiste y nos explicaste el porqué de lo que fuimos y somos los seres humanos.

Ya en la calle, ésa que tanto añoró, José miró ansioso los rostros que se le atravesaban queriendo reconocerlos; pero vio miedo, algo que en su barrio jamás había percibido. Caminó sin reconocer nada, solo algunas puertas de casas abandonadas. No sabía a dónde ir. El viento le golpeaba el rostro, que los recuerdos le habían humedecido, y entendió que estaba solo, que nada sería igual, supo cuánto iba a extrañar su vida en Madrid y Alicante, su exilio.

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