A mi lado se sentó un hombre. Su conversación era fluida. Dijo que era marino mercante, que había viajado por todo el mundo. Me habló de la rosa de los vientos, de la bitácora, del octante. Me contó historias mitológicas y leyendas marineras que me tenían encandilada. Su voz era rica en matices, su porte arrogante y su sonrisa pasaba rápida transformándose en la mueca que el relato de turno requería.

Pero quizá el secreto de la innegable atracción del viejo marino fuese su rostro. Los surcos de sus mejillas, los pliegues de su cuello, esos ojos hundidos que arrugaba sin cerrarlos cuando emitía un sonido gutural que quería ser un suspiro. No podía dejar de mirarle, todo ello me parecían señales evidentes de sucesos repletos de misterio.

El traqueteo del tren y el cansancio me vencieron, a pesar de mis esfuerzos por mantenerme espabilada. Aun así percibí, en el dulzor del primer sueño, un ligero perfume de brea en una mano tosca que acariciaba mi pelo.

Al despertar ya no estaba aquel hombre, pero la fascinación que me produjeron sus historias, se mantuvo hasta llegar a mí destino.

Enamorada de la cultura celta, había decidido viajar a Galicia. Quería impregnarme de los hechizos de sus bosques, visitar el monte Pindo, buscar reminiscencias de su arte, los mitos, los símbolos y sobre todo, los ecos de sus emociones en la música.

Asistí a un concierto. Cinco hombres y una mujer llenaron el escenario. Gaitas, violín, tamboril, conchas marinas y una voz, la de ella.

Empezó acariciando el ocaso con un vaivén de notas combinadas mágicamente, meciéndonos, transportándonos a mundos infinitos. Después nos exaltaba, nos hacía bailar, llorar o reír, al fundirnos con la poesía de sus canciones.

Cesó el violín, cesaron las gaitas y la voz se fue diluyendo poco a poco, hasta el final de una nota arrastrada.

No hubo vítores ni bravos, el respeto del silencio aplaudía por nosotros. Fueron unos segundos, después una gran ovación.

La música, la danza y el vino embriagaron mis sentidos y atraída por el rítmico chocar del mar contra las rocas, llegué al acantilado. Era noche de niebla temprana, solo el escaso resplandor de una luna menguante acompañaba mi anhelo, el deseo de sorber el momento como si de un brebaje preparado por dioses se tratara y que me hiciera retener para siempre, la magia de lo vivido.

Aun no sé cómo, pero a pesar de lo abrupto del camino, conseguí llegar a la playa. Metí los pies en el agua y caminé. La noche se había tragado el horizonte y hasta la espuma de las olas parecía negra. Tropecé con algo y caí, quise levantarme y una ola me derribó de nuevo. Había subido la marea y estaba lejos de la orilla, el viento bramaba y el batir de las olas se escuchaba, pero además había un sonido hipnótico que penetraba más allá de mis oídos. Vi a pesar de la oscuridad, que algo brillaba bajo el agua enredándose entre mis piernas. Lo que quiera que fuese aquello, merodeaba a mi alrededor impidiéndome retroceder o avanzar, como si su objetivo fuese atarme con una cuerda invisible. Quise apartarlo con las manos chapoteando en el agua y logré rozar algo viscoso que rápidamente se alejó, dejando una larga estela plateada.

Quería salir pero estaba totalmente desorientada por la oscuridad, por un momento me pareció que alguien tiraba de mí. Con la voluntad anulada por el miedo, me dejé llevar por aquella extraña fuerza que me arrastraba.

Llegué a la orilla desfallecida y me tumbé en la arena. Quise serenarme, el aturdimiento no me dejaba razonar y quedé sumida en una especie de letargo semi consciente.

Apuntaba el alba, tenía frio y pensé que debía regresar al pueblo. Al incorporarme, un ligero mareo me paralizó un instante y cerré los ojos. Me pareció notar el aliento de un suspiro quejicoso y en el aire un suave olor a brea.

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