Aquel viaje estaba terminando, a ella solo le quedaba un día y se había propuesto nada más que aprovecharlo.

Se levantó temprano y recorrió en silencio los pocos kilómetros que la separaban de aquel pueblo. Al llegar descubrió que tenía que subir muchos peldaños para conocer el casco histórico y sintió que cada paso la acercaba a otros tiempos y a otros sueños.

Cuando se sentó en ese banco de la plaza, no imaginó que la música la invadiría tan profundamente y que la vida casi le cambiaría para siempre.

Ella solo pensaba descansar un rato para seguir después el recorrido por el pueblo y él no tenía más plan que tocar allí la guitarra, como cada mañana, invitando a los turistas a disfrutar un momento del encanto de su música.

De pronto, y casi sin querer, sus miradas se cruzaron y de a poco también algunas palabras. En un corto tiempo se dijeron quienes eran, que hacían y de algún modo también de que se escapaba cada uno. Ella andaba por aquel tiempo con la vida en pedacitos, había cruzado el océano dejando atrás todas sus seguridades, aventurándose solo para encontrarse. Él en cambio, nunca se había ido de allí, no conocía ciudades ni países y la soledad, como la música, eran su vida.

Poco fue el tiempo que pudieron compartir aquella mañana de martes. Él tenía que volver a trabajar y ella sabía que, sin más, debía concluir el recorrido.

Ninguno de los dos supo bien por qué, desde aquel día se recordaron intensamente. Él sintiendo que se habría enamorado de ella como quizás nunca lo hizo de nadie; ella imaginando que tal vez otra hubiera sido la historia si solo hubiese tenido un día más en ese viaje. Y ambos convencidos de que, indefectiblemente algunas cosas ocurren a destiempo.

Heliana

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