Viernes, 16.30
Viajo en un autobús destartalado para ver la puesta del sol en Santmandú. Desde que salimos de la terminal, el chófer se ha empecinado en cantar a gritos en un idioma extraño. La sensación que desafina es insoportable, creo que algunos pasajeros ya quieren lincharlo. Los detengo con algunas señas procaces, alegando un poco de tolerancia global hacia los ritmos exóticos y étnicos.
Las pendientes inyectan velocidad sincronizada y el chófer grita amenazándonos con un manejo insalubre «¡Miren, miren lo que hago con un ojo cerrado y el pie izquierdo!».
En cada trayecto, imagino nuestras partes corporales entremezclados con el hierro. La sangre coagulada deslizándose por los cristales de las ventanillas y los bomberos recogiendo carne humeante. Recuerdo la foto en el periódico, de mi tío motoquero, estampado contra el pavimento cuando su cabeza rodó con casco puesto y terminó adentro de un gran charco de barro. Pienso en pedirle al chófer que detenga la marcha pero un señor sentado a mi lado me detiene y dice: «No intente hacer nada contra el destino, no somos nada, así es la vida», y me convence.
En el walkman selecciono una canción de Sepultura, rock duro bien dark, acorde con la situación. Me acomodo en el asiento y me visualizo manejando el bus, aún a mayor velocidad hasta que todos sonrientes, nos precipitamos en el vacío, en una muerte colectiva. Total, a mi los sueños nunca se me cumplen. De tantas vueltas por la carretera, el señor mayor se descompone.
Sábado, 09.12 am
Llego a Santmandú, aún sedado y caliente, por los vómitos de mi acompañante. Tomo un taxi. Frente al único semáforo artesanal que funciona a pedal, la policía me detiene, puesto que restos del arroz de la arcada del acompañante, aún permanece pegado en mi cara y lo confunden con lepra. «¡Estoy sano, es solo un vomito de uno que viajaba a mi lado en el bus!» objeto, pero es en vano. Me conducen a la comisaría. El lugar esta abarrotado de mochileros que leen a Kerouac y recitan en voz alta poemas de Bukowski. Me conducen a una ronda de prisioneros y una testigo me acusa injustamente de comerme una vaca porque allí es sagrada. Mientras trato de hilvanar ideas, recuerdo consejos del libro «Como ganar amigos e influir en las personas». Les agradezco que me hayan detenido. Me miran desconcertados. «Yo, en vuestro lugar hubiera hecho lo mismo», respondo. «Está tratando de engañarnos», dice uno de los uniformados, «yo leí ese libro y dice que hay que tratar al otro como si fuese importante y no mentirle». El pánico escénico se acrecienta. Me preguntan los motivos de mi viaje y respondo que he venido a ver la puesta del sol en Santmandú. Es un ritual que viene de mi bisabuelo que era anarquista naturalista vegano. Eso parece convencerlos. Ya lo dijo un escritor ruso: «Pinta tu aldea y los tontos se emocionarán cuando hables del abuelo». Aprovecho para inventarle una historia, hablo de como mi antecesor recorrió mundo cazando puesta de soles.
Sábado, 17.13 pm
Por fin me dejan en libertad con la promesa de mandarles fotos. Les anoto los mails.¡Tendré nuevos amigos en Facebook e Instagram!. Como algo raro en un bar sobre la acera. El lugar esta abarrotado de gente variopinta: Un levitador manco haciendo la parada de mano. Una serpiente encantadora de humanos que emergen de un canasto donde presuntamente se los ha comido. Un político que no es hipócrita y bebe Acuarius. Un enano contorsionista cuyo objetivo es succionarse el miembro. Un poeta que recita una antología de haikus manchegos. Una mujer con nariz de elefante y seis brazos cruzados. Un marine que pelea en nombre de un dios bondadoso. Un anti sistema con un iphone. Un penitente que flagela su sombra y come pizza en los intervalos. Un maestro zen shaolin que lleva una imagen del Che en la túnica. Pero una anciana me llama la atención. Está acompañada de una gata amarilla con manchas negras que come del mismo plato que ella. La imagen me enternece. De pronto extrae un cuchillo de la alforja y se lo clava en el vientre al gato. Arranca las tripas y se las devora con ansiedad. ¡Qué asco! Miro en otra dirección. El camarero se acerca: «Tranquilo forastero, es la costumbre de aquí, comerse una mascota, usted lo está haciendo ahora…» Pierdo el conocimiento por náusea violenta.
Sábado,23.44 pm
Aparezco en una camilla del ambulatorio. Me han llevado hasta allí almas caritativas que a cambio vaciaron toda mi billetera. Sin tarjeta y pasaporte. El médico que me atiende se interesa por mi país. «Siempre lo he querido conocer, ustedes eran el granero del mundo qué pena…», dice. A cambio de contarle mitos nacionales, le pido que me preste dinero. Luego me invita a un bar donde toca Ravii-Hankar, un músico de la ciudad. En el escenario, un faquir, canta en un aullido de lobo la canción «California Somnolienta». Todos bailan sin parar. Entra en escena una mujer. ¿Es la misma que devoró anteriormente la mascota? Toma el micrófono y comienza maullar. El público vuelve a aplaudir y ella agradece tirándose ruidosos pedos. Vaya costumbres raras que tienen aquí, pienso.
Domingo,18.05 pm
Estoy esperando para cruzar el puente colgante en dirección oeste, sentado en una gran piedra. «¡Salga de ahí, es piedra sagrada!», grita un pastor de mascotas que ocasionalmente pasaba. No le hago caso. Estos nativos son insufribles maleducados. El pastor se acerca y me intimida con un perro. Parece rabioso. «¡Retírese del lugar sagrado o le arrojo este animal en mal estado!» Saco unos billetes y se los doy. Todo hombre tiene su precio. Él cree que deseo comprarlo y me deja el animal a cambio. Cruzo el puente. La sola idea de abandonarlo, me produce escozor en el corazón. ¿Y si luego se lo comen? Ya está, igual me lo quedo. En el lado oscuro de las montañas, le susurro en silencio: «Tengo una corazonada, seremos buenos amigos viendo caer el sol».
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