Esta vida que se me va olvidando

Esta vida que se me va olvidando

Vita Reyna

11/06/2018

Esmeralda siempre fue una persona sensata, no le importaba en lo absoluto el que la vida fuera simple y rápida, el que las cosas simplemente pasarán, que no hay mucho que esperar, en realidad, no hay mucho esperándonos una vez llegamos y una vez nos vamos. Tal vez por eso nunca le llamó la atención profesar alguna religión, tal vez por eso los dioses y las diosas le resultaban tan empalagosos. O tal vez simplemente era una persona sin mucha personalidad, depende de quién le hable.

Así que cuando su facultad la contactó para informarle que había sido aceptada para una beca para estudiar en Barcelona, no le dio muchas vuelta al asunto y comenzó a investigar buenas librerías cerca de donde se iba a quedar.

– ¿Barcelona?, ¿no crees que será muy difícil?, tan lejos de casa y sin conocer a nadie.

– Cuando esté allá conoceré gente, todos mis amigos fueron extraños alguna vez.

– ¿Y ya has hablado con tu padre?, sabes que nunca le ha agradado la idea de que te vayas tan lejos.

– Pues una vez que tenga la beca no podrá decirme que no.

Su madre siempre fue la más lógica en la familia, nunca le prohibió cosas sin una razón argumentada, ni le dio más importancia de lo necesario a eventos triviales. Su padre, sin embargo, era un poco más cauteloso en cuanto a incertidumbres cotidianas.

Pero Esmeralda sabía, a diferencia de su padre, que no estaba huyendo ni soñando con futuros irreales; viajar nunca es malo, y, tan simple y poco romántico como suena, ella simplemente quería su maestría en esa universidad; el programa le agradaba bastante.

Y a las personas les gusta complicarse las cosas, no pueden aceptar que muchas decisiones son tomadas sin razones ulteriores y demonios escondidos de por medio.

Una vez en el avión, una mujer de largo cabello rojo llamó su atención; era toda una caricatura, de esas que te encuentras en un filme independiente por la madrugada. Le sabía a margaritas, dulces de fresa y cafés de esos de muy mala calidad y muy alto precio. La pelirroja leía un libro de romances épicos, de esos que son muy bonitos pero mueren jóvenes. La hizo sonreír, la caricatura, tan inocente en su llanto por la ruptura de la pareja principal.

Eso de observar personajes se le estaba haciendo un hábito a Esmeralda, desde que cayó en la cuenta de que sólo iba a la cafetería a dos cuadras de su casa a beber café mientras le inventaba vidas a caras extrañas, se preguntó si lo hacía por aburrimiento o por infantil distracción. Pero decidió no darle demasiadas vueltas al asunto.

En su tercer día en Barcelona, Esmeralda tuvo un encuentro un tanto diferente.

Esmeralda se hallaba en una pequeña librería, una de esas que sólo existen en pueblos chiquitos, ahí, al final de la calle. Cuentitos, épicos y romances yacían en las estanterías, encima de los muebles y en las manos de Esmeralda; era un pequeño paraíso, uno sin eternidad ni palabras bonitas. Una joven entró a la tiendita, vestía un vestido azul, una diadema negra y una bolsa café; era una de esas habitantes de la melancolía, que buscan finales felices y muertes heroicas para olvidar la rutina, de esas personas que suspiran cuando piensan en amores perdidos y en cafés al mediodía. Su nombre era Raquel, se lo dijo por sobre una novela de romances muertos y atardeceres húmedos, le gustaba el color del labial de Esmeralda, “Queda perfecto con tus ojos”.

Y el encuentro se extendió, se convirtió en un tumulto de cosas atrapadas entre hola y adiós; entre días que no se acaban y calores que entorpecen, Esmeralda se fue enamorando de las cositas que seguían a Raquel al caminar; todos esos gestos, esas palabras que el viento se tragaba y que sólo Esmeralda escuchaba. Se conocieron con olor a páginas viejas envolviéndolas, “¿No te encanta?”

Sus conversaciones no variaban mucho, se mantenían atadas a trivialidades, historias que nunca sucedieron y recomendaciones de cancioncitas raras que encuentras por la tarde cuando el aburrimiento te come lentamente. Pero así las hacían, todas esas letras y palabras; así se conocieron.

– Me encanta tu perfume.

– ¡Oh!, gracias, usualmente la gente no va con lo que huele, ¿sabes?, como si fuesen extraños de lo que pretenden ser.

En los días que siguieron se fueron hablando un poco de más palabras, un poco de más sonrisas. Así Raquel le contó sobre sus días de infancia y sus sueños de estudiante; cuando era valiente y el futuro no le aterraba. Esmeralda le contó sobre su familia y sus arrepentimientos; lo que la seguía todas las noches hasta la cama. Y se dieron cuenta que podrían ser más que conversaciones, café y letras.

Lo que fueron fue extraño, como si hubiese soñado un pedazo de vida de alguien más, aquellas semanas se le fueron casi ajenas a su cuerpo, pero tan pegadas a su felicidad. Y Esmeralda se veía al espejo sin verse, tan solo pensando en esas cosas que dijo, que vio y que sintió.

Ya de regreso en casa, por las noches la soñaba, se sentía otra vez en Barcelona no más sola en un viaje que nunca acaba. Y la imagen de Raquel leyendo un libro entre polvo y con el atardecer por la ventana se le quedó en las esquinas de la mente por siempre acompañándola.

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