–“Señoras y señores pasajeros en este preciso instante estamos cruzando la línea del ecuador”.– El comentario del comandante provocó que casi todos se asomaran por las ventanillas–.”Les recuerdo que es una línea imaginaria que delimita ambos hemisferios.”– Las risas afloraron en muchos de los pasajeros, mientras otros insistían en verla.

John era de los primeros; su experiencia como piloto le permitía saber qué se divisa desde miles de pies de altura y el significado de cruzar alguno de esos ficticios trazos, delineados sobre un mapa con un criterio que se le escapaba. Para él debería existir alguien con suficiente coraje para borrarlos todos.

Miró a través de su whisky y su mente le transportó:

–“Atención, aquí ‘cuervo rojo’— la voz del capitán resonó en su auricular–, acabamos de cruzar la frontera; los antiaéreos nos localizarán en breve. Nuestras órdenes son precisas: dejar los regalos de navidad sobre el objetivo y volver. ¿Entendido?”

Los integrantes de aquella incursión dieron su ‘ok’ y la incertidumbre se adueñó de la situación, aunque por solo unos minutos: las detonaciones con sus respectivas nubes blancas, como sacos de harina explotando, les envolvieron.

Fue la azafata quién le trajo al presente: “Pongan sus respaldos en posición vertical y abróchense los cinturones, en breve tomaremos tierra.”.

Cuando el avión hacía la maniobra de acercamiento John se aferró a su asiento y unos temblores invadieron sus labios y rodillas al contemplar su cuerpo, empapado en sudor, ubicado de nuevo en aquel caza. El deseo de que todo acabara oprimía su pecho, haciendo de su respiración un jadeo entrecortado. El golpe provocado por el tren de aterrizaje antes de comenzar la rodadura le despertó de su mal sueño.

John, ajeno al bullicio, únicamente escuchaba el roce de las ruedas de su maleta y el bramido de sus tripas fruto de la desazón. La última vez que estuvo con su hijo el muro que les separaba solo les permitió comunicarse a través de las nimias rendijas que ofrecía.

–Hola George, ¿qué tal la universidad?

–No insistas, sabes bien que se trata de una escuela militar para pilotos– le recriminó.

–Perdona…Por cierto, me gustaría conocer dónde vives, a tus amigos y a tu novia; porque… tendrás novia, ¿no?

–Pues no– dijo con brusquedad. Después de suspirar sugirió–: Había pensado en visitar New York; en navidades es digno de ver. ¿Qué opinas?

–Tú mandas. Ah, te he traído algo– George desenvolviendo el regalo comprobó que se trataba de un libro: ‘La vuelta al mundo en 80 días’, y se lo agradeció con un frío abrazo–. ¿Y tu madre…? ¿Ya ha encontrado a alguien? Seguro que pretendientes no le faltarán.– El semblante sombrío de su hijo denotaba que prefería evitar el tema.

–¿Qué tal el vuelo? Son muchas horas.

–Sí, pero ha merecido la pena.– Y esbozó una sonrisa–. Apreté a fondo el pie del acelerador y… ya sabes…

–Pues sí. El tiempo nos permite descubrir muchas cosas.– Aquella frase sorprendió al padre.

John suplantó el paisaje ofrecido tras la ventanilla del autobús por otro: un mar de nubes. Otra vez en su caza cuando, fruto del pánico, desobedecía a su capitán deshaciéndose de las bombas donde nadie recibiera tan cruel regalo y dando la vuelta.

–¿Estás bien?

–Sí, muy bien– alcanzó a balbucear John.

–¿Qué te parece compartir una habitación?

–Me parece perfecto, así estaremos más tiempo juntos…

–Para mañana podríamos recorrer los barrios periféricos– propuso George–. Notar sus contrastes. Pasar de un mundo a su antagónico al cruzar una simple calle…– Su entusiasmo desmesurado dejó perplejo a John–. En unos existen mansiones flanqueadas por meros setos, y al atravesar un paso de cebra te das de bruces con edificaciones quejumbrosas cercadas con vallas de espinos; lo curioso es que no están ahí para impedir que roben, sino para que nadie entre a esconderse. ¿Te lo puedes creer?– John no se atrevía a intervenir–. Y qué decir de sus creencias– prosiguió–. Los más peculiares, los judíos ultra ortodoxos; ya su vestimenta y peinados les identifica.– George, como si se tratara de una confidencia, bajó el volumen–: ¿Sabías que sus mujeres, al casarse, se rapan el pelo, cubriéndose después con pelucas y pañuelos…? Consideran que sus cabellos son una provocación sexual para el resto de hombres. ¡Increíble!

Escuchando a su hijo recordaría qué le motivó para hacerse piloto; fueron el padre y el abuelo de su entonces novia. Le cautivaron sus heroicidades y, ¡cómo no!, sus uniformes. Pero el resultado fue bien distinto: él pasaría por un consejo de guerra al deshonrar no solo a su país. No le quedó más remedio que emigrar– ¿o quizás huir?–. Aún así transformó el sufrimiento de dejar todo atrás en fortaleza y allí estaba.

El resto de días percibieron la brisa proveniente del viejo continente en la Estatua de la Libertad, se entremezclaron con otras razas en ‘Time Square’, pisaron otros países: ‘Little Italy’ y el barrio chino, acariciaron el cielo desde el ‘Empire State’, hinchieron sus pulmones en ‘Central Park’ y percibieron la impotencia concentrada en la ‘Zona Cero’.

Fue al despedirse cuando su hijo le confesó, como primicia, que abandonaría la academia militar para convertirse en guía turístico.

–¿De veras? Va a ser un cambio radical– dijo John estupefacto.

–Sí, los juegos de guerra no van conmigo. Además, he conocido a alguien…

–Vaya. O sea que…– Los ojos de John cobraron un brillo especial–. Está claro que no se puede luchar contra ciertos contrincantes… ¿Lo sabe tu madre?

–Todavía no; creo que verás el humo desde la lejanía– dijo con sarcasmo.

–Estaré atento… Bueno, debo confesarte que han sido unos días inolvidables. Espero repetirlos, pero la próxima vez serás tú quién cruce las fronteras que nos separan. ¿Vale?– le propuso John.

–Por supuesto papá. Tengo ganas de conocer dónde vives, a tus amigos y a tu novia; porque… tendrás novia, ¿no?– George le sonrió y se fundieron en un cálido abrazo. Tras soltarse de él, Jonh cogió su maleta y se dirigió a la puerta de embarque sin poder reprimir las lágrimas.

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