El duermevela del guardagujas

El duermevela del guardagujas

Marc Renton

04/05/2018

Medardo no lograba conciliar el sueño. En parte porque el cuerpo le dolía como si un ejército de soldados sin rostro le hubiera dado una paliza -que era exactamente lo que había sucedido-, pero principalmente por un dilema ético y vital que le rasgaba los sesos desde sus adentros. Cuando se giraba en la cama, siempre con cuidado de no despertar a su esposa Juanita, una tormenta de punzadas le azotaba el torso y las extremidades. Era la consecuencia de un sinfín de puntapiés y puñetazos recibidos mientras él se hacía un ovillo en el suelo. Cuando la muerte se siente tan cercana, pensó Medardo, lo único que deseas es volver a la tripa de tu madre, segura y cálida como un verso de Machado.

La jornada laboral había empezado como cualquier otra, sin sobresaltos a pesar de la guerra civil que azotaba el país. Caminando al lado de la vía del tren, a Medardo le dolía su amada España, rota y enfrentada. No comprendía el fratricidio entre republicanos y sublevados; él amaba la República con todo su corazón obrero, aunque nunca mataría por ella. Del mismo modo, le parecía una abominación que la mitad del país intentara matar a la otra mitad para derrocar un sistema de gobierno que, al fin y al cabo, no era más que la voluntad del pueblo. Sus cavilaciones, como las vías del tren, se perdían en el horizonte, huérfanas de estación de destino.

Medardo llegó a su lugar de trabajo, situado en mitad de un páramo. Junto a una bifurcación de las vías se encontraba el cambio de agujas que decidía en qué dirección iban los trenes y un pequeño cobertizo en el que Medardo se protegía del inmisericorde sol de la Salamanca profunda. En un papel, escrito con mala letra -Medardo apenas fue un par de años al colegio-, tenía apuntados los trenes del día, su hora de llegada al desvío y la dirección que debían tomar: hacia Madrid o hacia Extremadura. Medardo era alto y poseedor de una fuerza notable, imprescindible para su trabajo; solo unas manos recias, unos brazos como secuoyas y una espalda pétrea podían mover esa gran aguja. Doce horas diarias realizando esta tarea, a la intemperie además, habían envejecido mucho a Medardo. Aparentaba diez años más de los treinta y cuatro que tenía.

Tras cinco cambios de aguja y comerse el bocadillo de panceta que le preparaba a diario Juanita, Medardo recibió la visita que hacia tantos meses que esperaba. Eran ocho hombres, aunque solo uno habló. No hizo falta que se presentara como teniente coronel del ejército franquista, puesto que Medardo había reconocido su camisa parda y las insignias que en ella portaba. Si no habían ido a hablar con él antes era porque no tenían suficiente fuerza en el terreno para mostrarse a pecho descubierto; las tornas de la guerra estaban cambiando. El cabecilla del grupo cogió el papel en el que Medardo tenía apuntados todos los trenes y lo rompió en mil pedazos, ante las risas de sus secuaces. «Olvídate de todo esto», le dijo a Medardo, «tú solo encárgate de que el tren de mañana a primera hora con destino a Madrid cambié de dirección y vaya a Extremadura». Medardo supo al instante que ese tren debía transportar algo valioso para la resistencia republicana en Madrid: armas, munición, oro quizás. «Yo no puedo hacer eso, señor, estaría incumpliendo mi obligación como guardagujas», respondió Medardo. En ese momento, el teniente coronel resopló mirando al suelo y acto seguido sacó su pistola de la funda de cuero que llevaba en la cintura. Encañonó en la frente a Medardo. «¿No serás un maldito rojo, verdad?», le preguntó. «Sí, lo soy», pensó Medardo. «No, no lo soy», salió de su boca. «Bien, pues que ese puto tren no llegue a Madrid. Y si llega, que sepas que una de las balas de este revólver llegará también a tu cerebro», concluyó amenazante el teniente coronel, que apartó la pistola de la cabeza de Medardo no sin antes empujarle la cabeza hacia atrás con el arma. Con un gesto de cabeza señalando a Medardo, el teniente coronel dio orden a sus soldados para que propinaran una tunda al cambiagujas a modo de advertencia. Cayeron los golpes sobre Medardo como un alud de nieve por una vertiente sin final.

Medardo se levantó de la cama. Fue a asearse al lavabo tras besar la frente de Juanita. Antes de entrar al baño, observó como su mujer respiraba tranquila en su sueño profundo, el mismo sueño que él no había degustado en toda la noche. Se sintió feliz al verla en paz, tan bonita, tan diferente al país que los había visto nacer, crecer y casarse. Ya en el lavabo, se quitó el camisón y los pantalones del pijama, dejando su cuerpo al descubierto. Los moratones producidos en la paliza del día anterior cubrían toda su piel. Su tonalidad violeta le recordó a la bandera republicana, la misma que esos días algunos ondeaban orgullosos y otros quemaban con rabia. Medardo sonrió, a sabiendas de que el color de esos moratones coincida con la decisión que había tomado durante su duermevuela.

Salió de casa, dirigiéndose a las vías del tren. Caminó a su lado, como cualquier otro día. Aunque ese no era un día cualquiera. Medardo llegaría a su lugar de trabajo y cumpliría con su labor. Sus brazos moverían esas agujas de tal modo que el tren llegara a Madrid y no a Extremadura, desoyendo las órdenes del teniente coronel. Conocía lo que acarreaba esa determinación, y estaba tranquilo con ello. Medardo nunca mataría por la República, pero sí estaba dispuesto a morir por ella.

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