Eva despachaba pan en una tienda de barrio. Con una mueca amable bajaba la mirada devolviendo el cambio al cliente. A veces subía de cuatro en cuatro las bolsas de los estantes para ir más rápido. Había días que se transformaba en mujer-vaca acarreando cajas de cien quilos en la trastienda del horno, preparando tartas de cumpleaños, colocando pedidos en las vitrinas y escuchando las quejas de la jefa. Trabajaba desde las siete de la mañana hasta las tres de la tarde y ganaba seiscientos euros al mes. Descansaba los martes.

Cuando llegaba a casa comía lo que había cocinado la noche de antes. Recogía rápido y se marchaba volando porque debía estar en la peluquería a las cinco de la tarde, allí trabajaba lavando cabezas a mujeres perfectas. Estudió estilismo y maquillaje pero no había tenido ocasión de estrenarse como peluquera a sus treinta años. Su amiga Lauri le pagaba por cuatro horas de trabajo cien euros a la semana y no la tenía contratada. Descansaba los domingos.

Por la noche cerraba la puerta con doble vuelta y un gran cerrojo que le puso su hermano para sentirse algo más segura.Vagamente, con desgana y un poco tristona se dirigía a la cocina, con lo pies hinchados, la mirada extasiada y las manos cubiertas por la psoriasis, escocidas y deformadas. Bebía dos vasos de agua, se comía un tomate con sal y se refugiaba en el sofá del salón.

Eva se escondía en una docilidad absurda y experimentaba una mística imaginaria para poder soportar año tras año la rutina de su vida. Ella pensaba que el mundo le estaba perjudicando con respecto a su verdadera vocación; bailarina. Nunca progresó en su proyecto de vida, dado que necesitaba trabajar para pagar las facturas, y después de tantos años se cerró en una locura cotidiana, una mujer insatisfecha, resentida, incómoda, furiosa, desilusionada y algo enloquecida, por lo que se convertía en minimalista de madrugada.

Durante la noche, el tiempo era un retroceso notable en estado somnoliento y se convertía en una bonita realidad al dormir en un sueño profundo y elocuente. Tapada con la manta de cuadros que le tricotó la abuela María, acurrucada en su pequeña habitación sucumbía a un estado desconocido, placentero, nada que ver con su mundo real y verdadero.

La luna de otoño crecía en el bosque, sentada en el porche leía una novela y era testigo de una aventura de amor de la que de antemano, sabía que no iba a ser protagonista, pero pese a los sueños se dejaba llevar envolviéndose en palabras de amor, de deseo y de romanticismo excesivo. Quedaba convencida de que era amada por un ser especial de pueblo o de ciudad, con fortuna o sin ella, cuyas manos emanaban perfume que expandía por su cuerpo y que nada interrumpía su trayecto. Como mujer merecía vivir una felicidad infinita y estaba dispuesta a disfrutar del fuego devorador del protagonista de la novela, abrir los ojos los domingos por la mañana entre unos brazos musculosos, exhalando el aliento de la aventura y sobreviviendo a la secreción de la adrenalina.

A la mañana siguiente Eva despertaba tras un sueño dulzón y una leve sonrisa. Contenía la respiración, miraba las ropas de su cuarto, la ventana sin cortina, observaba su cuerpo escuálido y sus manos doloridas, mientras preparaba el café en la cocina.

Sobrevivía envuelta en sus pensamientos y analizaba con tristeza, de dónde venía y hacia dónde iba. Merecía descubrir un nuevo día, pero la atmósfera pintaba semejante al día anterior y al otro, y a la semana pasada, al mes pasado y a un año, dos o tres. Dejándose caer al suelo lloró sin consuelo. Su rostro contraído y sus mejillas se enfangaron por las babas y las lágrimas, pataleó y advirtió muy preocupada que la juventud se le estaba pasando y que nadie cambiaría el mundo si no lo hacía ella.

Entre sollozos, las pupilas enrojecidas y las manos temblorosas, Eva perdía el interés por su propio discurso y se aferraba a la desdicha y la melancolía. Estaba acomplejada por sus defectos físicos, se obligaba a creer que solo la tibieza de su corazón representaba la salvación, se encogió de hombros, se acomodó en la butaca, bebió el café frío, comió pastel de jamón y de postre eligió unas uvas.

El reloj corría pero ella ya no tenía prisa. Se miró en el espejo del cuarto de baño como todos los días lo había hecho hasta hoy. Veía una realidad a la que ya no quería regresar, se estaba desviando del camino y aún estando segura de que era la hora para ir a trabajar, juraba y mantenía que pronto se haría de noche y que sería protagonista de una situación disparatada, donde tendría una cita con su nuevo acompañante, el cual la amaría con locura y pasión. Las voces del día nunca la llamarían del ensueño.

La mujer se permitió dormir profundamente y el trabajo se quedó como una cicatriz que se cierra. Ya no la despertaría el gallo los domingos por la mañana, porque la conciencia de Eva no tenía miedo a extraviarse y los sueños se convertirían en pesadillas nocturnas.


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