Aquella funesta mañana venía de darme un masaje de manos, brazos, hombros, cuello y cara. Al ver el libreto de La casa de Bernarda Alba sentí un ataque de alegría, pensé que iba a interpretar a Adela. “Eres una Bernarda Alba soberbia. Un papelón para tu nueva etapa, no te quejarás” dijo la directora mientras me sujetaba por los hombros y me miraba a los ojos. Detrás de ella apareció una chica morena, guapísima, casi una niña. Adela. “¿Nueva etapa?” fue lo único que pude decir.

Dos días de ensayos bastaron para que me entrasen escalofríos nocturnos. Me sentía como una impostora, no encontraba la conexión con la vejez de Bernarda. Moverme como ella me costaba menos, podía incluso mantener el cuello en permanente alerta: soy una buena actriz. Pero no lograba amargarme la cara ni que mi voz sonara desgastada. Ni sabía cómo conseguirlo. Sorprendentemente, según todos, mi actuación era sublime. No lo entendía. Pero no lo demostraba, aceptaba los halagos y seguíamos el ensayo. “Has estado espléndida”, un día más.

Sin embargo cada día retrasaba más el momento de dejar mi casa. Cerrar la puerta, bajar las escaleras y salir a la calle se convertía en un reto. Entrar en el teatro era la culminación de aquel reto y el comienzo del arrepentimiento. Pero nunca me volví atrás, avanzaba despacio por el pasillo del patio de butacas y olía el perfume de madera, terciopelo y moqueta. Sobre el escenario lo mismo veía a Adela muy seria con las manos en la cintura, Adela en un descanso con un técnico de luces, Adela con una botella de agua en los labios, daba igual. Siempre sentía una punzada en los ojos que me hacía bajarlos. Pero no dejaba de acercarme al escenario para entrar en ese lado de la realidad donde yo era quien era. Saludaba a todos y tras unos minutos de calentamiento, agarraba el bastón y comenzaba a intentar ser la mujer ácima y vieja. “¡Silencio!”.El bastón se convirtió en un punto de apoyo que iba más allá de lo simbólico: creé una dependencia de él. En cada escena lo necesitaba para algo, aunque aquello no estuviera escrito en parte alguna. Si me quedaba sin voz lo golpeaba contra el suelo, si me temblaban las piernas lo clavaba entre mis pies, si me fallaba la memoria lo agitaba en el aire. Acabé durmiendo con él.

Hoy estrenamos. No sé si me temblarán las piernas o la voz. Me miro en el espejo, veo una cara sombría, con la mandíbula tensa, las pupilas dilatadas. No sé si quiero ser Bernarda. Acaricio el bastón, lo clavo en el suelo, me apoyo en él y voy despacio a la salida de emergencia. Imagino a las actrices en tensión sobre el escenario, las primeras toses del público, el desconcierto de la directora y del regidor.

Respiro con alivio el aire de la calle y paro un taxi. El taxista acerca el coche, se baja, “déjeme ayudarla, señora” dice, pero yo lo rechazo con un gesto brusco. Dentro huele a jabón antiguo. Él no deja de hablar, yo no dejo de mirar sus ojos en el retrovisor. Se llama Pepe y no ha ido nunca al teatro porque su abuela le inculcó que ahorrara la mitad de lo que ganase, “y mi abuela en paz descanse, oiga: sa-gra-da. Ni a un partido de fútbol he ido tampoco, eh” dice mientras levanta el índice sin soltar el volante, “usted me la recuerda” y sigue hablando de su abuela. Yo me quito la máscara de arrugas, me suelto el pelo, abro la ventanilla. Tiro el bastón. Lo veo saltar antes de partirse en dos en medio del carril bus. Pepe se calla de golpe. Miro el retrovisor, noto miedo en sus ojos.

Solo se oye el motor del coche mientras observo los edificios estrafalarios de aquella parte de la ciudad. Pensaba mudarme a uno de ellos. Ya no podré. “Su abuela le dio un consejo estupendo” le digo a Pepe. Él no aparta la mirada del frente ni dice nada, solo entorna un poco los ojos. “¿A qué se dedicaba su abuela?”, pero él me ignora y enciende la radio. Una ginecóloga explica los síntomas de la menopausia. Siento un calor tremendo. Veo el portal de mi casa, “pare aquí”. Pepe frena con suavidad y sin mirarme señala el taxímetro. Yo sonrío al cuello de su camisa. “No llevo el bolso, subo a casa un momento ¿vale?”. Pepe hace un gesto con la mano, salgo, cierro la puerta y él arranca bastante rápido. Me quedo clavada en la acera, no puedo despegar los ojos de la luz verde alejándose.

Oigo un frenazo a mi lado y me doy la vuelta. Dos guardias civiles se bajan de un coche blanco y verde. “Señora, ha arrojado un objeto a la vía pública desde el interior de un vehículo en marcha. Su DNI, por favor” dice uno de ellos mientras escribe en un cuadernillo. Noto al otro detrás de mí. “Son ochocientos euros. Si los abona ahora la multa se reduce un cincuenta por ciento”. Se moja un dedo, arranca la hoja y me la tiende. “Firme aquí” dice. Yo agacho la cabeza y me miro el largo vestido negro, los zapatos de principios del siglo pasado. Noto a Bernarda dentro.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS