La conocí en la Clínica Arequipa, en el área administrativa, que dicho así suena importante, pero en realidad era un cuartito con olor a papel viejo, tóner, música de radio FM y gente que parecía tener la vida en pausa mientras el sistema cargaba.
Yo entraba ahí a tramitar órdenes de compra, con mi eterno maletín de visitador médico y esa cara de “buenas tardes, no vengo a hacerle daño a nadie, solo a molestar cinco minutos”. Ella estaba detrás del escritorio, rodeada de fólderes, sellos, una computadora que sonaba como caja registradora cansada y una lámpara triste que parpadeaba, como si también quisiera renunciar.
Ella tenía 21 años. Yo 31 y el corazón con algunos puntos de sutura recientes. Diez años de diferencia y una historia a medias: combinación perfecta para meter la pata o para que empiece un buen relato.
Era muy delgada, casi dibujada con lápiz punta fina. Cabello castaño, lacio, largo hasta media espalda, nariz finita. Pero lo verdaderamente peligroso eran sus ojos: verdes azulados, como si al fabricarlos alguien hubiera tenido dudas sobre el color final y hubiera dicho “ya, que quede así”.
Uno los miraba y se le olvidaba por qué había entrado a la oficina.
—Órdenes de compra, sí, claro… ¿qué órdenes de compra?
Al comienzo fue lo típico:
—Buenos días.
—Buenos días.
Sello, firma, “espere un ratito”, “falta la copia”, “aquí está su cargo, señor”.
Pero el tiempo hace de las suyas. Entre trámite y trámite, el “buenos días” se estiró, le salió sonrisa, después alguna broma, un comentario sobre el frío de Arequipa, un chisme de pasillo. Nada épico: solo dos personas alargando cinco minutos para respirar distinto.
Yo entraba pensando en mis medicamentos y salía pensando en sus ojos. Negocio pésimo para mi productividad, pero excelente para el alma.
Hasta que un mediodía el destino fue mi aliado y nos cruzamos a la hora del refrigerio.
Yo había terminado de visitar médicos, con la cabeza llena de nombres de fármacos que ni el corrector ortográfico reconoce. Ella salía a su hora de comida, con ese paso rápido de quien sabe que tiene sesenta minutos exactos y cero paciencia para perderlos.
Nos cruzamos en la puerta.
—¿Dónde almuerzas? —le solté, tratando de sonar casual, mientras por dentro, una vocecita me gritaba: “¡no arrugues, Gato, no arrugues!”.
—Por aquí cerca —me dijo—, donde alcance.
Y ahí apareció el aprendiz de seductor, al que pocas veces invito a salir:
—Vamos al club —le dije—. Hay un menú buenazo. Te llevo y te traigo, servicio premium.
Se rió. Esa risa hubiera sido razón suficiente para invitarla hasta a misa de siete. Me dijo que sí, sin “déjame ver”, sin “te aviso”. Agarró su cartera y vino conmigo.
Subió a mi derecha. En el equipo sonaba Fito Páez, porque uno siempre cree que si pone a Fito automáticamente se vuelve más interesante, profundo y ligeramente bohemio. Apenas se sienta, mira la radio, frunce un poquito la boca y pregunta:
—¿Siempre escuchas esto?
Yo ya estaba preparando mi discurso sobre la poesía del argentino cuando, sin pedir permiso, estira la mano, sintoniza FM y pone música de moda de los 2000: reggaetón, pop, balada sufrida. De todo un poco.
—Fito descansa un ratito —dijo—. Estamos en los 2000, no en los 80.
Hice un teatro de indignado:
—Qué falta de respeto.
Pero por dentro estaba encantado. No solo me cambiaba la música: me movía el piso.
El camino al club fue puro chiste: de la música, de los pacientes que casi se desmayan viendo la cuenta, de los médicos, de la vida. Sin darnos cuenta, ya no sonaba la radio, sonábamos nosotros.
En el club pedimos menú del día. Sopa, fondo, refresco… pero la conversación fue buffet libre. Hablamos de estudios, de chamba, de la familia, de viajes soñados, de qué queríamos hacer “después”, de esas cosas que uno casi nunca cuenta en la primera salida y ese día salieron solitas.
La devolví a la clínica, puntual y con sonrisa nueva. En la puerta, mientras se bajaba, me animé:
—Oye, ¿me pasas tu número? Por si aparece otro menú interesante por ahí.
Me lo dictó como quien dicta su RUC. Yo lo anoté como si fuera la clave del wifi del cielo.
Pasaron unos días. Miraba su número en el celular como quien mira una bomba con cable rojo y cable azul: si corto mal, explota. Pero el miedo también cansa. Una tarde respiré hondo y le mandé un mensaje invitándola a tomar un café después del trabajo.
Aceptó. Me dijo que a las 8 pm tenía que estar en la universidad, que tenía una clase importante. Yo juré dejarla a tiempo, modo caballero clásico: abrirle la puerta del auto, cuidar que no camine por el lado de la pista, acomodarle la silla. Me salió el “gentleman” que solo aparece en ocasiones especiales.
Busqué un café cerca de su universidad, uno de esos con mesas cojas, tazas desparejas y mozo que mira pero nunca apura. Nos sentamos. Pedimos café.
La hora voló. Ella me contaba de su carrera, de su casa, de sus metas. Yo le hablaba de mis viajes, de la chamba, de cómo uno a veces tiene que rearmar la vida a martillazos. De pronto miramos el reloj: la clase “importante” ya era un lindo recuerdo… que nunca ocurrió.
—Ya fue —me dijo, con media culpa y media sonrisa—. Igual seguro iba a aburrirme.
Y yo pensé: “listo, ahora soy excusa oficial para faltar a clase”. Nada mal para un tipo que solo pensaba tomar un café y salir corriendo.
Se volvió costumbre. Cafés, vueltas en auto, risas, “ya son las ocho otra vez”, “bueno, ya faltaré la próxima también”. En algún momento, sin darme cuenta, dejó de ser “la chica de la clínica” y pasó a ser, simplemente, ella. Con mayúsculas.
Hasta que tuve que viajar. Trabajo, siempre trabajo. Solo dos días, nada del otro mundo, pero suficientes para extrañarla de verdad. En el hotel, con el control remoto forrado en plástico, el aire acondicionado tiritando y mi maletín en la esquina, se me ocurrió una idea ridículamente cursi. De esas que o haces cuando te estás enamorando… o te arrepientes toda la vida de no haberlas hecho.
Busqué en la guía telefónica una florería cercana a la clínica y llamé.
—Buenas tardes, señorita, quiero hacer un pedido un poquito… raro.
Le expliqué:
—Mañana, por favor, llévele una sola rosa a esta dirección, a su oficina. Una a las 3:00 pm con una tarjeta que diga: “Hola”. Diez minutos después, otra rosa con una nota que diga: “Cada 10 minutos…”. Y diez minutos después, la tercera que diga: “Pienso en ti. Gonzalo”.
Silencio. Luego una risa contenida.
—¿Está seguro? —me preguntó, como quien dice “¿está seguro de lo cursi que puede ser esto?”.
—Más o menos —respondí—, pero igual hágalo.
Colgué sintiéndome protagonista de una comedia romántica clase B… y feliz de mi ridiculez.
Al día siguiente, mientras yo estaba en otra ciudad, ella seguía en su oficina de siempre: ruma de papeles, sellos, llamadas, reclamos. De pronto, entra alguien con una rosa.
Primera tarjeta: “Hola”.
Me la imaginé frunciendo el ceño, mirando alrededor, pensando “¿y esta payasada?”. Diez minutos después, en plena explicación de una factura, otra rosa:
“Cada 10 minutos…”
Ahí, sospecho, ya estaba sonriendo. Diez minutos después, la tercera:
“Pienso en ti.
Gonzalo.”
Listo: tres rosas, tres frases, una oficina entera mirando y yo a kilómetros de distancia apostando a que no pensara “qué enfermo” sino “qué lindo”.
No vi su cara. No escuché sus risas. No sé qué dijeron sus compañeras. Pero sí vi aparecer en mi celular un mensaje de texto:
“Me mataste. Lindo detalle.”
Lo leí y sentí como si me hubieran puesto oxígeno en pleno vuelo. Respondí sin pensarlo mucho:
“Mañana llego. Te recojo a las 8 pm en la universidad. Un beso.”
No pregunté, afirmé. Ella no dijo que no. A veces el universo se deja de vueltas y te dice “ya, hoy te toca”.
Desde ese día, lo que teníamos dejó de ser “saliditas” y se volvió una relación. Con carcajadas, discusiones, besos, planes, flores normales y otras igual de cursis que esas. Duró lo que tenía que durar. Lo importante para este cuento no es cómo terminó. Es cómo empezó.
Porque todo arrancó con una puerta de oficina, una orden de compra, un almuerzo improvisado, Fito desplazado por el reggaetón, un café robado a la universidad y tres rosas que llegaron a destiempo… pero a la persona correcta.
Si alguien me pregunta qué fue ella en mi vida, podría responder mil cosas distintas según el día y el café, pero siempre vuelvo a lo mismo: fue la demostración de que un “¿dónde almuerzas?”, un café que se come una clase y tres rosas malcriadamente puntuales pueden cambiarte la ruta sin pedir permiso.
No sé si lo nuestro estaba escrito, si fue azar o si el universo ese mes andaba juguetón. Lo que sí sé es que nada de eso habría pasado si yo no hubiera abierto la boca, si ella no hubiera cambiado la radio, si nadie hubiese mandado esa primera rosa con un simple “Hola”.
A veces las cosas pasan cuando tienen que pasar… pero solo se dejan ver cuando uno se atreve a empujar un poquito al destino: invitar, escribir, aparecer a las 8 pm en la puerta de la universidad con más nervios que plan. Al final, la vida decide el cuándo; a nosotros solo nos toca juntar coraje, dar el paso… y decir: “vamos por un café”.
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