En un pueblito donde la esperanza se había vuelto rutina, Larrañaga, un hombre sin escrúpulos, trepó hasta el poder. Primero como secretario del intendente, luego como su sombra, y finalmente como su reemplazo. Nadie entendía cómo había llegado tan alto: ¿ignorancia colectiva?, ¿manipulación?, ¿el aparato partidario? Lo cierto es que, una vez en el cargo, se creyó dueño del mundo. Y actuó como tal.
Corrupción, abusos, humillaciones. El despacho se volvió su guarida, y el municipio, su feudo. Las empleadas eran obligadas a complacer sus caprichos o enfrentar el despido. Las puertas se cerraban, las risas fingidas se escuchaban desde el pasillo, y cada vez eran más jóvenes las que salían con la mirada rota.
Entre los empleados, Martín resistía en silencio. Viudo, padre de Bruno y Amelia, trabajaba desde hacía años en la municipalidad. Pero ahora sufría descuentos arbitrarios, horas extras impagas, amenazas constantes. No podía renunciar: sus hijos dependían de él. Y ellos, tan pequeños, ya sabían que algo no estaba bien.
Bruno, de siete años, obligado a madurar para hacerse cargo de la casa, jugaba con una escopeta de madera. Le decía a su pequeña hermanita Amelia que no era para nenas, que era poderosa.
“Mi tío tiene una de verdad. Si la apuntás al pecho, hace estallar el corazón de un animal”, decía con voz grave.
Amelia, de tiernos cuatro añitos, lo miraba con mezcla de miedo y admiración. No entendía del todo, pero intuía que el poder podía doler.
A veces, Bruno se quedaba despierto esperando a su papá, que volvía cada vez más tarde. Escuchaba el silencio. Se preguntaba si su papá estaría bien. Amelia, en cambio, se acurrucaba con la escopeta de juguete, como si fuera un escudo.
Martín cada vez volvía más tarde. A veces no volvía. Los niños se hacían cargo de la casa como podían. Bruno procuraba que hubiese comida lista cuando su padre volviese, porque a veces no volvía en dos días,en los cuales no comía. Y el intendente seguía acumulando poder, amantes y enemigos.
Hasta que el cuerpo de Martín dijo basta. Cayó enfermo, pero el intendente lo obligó a trabajar igual. “Si falta, se va”, le dijo. Y Martín, temblando de fiebre, fue.
Ese día, Bruno y Amelia, sabiendo que su padre estaba enfermo, fueron a llevarle remedios. Al llegar, lo encontraron desmayado, rodeado de empleados que intentaban reanimarlo. Entonces apareció él.
—¿Qué pasa acá? —bramó el intendente.
—Martín se desmayó, está muy enfermo —respondió una empleada.
—¡Seguro está fingiendo! Eso le sale bien.
—Tiene fiebre altísima —insistió la mujer.
—¡Que se joda! Si no se cuida, que se muera. Está rifando el despido y tiene todos los números. Hay muchos ahí afuera que les gustaría ese puesto.
En ese momento, Bruno y Amelia entraron corriendo.
—¡Papi! ¡Papi! ¿Qué te pasa?
—El idiota de su papito está así por borracho. Seguro se empedó anoche.
—¡No! Papito no toma nunca —lloró Amelia, abrazando a su padre.
—Tiene una infección. ¿Va a esperar que se muera acá?
—¡Mándenlo al hospital! Y descuéntenle el doble de los días que falte.
—¡No puede ser tan cruel! ¡Sus hijos están acá!
—¿Querés que te demuestre lo que es ser cruel? No tengo problema —dijo con una sonrisa torcida.
Bruno lo miró, confundido.
—¿Quién es usted?
—¡Soy Larrañaga! ¡El que manda en esta ciudad! ¡Acá se obedece o se desaparece!
—¿Por qué trata mal a mi papá?
—¡No tengo que explicarle nada a un pendejo culo sucio! ¡Esto es un área de trabajo, no un jardín de infantes! Si querés ver al idiota de tu papito, andá al hospital.
Bruno, temblando de rabia, levantó su escopeta de juguete y le pegó en la pierna. El intendente reaccionó con furia: lo golpeó y lo tiró al suelo. La escopeta voló lejos.
—¡Confirmado! Idiota el padre, idiotas los hijos.
Amelia, con los ojos llenos de lágrimas, recogió la escopeta. La apuntó al pecho del intendente. Lo miró fijo.
—¡Pum! —dijo con voz temblorosa.
Larrañaga se burló.
—¡Ay, no! ¡No me mates, pendeja!
—Vos le dijiste cosas feas a mi papá y le pegaste a mi hermanito.
—¡Llévense a estos pendejos! —gritó, dándose vuelta.
Pero no llegó a irse. Se detuvo. Se agarró el pecho. Lanzo un grito ahogado. Se encorvó. Cayó de rodillas. Un quejido. Un golpe seco contra el suelo.
—¡Papucho! ¡Mi amor! ¿Qué te pasa? —gritó una empleada, su amante. —¡Llamen a la policía, al 911! ¡Hagan algo!
Los empleados fingieron marcar. Nadie llamó. Nadie se movió.
Cuando por fin llegó la ambulancia, se llevaron a Martín. El intendente ya estaba muerto.
La autopsia dió un resultado certero: “Miocardiopatía de Takotsubo”. El corazón se le rompió. Literalmente.
Y eso marcó el fin de la nefasta “dinastía” Larrañaga. El próximo intendente, legítimo y honesto, inauguró humildemente en la oficina principal, una placa recordatoria con el nombre de Amelia.
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