Hay personas que no solo te enseñan cosas, sino que te afinan el alma. El Flaco Bezold fue una de esas para mí. Amigo de mi viejo —el Gato Mayor—, guitarrero de alma y zambero de corazón, llegó a mi vida con esa mezcla de bohemia y ternura que solo tienen los hombres que han visto mucho y conservan la esperanza.
Cuando era niño, el Flaco aparecía por casa y bastaba que sacara la guitarra del estuche para que el mundo se detuviera. Mi viejo le servía un pisco, mi madre se sonreía desde la cocina, y yo me sentaba en el suelo, hipnotizado, esperando que empezara la función. Tocaba como quien conversa con el tiempo. Cantaba zambas con los ojos cerrados, con una voz gastada y dulce a la vez, y cada nota me hacía un nudo en la garganta. A veces no entendía las letras, pero sentía que hablaban de cosas grandes: del amor, de la soledad, de la tierra y del destino. Y mientras él punteaba despacio, yo pensaba que no había nada más hermoso que ver a un hombre decir la verdad con una guitarra.
Fue el Flaco quien me enseñó que el folclore argentino no se toca: se siente. Que la zamba no es solo ritmo, sino respiración, pausa, respeto. Me mostraba cómo el silencio entre dos acordes podía ser más importante que la melodía misma. Me enseñó también a escuchar. A dejar que la música me hablara antes de intentar hablarle yo.
Los años pasaron, el niño creció, y un día el Flaco y yo ya no éramos tío y sobrino: éramos amigos. Nos reencontramos en la ruta, no solo la de los viajes, sino la de la vida. Yo, visitador médico haciendo mis pininos; él, veterano de mil consultorios, conocedor de médicos, de rutas y de la vida misma. Llevábamos la guitarra en la maletera, siempre lista por si aparecía la ocasión. Y siempre aparecía.
Viajábamos por el sur, entre Arequipa, Moquegua y Tacna. Hacíamos la ruta con los discos de Falú, Los Chalchaleros, Los Fronterizos, Los Cuatro cuartos y Mercedes Sosa acompañándonos. Buscábamos cualquier pretexto para juntarnos en la noche. Botellas de pisco de por medio, el Flaco sacaba la guitarra. Entonces se formaba la peña. Los médicos se olvidaban por un rato de los pacientes y se unían al coro improvisado. Arrancaba con “Zamba de mi esperanza” , seguía la “Luna tucumana” y todos, inevitablemente, terminábamos con la voz quebrada.
Yo lo miraba, y era el mismo de mi infancia. Solo que ahora, el que estaba sentado al lado suyo con una copa en la mano era yo, no el niño de los codos en las rodillas. Ahora entendía cada letra, cada pausa, cada mirada al techo. Y me sentía privilegiado: había vuelto a compartir escenario con mi primer maestro, con el hombre que me enseñó que la música no se estudia, se hereda.
El Flaco tenía una manera única de vivir: sin prisa, sin máscaras, sin quejas. En los viajes hablábamos de todo: de la vida, de la muerte, del Gato Mayor, al que ambos extrañábamos de la misma forma silenciosa. Cuando hablábamos de mi viejo, su mirada se ablandaba. “Tu viejo es un caballero de los de antes, Gato”, decía, mientras servía otro trago. “Y vos tenés su mismo fuego. Nomás cuidá de no apagarlo”, decía, imitando el acento argentino.
A veces, cuando nos tocaba dormir en Moquegua, salíamos a la terraza del hotel, el Flaco sacaba la guitarra y me decía: “Una más, para acompañar la noche y soñar mejor”. Y tocaba La Nochera o Balderrama, bajito, como si fuera un rezo. Yo lo escuchaba, y sentía que el tiempo se borraba. Que ese sonido me unía otra vez con mi infancia, con mi viejo, con todo lo que amaba sin decirlo.
El tiempo se encargó de separarnos, me vine a Lima a trabajar y dejamos de vernos por muchos años. El día que el Flaco se fue, me quedé mudo y lloré. Lloré solo en mi casa y no supe qué hacer con tanto silencio. Era como si se hubiera apagado una frecuencia del aire, una de esas que no se oyen pero se sienten. De pronto, sin pensarlo, agarré la guitarra y empecé a tocar “Zamba por vos”. Casi no recordaba los acordes, pero en medio del punteo sentí que algo —o alguien— me acompañaba. Y ahí lo entendí: el Flaco no se había ido del todo. Se había quedado en las cuerdas, en mi forma de rasguear, en mi manera de sentir la música.
Desde entonces, cada vez que agarro la guitarra, cierro los ojos igual que él. Dejo que mis dedos vayan despacio, que la zamba me lleve donde quiera. Y siempre, en algún momento, escucho su voz, fuerte, sentida, casi como el viento del sur, diciéndome:
—Cante, Gato… cante fuerte, deje que la emoción brote.
Entonces sonrío, porque sé que el Flaco anda cerca. A veces en el eco de una zamba, a veces en el olor de mi copa de pisco, a veces en la curva de una carretera. Fue mi maestro sin proponérselo, mi amigo sin buscarlo, y el puente entre mi viejo y yo.
Gracias a él aprendí que tocar la guitarra es una forma de rezar. Que la música no se enseña: se contagia. Y que hay canciones que no terminan nunca… solo cambian de voz.
Así que, cada vez que toco, lo hago por los dos. Por el niño que lo miraba con los ojos llenos de agüita, y por el hombre que tuvo la suerte de llamarlo amigo. Porque en cada zamba que canto, el Flaco vuelve —flaco, sonriente y eterno— a sentarse a mi lado, guitarra en mano, y el mundo, una vez más, se detiene.
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