Ellas se aman con locura.
Se miran a los ojos y entienden el mundo que explota en sus pupilas marrones. Sólo ellas, específicamente ellas, comprenden lo que pasa en su interior.
Ella, la de la sonrisa rota y cachetes rojos, entiende la música que brota del cuerpo de la otra y acompaña despacito el ritmo de sus movimientos, aunque sus músculos no entiendan de compases musicales.
La otra, la que opaca el grito de la tristeza con una risa más fuerte, lee cada extracto de amor que escribe el lápiz negro gastado de ella, al cual el mismo Neruda no tendría nada que envidiar.
Ambas se admiran, se aman pasito a pasito, porque así lo aprendieron con los errores.
No es la primera vez que sus almas se atrajeron con tanta fuerza que colisionaron en aquella hecatombe de sentimientos. Pero esta vez es distinto.
La primera vez que se amaron fue bajo el mandato social y estructurado que las hizo crecer en soledad. Se enamoraron y decidieron etiquetar una relación, como si el amor se tratase primeramente de formalidades. No podían gritarlo al mundo pero ese vínculo fantasma que las ataba a una relación con límites y fronteras fue lo mismo que destruyó su primer intento de vivir libres el amor. Se rompieron a sí mismas. Se borraron las sonrisas, se acabaron los post it de amor en la heladera, las baladas románticas al ritmo del pisotón de la que no sabe bailar. Las palabras se convirtieron en tachones que mancharon el cuaderno de ella. Y el sonido de la música se cortó, de sopetón.
Nadie sabe qué pasó en el medio. Ni siquiera una narración propia podía expresar con palabras el dolor que provocó su separación. Lo que significó el silencio y el papel blanco. La nada.
Al mismo tiempo necesitaron ese silencio y ese papel blanco.
Se separaron y cada una se llevó lo suyo. Se despidieron sin darle tiempo al corazón para entender la razón por la que el ser humano necesita poner barrotes a lo más libre que tenemos, que es el amor. Cada una enfiló para caminos distintos, que terminaron llegando a un mismo destino: el amor propio en su máxima expresión.
Aquel que abandonamos en nombre del miedo, del qué dirán, del qué debe ser.
Y se encontraron.
Y ella, la de sonrisa rota, la pudo sanar. Le llevó mil días, caminando por el mundo con una mochila a cuestas, que no era la que transportaba su ropa, específicamente. Se llevó la otra. La que te acompaña en los tropiezos, el dolor, las nuevas experiencias, la soledad.
Y ella, la ruidosa, dejó todo aquello en lo que creía y se lanzó a volar. Y cayó. Y voló. Junto a su propio valor y sueños a cuestas, llegó alto, a base de sacrificio, golpes, insomnio y mucha, mucha constancia. Aunque en las noches le dolía tanto el cuerpo, no solo por el cansancio, siguió sin mirar atrás.
Ya lo dijeron en algún libro, película romántica o serie, el mundo es redondo. Y aunque ambas fueron por distintos lados, el mundo las hizo volver a encontrarse.
Más fuertes. Más hermosas. Más libres.
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