
Desde su decadencia todos la conocían como la Vieja Griselda. Pero cuando se convirtió de niña en mujer, en una juventud que ya ni los más veteranos recordaban, su manada de lobos y ella, inseparables y entrelazados por el mismo sentir e instinto, empezaron una misma vida de peligros y amenazas, pero también de unión con la naturaleza que los había hecho libres en medio de paisajes salvajes y agrestes. Fue durante aquella época lejana cuando la ahora anciana se transformó en la Muchacha de la Manada, una especie de bruja con capacidades sobrenaturales, asumiendo el destino de ser la séptima hija sin hermanos varones y cuya misión consistía en proteger a sus hermanos lobos, a los que lideraba, llegando a cazar y convivir con ellos, influyendo en su comportamiento.
Un buen día se despidió de sus padres y de sus hermanas, lanzándose al bosque, acudiendo a la llamada del lobo con el que simpatizaba y compartía su afecto de entre todo el resto de lobos de la manada. Fueron años de felicidad, de plena convivencia con sus hermanos salvajes, con sus momentos de dicha, pero también con sus tristezas y peligros. Sabiendo que no le era correspondido el poder de transformarse en lobo o mujer loba, pero sí en ser estandarte de protección y liderazgo ante sus congéneres.
La Vieja Griselda. La anciana de largos cabellos blancos. Mujer solitaria en aquella cabaña del bosque, con sus recuerdos de un pasado a cuestas, con la vejez llegada a su vida, una existencia que se va acercando al final del camino. De unos senderos boscosos que recorre cada día para recoger agua del pozo cercano al pueblo, lindante con la civilización de la que más bien huye, porque quizás sus hermanos lobos le siguen ofreciendo todo aquello que ama y que anhela no perder nunca: la libertad. De un viaje por el bosque misterioso que la entiende mucho más que las mujeres y hombres de carne y hueso y que la conduce hasta rincones que solo ella conoce, donde recoge bayas y otros frutos rojos, o quizás setas, manjares sabrosos que llenan de sabor una vida pronta a acabar.
Sus arrugas son la prueba de sus experiencias, de su continuo vivir, amar y sufrir. Cada surco de su rostro es su recorrido por los caminos de la existencia, todo aquello por lo que ha luchado y ha sentido en sus carnes como el abrazo de todo lo vivido. Sus grandes ojos azules continúan siendo hermosos. Sus pupilas reflejan la irresistible pasión por lo que la rodea y conforma su destino vital. Su mirada revela la enorme dicha y satisfacción de aquello que se muestra, vivo, ante ella: el bello paisaje de la naturaleza, el río que rodea su cabaña, las flores y plantas con sus envolventes aromas, la lluvia purificadora que la acompaña de vez en cuando, el sol que sale cada mañana alegrando su anciano corazón.
Es en esta etapa de su vida cuando pasa más tiempo dentro de su vieja cabaña, rodeada de memorias de un pasado que siempre vuelve. Sus cada vez más frecuentes achaques de una vejez más poderosa de lo que ella quisiera, la obligan a restringir sus visitas a sus amados lobos en el corazón del bosque. Pero no, no los ha olvidado. Ni ellos la han olvidado a ella. Todavía es su reina, su guía, su líder. Todavía es capaz de influir en su comportamiento. Todavía es capaz de compartir su vida con la manada.
Hoy la Vieja Griselda ha iniciado el viaje más misterioso y profundo de todos los que haya realizado nunca. Su destino está marcado por el final de sus días. Y ella lo sabe. Lo presiente. Y se prepara para abordar el último recorrido por su querido bosque de los lobos. Quiere despedirse de ellos, de sus hermanos salvajes, de una libertad que muchos sueñan, pero que para ella ha sido toda una realidad cumplida.
Sus pesadas piernas apenas pueden desplazarse por el sendero que la acompaña. Su cuerpo es como si ya no le perteneciera, pesaroso, como una enorme espada de acero. Se mueve con gran dificultad. Pero ella sabe que debe seguir. Necesita acudir hasta allí. Hasta el árbol sagrado de su bosque, también sagrado, lo más maravilloso para ella. El árbol bajo el que un día en su niñez creyó que la hablaba, narrando palabras profundas y mágicas, de un mundo de espíritus, los de la naturaleza a la que siempre ha estado unida. Debe morir, quiere morir en el corazón del bosque, junto al árbol que la está esperando. Como hija de aquel mundo de frondosa vegetación llena de seres vivientes que sienten, como la Vieja Griselda, que pertenecen a un mundo forestal infinito. De una noche infinita para Griselda. La anciana del bosque. La que un día fue la Muchacha de la Manada.
Transcurren las horas. El tiempo pasa inexorable, sin apenas detenerse. Implacable. Las resplandecientes luces de la mañana anuncian que la oscura noche ha dado paso al reluciente sol. Y tras el alba, la vida explota en aquellos parajes agrestes y salvajes. Una vida que renace. Y una vida que languidece.
El árbol la acoge. Como si la envolviera un manto mágico que cubriese su cuerpo de mujer mortal. A su lado, sus hermanos lobos la rodean. Envuelven el árbol convertido en una caja mortuoria. La vieja manada la observa. A su líder, a su madre, a su humana más preciada. La mira con ojos de pena, con el lastimero sentir que los animales salvajes pueden mostrar ante alguien querido por ellos. Sus aullidos de tristeza resuenan en el bosque. Son los lamentos de los hijos de la Vieja Griselda. Y el eco los recoge y los esparce viajando a través del viento hacia los rincones más lejanos. Resuenan los lamentos de los lobos por la que un día fue su guía. La Vieja Griselda que ahora descansa por fin en paz en el bosque que un día la acogió. El bosque de la Vieja Griselda y los lobos.
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