
Dicen que nunca fue niña porque no tuvo niñez. Que su vida fue un cúmulo de desgracias y sinsabores que la llevaron a terminar con su vida sumergiéndose en aquel río de aguas profundas de pesadumbre y dolor.
Fue entonces acogida por el bosque misterioso, oculto y desconocido, como una huérfana que ha hallado por fin una madre amorosa. El bosque-madre y la hija adoptada por él. Quedando allí su atormentada alma, consolando al bosque en su soledad, en su vida estéril y yerma carente de hijos humanos a los que acoger. Hasta que llegó ella y fue bautizada por la naturaleza como la Dama del Bosque.
Mas el tiempo, que transcurre lento, pero inexorable, convirtió aquellos parajes en un camino de paso a lejanos lugares, haciendo que, en tiempos más recientes, fuera visitado por viajeros en busca de otros emplazamientos, de otras vidas, de nuevas oportunidades.
Desde entonces no pocos la vieron. A aquella Dama de ojos tristes y negros cabellos, vestida de blanco, que recorría incansable los senderos del bosque, sin hallar aquello que buscaba, quizá a otras almas con las que compartir su solitario destino.
—Bosque-madre, sé que me has amparado, que me has dado un lugar en el que hospedarme. Pero hay algo que envenena mi alma y me corroe por dentro, un sentimiento que acalla cualquier atisbo de felicidad. Pues debes saber, madre, que estoy cansada de ser lo que soy, de transitar eternamente los caminos del bosque. Para siempre. Cuando observo a todos aquellos peregrinos que se adentran en estos lugares, siento una profunda envidia, un irrefrenable deseo de ser como ellos, de tener una vida, de perseguir una ilusión.
Eso dijo la Dama del Bosque a su madre adoptiva, presa de una honda tristeza y de pensamientos amargos. El bosque le respondió entonces de esta manera:
—Estimada hija, tú fuiste la que acabó con tu existencia, lanzándote a las aguas del río que yo acojo. En verdad tuve que convencer al río de que no te dejara allí dentro, en el fondo de sus frías aguas para siempre. Yo te salvé de tu destino, de un destino mucho más cruel del que podrías llegar a imaginar. Tus decisiones son las que te han llevado hasta aquí. Quizá debiste reflexionar mejor tu determinación de dejar de existir.
—Bosque-madre. Te lo suplico. Mi vida como humana nunca fue dichosa. Al contrario, me sentí profundamente desgraciada. Pero sé que, si me pierdes, quedarás de nuevo sin compañía y vacía sin una descendencia a la que amar. Yo solo deseo saber qué es ser feliz, aunque solo sea por un tiempo. Pero tampoco deseo dejarte sola.
El bosque observó la pena en el corazón de su hija y se apiadó de ella. Le dijo así:
—El que yo me quede sola, no depende de mí, sino de las reglas de la naturaleza.
Tras consultarlo con la naturaleza, esta tomó una determinación, que le fue trasladada al bosque. Y el bosque, obediente, lo comunicó a su hija de acogida. Así habló el bosque:
—Una vida te daré. Pero no como persona, sino como animal. Será una dura prueba, un desafío al destino que tu elegiste y al que deberás compensar. De ahora en adelante vivirás como una rata, un ser despreciado por todos los hombres y mujeres, pero necesitado de afecto y amor. Si consigues que alguien te quiera, que te acoja en su vida, una sorpresa te espera, un nuevo destino tendrás. Pero, si en tu corta existencia de animal, nadie te demuestra su cariño hacia ti, cuando muera tu nueva identidad, volverás al fondo de las aguas que un día decidiste penetrar. Y ya no serás mi hija nunca más.
La Dama del Bosque sintió que sus implacables deseos llenaban de desilusión y desesperanza aquel reino forestal, pues era posible que la alejaran del amor del bosque para siempre e inundaran de nuevo a este con la más absoluta soledad. Pero era tanto su anhelo de sentir lo que era tener una vida apacible y dichosa, que su corazón la instaba a obedecer las duras pruebas impuestas por la naturaleza.
Los años pasaron para la rata, años de rechazo y desprecio por parte de los humanos hacia ella. Pues cuando era vista por las gentes que pasaban por el bosque, o bien se alejaban espantados, o era atacada con intención de matarla y de hacerle daño. Nadie parecía apiadarse de su alma de animal despreciable. Al contrario, era odiada por todos.
La rata sentía el profundo odio de los hombres, pero no era eso lo que más la inquietaba, sino el paso del tiempo, implacable, inexorable, acercándola a más que un previsible final, sin haber logrado encender los corazones más odiosos con una mínima comprensión y acogimiento.
Y pasaron más años y más años. Y por fin, la rata, vieja y decrépita, se sintió un día morir. Advirtió que apenas le quedaba un día de vida en aquel bosque que la había acogido. Notaba que le faltaba el aire, que su respiración era dificultosa, que prácticamente ya no podía caminar y que sus fuerzas no le respondían.
—Aquí moriré. Sola y despreciada. Desvalida y odiada. Volveré a las aguas a las que me lancé, al fondo del río, para toda la eternidad. Ya no veré más a mi bosque-madre y ella se sentirá abandonada por mí, también triste y sola por mis malas decisiones. ¿Por qué? Si yo solo he deseado saber, aunque solo sea un poco, lo que es ser feliz —se lamentaba amargamente la rata moribunda.
Cuando parecía que todo había terminado para ella, tirada en medio del camino, apenada y solitaria, enferma y moribunda, notó el tacto de unos suaves y cálidos dedos humanos. Entonces sus ojos lo vieron. Un joven alto y fuerte, de hermoso rostro, se había interesado por aquel ser que estaba a punto de morir y lo había acogido entre sus manos como un niño pequeño en brazos de una amorosa madre.
—Pobre animalito. Está casi muerto. Ningún ser de la naturaleza merece morir así, abandonado de todo y de todos. Pero no te preocupes, delicada ratita. Yo te acompañaré en tus últimos momentos. No estarás sola en tu triste final —dijo con un cariño y dulzura infinitas el amable caballero.
El joven depositó a la rata entre unas cálidas mantas que llevaba en las alforjas de su caballo para que descansara y estuviera lo más cómoda posible. No dejaba de mirarla y de acariciarla. Y así estuvo mucho tiempo. Hasta que el sueño le venció llegada la noche.
Amaneció y los sonidos de los animales invadieron los rincones del bosque, al tiempo que un espléndido sol salió en lo alto, alumbrándolo todo con su radiante luz. El misterioso joven abrió también los ojos. Recordó entonces a su moribunda ratita y una oscura sensación de terror inundó su corazón, pues temió que el animalito hubiera fallecido solo, sin sus afectuosos cuidados. Se levantó de repente y su mirada fue a posarse en aquellas mantas donde había dejado a la rata moribunda. Pero cuál fue su sorpresa al comprobar que en lugar del pequeño roedor se hallaba una hermosa doncella durmiendo.
Tras unos instantes, aquella muchacha abrió los ojos, los cuales se posaron en los del apuesto joven. Un fulgor de energía invadió los corazones de ambos. El amor había penetrado en sus vidas, quién sabe si para siempre. Los dos sentían que compartían los mismos sentimientos y que los unían los mismos pensamientos, como si ambos fueran uno solo.
—Sé quién eres en realidad. Innumerables historias de gente que te había visto circulan por muchos lugares. Eres la Dama del Bosque. La doncella que se lanzó al fondo del río y fue acogida por el bosque como hija suya. Pero ignoro por qué habías adoptado la forma de rata —comentó aquel joven sin poder apartar la vista de ella, totalmente fascinado.
—Es una historia que quizás luego te cuente —repuso la muchacha, mostrando idéntica fascinación por él.
—Siento que no puedo apartarme de tí. Me gustaría que fueras mi esposa —se sinceró el apuesto caballero.
—Yo siento lo mismo que tú. Pero no puedo abandonar a mi madre, el bosque —expresó con tristeza la joven.
—No será necesario que hagas tal cosa. Me quedaré contigo aquí. Viviremos en el bosque. Juntos para siempre —dijo él con dulzura.
Y así fue cómo aquella joven, que un día recorrió aquellos parajes como la Dama del Bosque, tuvo de nuevo una existencia humana y pudo conocer por fin lo que era la felicidad, algo que siempre se le había negado, pero que ella buscó incansablemente hasta que su determinación fue recompensada.
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