Adoro la esencia inalterable de tu ser.
Celebro que no te ciñas a promesas que tu corazón aún no ha madurado para entregar.
Valoro que no te vistas de fantasías para retener mi presencia.
Reconozco y amo tu espíritu libre, esa honestidad que declara tu deseo de explorar, de vivir plenamente, de crecer sin cadenas que te aten.
Y atesoro, también, la dulzura de la que me colmaste… aun cuando tu camino no pueda entrelazarse con el mío. Precisamente ahí reside la punzada de este dolor.
Porque lo más sublime de ti es, a la vez, lo que traza la distancia entre nosotros.
Y no puedo, en justicia, culparte por ello.
Ni puedo abrigar rencor, ni reproche alguno, pues tu verdad fue diáfana desde el inicio.
Fui yo quien eligió permanecer un instante más, pues tu cercanía, aun con esta velada lejanía, sigue nutriendo mi alma… aunque el dolor persista.
Quisiera que supieras también la ardua tarea de mantener la entereza cuando el corazón clama por otra senda.
Aceptar la verdad sin doblegarla, no implorar, no extraviarme en la penumbra.
Me impongo no dejar de ser quien soy, no aferrarme a lo que no me pertenece, no mendigar afecto, aunque una parte de mí añore un destino diferente.
No es por la ausencia de amor propio, sino porque mi quererte desborda los confines de mi ser.
Y aun así, prefiero esta cruda verdad a cualquier dulce mentira que alivie.
Prefiero saber que tu espíritu no está listo, que no puedes corresponder al sueño que anidé…
antes que tejer una fábula que solo habita en la necesidad de mi corazón.
No te escribo estas líneas para coaccionarte ni para que la culpa te abrume.
Te las confío porque deseo que sepas que he comprendido.
Y que si me aparto, si me pierdo en el silencio, no es por resentimiento, sino porque estoy aprendiendo a sostener este amor sin desvanecerme en el proceso.
Porque hay en mí una llama que persiste en elegir la dignidad, incluso cuando la dignidad se torna un cáliz amargo.
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