Qué debió haber hecho
el espectro de ese hombre
anacrónico,
que erra en
este maldito bosque
donde el cieno atrapa
sus pies como manos
abismales.
Su fusca cabellera
se desparrama
como esta lluvia impasible
que disimula su estertor.
¡Por los dioses!
¡Si volteóse ante mi semblante
y vi sus ojos luscos que vadeaban los míos!
¡Su aliento ahogó el petricor
y saqué mi daga en espanto!
Mas se giró este
pobre, apenado hombre
y siguió
franqueando estos caminos
borrados otrora.
En ese instante comprendí
la verdad que sobre
sus hombros llevaba:
la culpa de un pasado.
En ese efímero momento
me lamenté,
y dejé que los cuervos de Apolión
le siguieran
y llevaran
hasta su aciago final,
cuando los hados
recordaran su nombre
y lo clamaran
en sentencia eterna.
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