SAN IGNACIO (Parte 3) – El Testigo y El Diablo (Tercera Parte-Final)

SAN IGNACIO (Parte 3) – El Testigo y El Diablo (Tercera Parte-Final)

ACTO 3 — SACERDOTE

El miedo huele a mierda quemada y a culpa y Lima entera apestaba a eso desde hace dos semanas. Así era mi barrio, así era mi vida. Así era todo después de Tarata.

La segunda vez que vi al Diablo no hubo necesidad de ningún viaje; él llegó a mi barrio. Y llegó justo cuando todos pensábamos que el siguiente coche-bomba nos tocaría a nosotros. A diez cuadras de Miraflores, lo suficientemente cerca para escuchar la explosión aquella noche, lo suficientemente lejos para que nadie nos prestara atención después. El purgatorio perfecto.

Por mi calle había comenzado a caminar un loquito. Todo el mundo le decía “el loco paja”, ya que andaba desnudo con una mano estirada al cielo y la otra sujeta a su pene, masturbándose sin parar. Pocos recordaban que daba cátedra en San Marcos no hace mucho. Doctor, le decían, un tipo serio de esos que no se sacaban el terno ni para cagar.

Dicen que esa noche estaba en Tarata cenando con su mujer y sus dos hijas. Él salió a comprar cigarros. Cuando volvió, ya no había ni restaurante, ni familia, ni cordura. Solo quedó un cuerpo que caminaba, se pajeaba y levantaba la mano como buscando algo que ya no estaba ahí.

A pesar de ello, no era alguien al que se le podría considerar peligroso, salvo para algunas viejas cucufatas que le lanzaban agua desde las ventanas, algo que el loquito parecía agradecer; con su mano levantada, saludaba con una sonrisa. Como si le devolvieran algo de la humanidad que perdió entre los escombros.

Cuando este caminaba siempre intentaba alejarse de las personas, pero si no había forma, comenzaba a correr, haciendo que más de una vez se oyeran gritos y risas en la cuadra.

La única razón por la que su cuerpo no parecía la de un perro famelico era porque, de vez en cuando, una señora le daba algo de comida. Corrían rumores de que ella era su familiar, pero eso no era cierto: solo era simple compasión. Algo que escaseaba como el azúcar en estos tiempos de mierda.

Desde Tarata, el barrio se había transformado en una tumba. Nadie salía después de las ocho, y los que lo hacían caminaban pegados a las paredes, como si el centro de la calle fuera la boca del infierno. Las ventanas siempre tenían a alguien mirando.

Y es por esa paranoia que hubo dos falsos terrucos golpeados hasta el desmayo solo por cargar mochilas grandes. Uno resultó ser un estudiante de arquitectura y el otro un pobre cojudo que vendía libros puerta a puerta.

Así estábamos, con el culo apretado y el corazón en la mano.

La cosa fue que un día no se oyó un grito, pero sí una risa estridente.

En aquel momento yo me encontraba haciendo nada. Hacía unos días había tenido un trabajo que me llevó hasta el palacio de gobierno. Timo limpio, billete fácil. Con ese trabajo tenía para el mes, así que pasaba mis días comiendo y leyendo, tratando de olvidar el ruido de la explosión que todavía me jodía los sueños, hasta que escuché tal risa.

Movido por la curiosidad y también por el hecho de que no tenía nada que hacer, me acerqué al parque. Junto a varias personas más —obviamente impresionadas—, vi al loquito sentado. Mantenía la mano en alto y la otra en su pene, lo cual no parecía molestar a su interlocutor, un hombre joven, o tal vez no. Su edad era difícil de precisar, pero lo que sí destacaba era algo que solo yo podía sentir, o al menos reconocer. Aquella sensación de observar aquello que no esta y esta, lo mismo que en Ayacucho.

El loquito hablaba en su idioma extraño, pedazos rotos de cátedras, y el hombre parecía entenderle y seguirle en su locura. Tan altas fueron las risas de ambos que las personas a mi alrededor comenzaron a reírse también. En un barrio donde la risa se había extinguido como las esperanzas de que los apagones se acabaran, eso se catalogaría como un milagro.

Aquella fue la primera vez que el loquito bajó la mano, pero mantuvo la otra en su sexo.

—¡Claves! ¡Claves en la estructura! Primos… los ladrillos sagrados… indivisibles, incorruptibles, ¡las sílabas originales del lenguaje del universo! —exclamó el loco, los ojos desorbitados pero lúcidos como nunca antes—. Cada número compuesto es solo una máscara, una ilusión… ¡pero los primos son los dioses desnudos, los núcleos!

Se hizo un silencio denso. Era la primera vez en dos años que no gruñía, no gritaba incoherencias. Y, sin embargo, nadie entendía si aquello era una revelación o una amenaza.

—La factorización… la factorización es la llave. Si descompones el universo, ¡todo se reduce! ¡Y si se reduce, se controla! —rió, señalando un punto invisible en el aire—. Un algoritmo… sí, sí… uno que respira, uno que baila con los primos en espiral, como la distribución de galaxias. ¡El patrón existe! Lo vi. Lo vi entre los ceros de Riemann y los dientes de mi peine.

Cuando dijo ello su sonrisa se volvió leve y con ello las risas cesaron y lo impresionante dejó de serlo.

Muchos se desperdigaron para seguir con su vida. Pero yo, sin nada que hacer y con esa sensación de anhelar lo que dejará de existir, si es que dejo de mirarlo, decidí seguir.

La conversación se transformó en algo diferente. El loco empezó a llorar, pero no un llanto que te arruga el alma, sino uno silencioso, como si estuviera recordando algo que se había permitido olvidar y ahora se había obligado a recordar. En ese momento noté la cicatriz que rodeaba el mentón del extraño, una quemadura que brillaba bajo la luz tenue del atardecer.

Así siguieron por varios minutos hasta que se levantaron.

El loquito ahora usaba su mano, antes levantada, como decoración ante su voz; era como ver un discurso de Alan y su loca necesidad de mover las manos, mientras el otro hombre solo lo escuchaba y, de vez en cuando, parecía interrumpirle.

Los seguí hasta un pequeño restaurante donde el dueño amenazó con golpear al loquito con su cucharón de madera, pero el extraño puso la mano al frente y se llevó el golpe. Cuando el caldo caliente toco el rostro del extraño percibí en todo su ser un terror infinito, una advertencia, aunque solo fue un instante.

El extraño no respondió el golpe, solo sacó unos billetes. El dueño, con la mirada extrañada de quien espera ser increpado, solo los tomó y en bolsas les sirvió la sopa. Tres fueron.

El extraño le entregó una al loquito y la otra la ofreció en mi dirección.

“¿Qué carajos?”, pensé. No había manera de que supiera que lo estaba siguiendo. Mi oficio me había dado la habilidad de siempre mantenerme a buena distancia.

Quedé sorprendido, pero curioso, así que me acerqué para recibir mi bolsa. Es entonces cuando vi su rostro claramente: no más de 30 años, ojos oscuros y esa cicatriz que rodeaba su mentón. Una quemadura, sin duda; cicatrices como esas son inconfundibles.

Me pidió que los siguiera, que escuchara al “profesor”, que tenía muchas cosas que contar.

Contar, que podría contar un loco, pensé, tal vez solo debía retirarme y agradecer por la sopa, pero nuevamente es sensación. Esa gravedad que te jala. No lo permitió.

El loco ahora mezclaba sus “aaaa eeee oooo iiii aaaa” con frases entrecortadas sobre ecuaciones, sobre su familia, sobre cómo había explicado el teorema de Fermat la mañana antes de que el aroma del miedo se infiltrara en toda Lima.

El tipo de la cicatriz asentía como si entendiera cada palabra, cada número, cada sollozo.

En este punto debería hacer un inciso, hasta entonces, desde Tarata hasta ese momento jamás me había acercado al loquito. No tenía ni idea del aroma que este desprendía. Tan asqueroso que apenas pude aguantar las arcadas. Que apenas pude entender lo que ambos decían, pero admiro la actitud del otro que estaba como si nada. Como si el olor a mierda, a sudor y a semen fuera un perfume francés.

Nuestra peregrinación, mi peregrinación, no duró más de un par de minutos. Me alejé en el instante en que el sabor de la sopa se hizo nauseabunda en mi boca; agradecí y me retiré rápido.

Aquella gravedad del extraño era nada con la repulsión proveniente del loco.

Cuando regresé a mi piso de inmediato metí mi cabeza al agua, un truco de un amigo, y el aroma despareció de mis fosas nasales. El resto del día me quedé mirando por la ventana hasta el anochecer, cuando debí volver a salir por comida. Y como era viernes, la comida sería perfecta ya que todos los viernes la señora Lupe, junto a su hijo y a veces su nieto, ponía un pequeño puesto donde hacía sus anticuchos.

Créanme cuando digo esto: eran tan deliciosos que, antes de Tarata, solo los viernes en la noche se podía observar camionetas y carros carísimos en nuestro barrio. La cola era tan larga que competía con las del seguro médico, pero al menos con la señora Lupe la espera valía la pena.

Ahora la cola era más corta, pero siguen llegando. Es gracioso como ni siquiera el miedo puede combatir con el sabor de una comida que es anhelada.

Una vez que la mayoría de hombres terminaron sus anticuchos, se movieron a la cancha a disputar un partido. Al menos ese ritual había sobrevivido, aunque terminaba más temprano y había menos equipos. Algunas familias se habían ido después del bombazo, aprovecharon la posibilidad de buscar asilo y se fueron a otros países, otros simplemente se fueron lo más al sur que pudieron. “Lima ya no es segura” que huevada, como si alguna vez lo hubiese sido.

Aun asi, quienes se quedaron no renunciaron a la poca diversión que podían tener, entonces se llamó a todos en la calle para el primer partido. Grande fue mi sorpresa cuando vi que uno de los jugadores era aquel extraño que había hablado con el loco, y más grande fue mi sorpresa cuando vi que el loco era el árbitro. Ya no estaba con taparrabo y era muy notorio que estaba limpio —lo digo por su cabellera, ahora sujeta por una coleta.

Estoy seguro que aquella imagen, hasta ese momento y después también, jamás se repetiría en ninguna parte del mundo, solo en esa cancha hubo un árbitro que dirigió un partido con un pito en cada mano: uno de plástico y otro de carne.

Esperaba la indignación de las señoras y las risas burlonas del resto, pero no; simplemente los mismos gritos de siempre, ahora mezclados con muchas risas. Esto debido al nivel del extraño, ya que el loquito hacía un buen trabajo arbitrando.

Hasta hoy se habla de aquel partido, de cómo carajos el extraño no pudo meter un gol con tantas oportunidades, incluso hubo un momento donde no había defensas y el arquero estaba en el suelo; solo era cuestión de empujarlo y aun asi fallo, mal día para los apostadores.

Ese viernes fue especial, las personas ya no gritaban, los jugadores apenas si hablaban. Ver a la gente olvidándose por un rato de que cualquier sombra podía ser un terruco era refrescante. Y yo sabía quién lo había logrado, el extraño de la cicatriz había traído un pedazo de normalidad a este hueco de paranoia y miseria.

Mientras mis gritos se unían a la barra no deje de observar al extraño, y aunque haya sido por un instante el me devolvió la mirada. Y el ardor de todas mis cicatrices volvieron a mí. El Diablo, pensé, pero al mismo tiempo no. El dolor era fuerte, pero nada comparable como cuando mi carne y huesos eran sujetadas por el Diablo.

Al ser el dolor un instante, solo decidí ignorarlo.

Cuando los partidos concluyeron la señora Lupe les regalo a todos los jugadores los últimos anticuchos; incluso el loquito pudo comerlo y, por primera vez, en voz alta, dijo algo entendible: “¡Sabor peruano, carajo!”

Todos gritaron y rieron.

Ya era claramente notorio, aquel extraño tenía algo que podría llamarse místico, igual que aquel danzante, pero esta vez no era algo que me atraía, sino que me hacía feliz, como si de repente no hubiese ningún peso en vivir. Como si alguien hubiera bajado el volumen al país durante un par horas.

El jolgorio duró lo que debía. Llegada la medianoche, ya todos se habían retirado, algunos a sus casas y otros a continuar la fiesta donde pudieran. Por mi parte, solo quería descansar. Volver a sentir aquellos recuerdos, ese éxtasis, pero también ese dolor en las cicatrices de mi cuerpo, era algo demasiado cansado.

Y aunque intente dormir, había un pensamiento que no me dejaba dormir: ¿y si este tipo, como el danzante, era otra cara de eso que me persigue? ¿Y si todo esto era solo otra forma de joderme la cabeza?

Al día siguiente, las cosas verdaderamente se hicieron extrañas.

En la mañana, junto a los que se quejaban de no poder dormir por el trabajo, el extraño ayudaba a la señora de la tienda vendiendo pan entre otras cosas al mismo tiempo que hablaba con los clientes que, al parecer, no les importaba que la cola se hiciese más lenta o larga. Al otro lado el loquito, aun con la mano en su sexo, estaba sentado comiendo tranquilamente respondiendo con vocales y liturgia matemática a todo aquel que se le acercara para felicitarlo por tan buen trabajo de arbitro.

En este barrio donde las sospechas eran el pan de cada día, este extraño había logrado que todos bajaran la guardia en menos de 24 horas.

O era un santo o era Dios. Cualquiera de las dos igual de ilógico.

Al mediodía observe al extraño en el parque rodeado de muchos niños y algunas madres. Las mismas madres que semanas atrás no dejaban que sus hijos salieran ni a la esquina, ahora sonreían mientras este tipo parecía explicarles los deberes a todos. Incluso yo me acerque a escuchar lo que decía y fui allí cuando me entere que Cristóbal Colon no fue el primero en llegar a America.

Mas tarde, cuando los jóvenes comenzaban a plagar las calles, lo vi ayudando a los señores de limpieza en el parque, compartiendo una Inca Kola y unos cuantos pasteles. Estas personas, que normalmente no le dirigían la palabra a nadie, ahora conversaban con él como si fueran patas de toda la vida. Incluso él había logrado que algunos jóvenes, los mas molestos, ayudasen a terminar de limpiar las calles, aunque esto mas que un milagro creo que fue un soborno, ya que a todos les regalo unas bebidas y creo que algo de dinero.

Después de ello fue tomado por algunas mujeres que lo llevaron con el estilista, un cambio de look obligado supongo. Si mejoro o no su apariencia, no sabría decirlo, yo lo veía igual, pero lo que si se es que el estilista lo lleno de elogios, entre ellos mencionaba que su cicatriz lo hacía ver como un verdadero macho, y el extraño se reía mientras observa su cicatriz con algo de curiosidad, como si hasta entonces lo hubiera ignorado y solo ahora osaba mirarlo. El estilista, que solía cerrar apenas oscurecía y que le temía hasta a su sombra desde el bombazo, ahora le hablaba al extraño sin inmutarse.

Pero el punto culmen de lo extraño sucedió cuando el estilista por fin los soltó.

Unos jóvenes, casi todos rateros conocidos, salvo uno, de él se decía que había asesinado, se entregaron a la policía.

Primero pensé que los habían atrapado, que los habían delatado, hartos de sus estupideces, pero pronto corrió el rumor: el extraño había hablado con ellos. Nadie sabe qué les dijo, solo se entregaron.

El extraño llego hasta ellos, les hablo unos segundos y los acompañó hasta que la policía se los llevó. Creí que las madres lo encararían, que lo insultarían o intentarían dañarle, pero no lo hicieron; solo se fueron en silencio.

En mi barrio las madres arañan paredes por salvar a sus hijos, ver a estas mujeres aceptando que los suyos se fueran mansamente a la comisaría era como ver a un cura bailando calato en plena misa.

Imposible.

Aquello que podía ser interpretado como una sucesión de eventos extraños, un tanto fuera de lo común, pero no extraordinarios, para mi eran la manifestación de las palabras de mi maestro, aquello que existe demasiado.

Ya estaba seguro, no era el Diablo, ni un ser parecido al danzante. Solo era alguien que existía en el punto donde lo simple deja de serlo y se mueve en ese intervalo tantas veces que es imposible saber en donde exactamente esta.

Nuevamente deseaba llegar a él. Pero como existía demasiado ante la vista de todos, todos querían llegar a él.

Mi necesidad de privacidad y silencio para pensar hicieron que esperara y escuchara.

Palabras simples. Cortas. Esa es la mejor definición de la voz del extraño. Pero que, de todos modos, parecían sostener algo, una definición diferente para todos, como si cada quien escuchara lo que deseaba, lo sé porque quienes se iban lo hacían murmurando mensajes distintos.

“Me dijo que volverán”, decía una vieja.

“Me aseguró que todo estará bien”, decía otra.

“Me hizo entender que la culpa no era mía”, sollozaba un viejo que había perdido a su nieta en el atentado.

Pasaron alrededor de dos horas para que el gentío desapareciera. Él se acercó a mí y me invitó a acompañarle en su caminata. No sabía qué decir, pero no existía incomodidad en ello ya que él no dejaba de hablar, un contraste extraño respecto a momentos atrás.

Habló de todas las personas, sabía el nombre de cada uno. Y aunque nunca fue específico, era claro que su conocimiento podía entenderse como vasto.

—El profesor o como le dicen ustedes, “el loco paja” está mejor —dijo intentando sostener su risa— solo necesitaba que alguien lo escuchara. A veces, el dolor nos encierra en nosotros mismos.

Supongo que ese era el momento perfecto para hablar, para decir algo, un chiste, estúpido, aunque sea, pero no. Solo estaba allí, solo existía mas no mostraba prueba de esa existencia.

—Esa oscuridad que pocos hemos visto. Hay momentos en el cual no nos podemos permitir ser oscuridad y debemos ser luz en especial para personas como el profesor.

Me miro y en ese instante fui y me sentí transparente. La sensación estuvo muy por encima de ayer mientras lo observaba jugar.

—Ambos vieron algo que los cambió.

No respondí, solo ignoré ello. Ahora si quería irme, pero no. No, no me lo permitiría.

Caminamos hasta encontrarnos con un pequeño puesto, una anciana vendiendo dulces y cigarros. Ella lo reconoció y le ofreció un cigarro que él no negó. También me lo ofreció a mí, pero negué con la cabeza. Tenía la garganta tan seca que ni el humo iba a pasar.

Avanzamos una cuadra hasta llegar a una pequeña iglesia “Santa Rosa De Lima”, de fachada sobria, concreto liso de tono marrón rojizo, forma triangular. Estaba cercada por una reja negra cuyas puntas, parecidas a lanzas, eran suficiente para evitar que extraños se colaran.

O quizás para que los demonios se mantuvieran afuera, pensé.

Dio una última aspirada al cigarro, sacó una llave y abrió la reja. Lo miré extrañado y de la manera más relajada y tranquila me dijo que era sacerdote, aunque no de esa iglesia; estaba allí hasta que el otro sacerdote volviera. Estaba delicado de salud.

Un sacerdote fumando y que parece ver a través de mí. Un loco arbitrando. Un barrio sin miedo en plena guerra. Si esto no es mí juicio final, se le parecía bastante.

Me quedé en la puerta de la reja hasta que él me invitó a entrar. Había pasado muchos años desde que visité una iglesia. No desde que salí de Ayacucho con el sabor del infierno en la boca. Sentía que pisar suelo sagrado seria lo último que haría.

Cuando entramos entendí que todo lo referente a él se vuelve extraño.

Donde debían estar los asientos más cercanos al altar ahora había algunas camas, seis, puestas en dos filas. Él me explicó que el primer día que llegó vio a varias personas en las puertas, la zona comunal estaba llena y hacía demasiado frío. Compró las camas y, desde entonces, mayormente en las madrugadas, abre las puertas para quienes lo pidan.

—Desde Tarata, las calles sean vuelto el terror para muchos, incluso el sueño parece escapar de ellos. Las pesadillas son peores que el frío.

Me senté en el banco más cercano a la puerta. Él desapareció unos segundos y cuando regresó vestía su sotana con botones rojos a lo largo del frente. También bordado con una línea roja, al igual que los puños de las mangas largas.

Se acercó, se sentó a mi lado, y sin preguntar nada, solo dijo:

—No tengas miedo, hijo.

Igual que una confesión, pidió que le hablara.

¿Por qué lo hice? No tendría forma de decirlo, tal vez lo sentí como una orden, una petición o simplemente, aunque sea muy en el fondo creí que el dolor, que a veces va y viene, de las cicatrices, mi incapacidad de dormir tranquilo por fin seria resuelta si hablaba con él. Lo sentí como mi última oportunidad.

Confesé todo mi trabajo, mis timos y cómo me encontré con el Diablo.

Le conté de Ayacucho, de lo que vi, de cómo salí de ahí con estas marcas que ahora me arden cada vez que cierro los ojos. Le conté del danzante, de lo que sentí, y de cómo ahora, desde Tarata, siento que todo se está yendo a la mierda, que me hundo en un río de sangre y que nadie puede hacer nada, que no quiero que nadie haga nada, el placer y el dolor niegan mi deseo a seguir existiendo.

Sus palabras esta vez no fueron simples, tampoco quisiera comentarlas, pero sentí aquello, no estaba solo. Esa extraña seguridad que existe cuando la confianza llega a estar presente.

Seguimos hablando, creí que me diría cuántos padre nuestros y ave marías tendría que decir. Cuando se lo comenté, solo se rio.

—Lo normal sería cinco padre nuestros y cinco ave marías, pero ahora quiero que repitas después de mí—me pidió—: “El que habita al abrigo del Altísimo, morará bajo la sombra del Omnipotente…”

Su voz cambio, no era su voz, eran muchas, todas ellas sosteniendo mi fe y alejando mis miedos. Aquella paz que observé en todos los que hablaron con él, también la sentí. Como si alguien le hubiese quitado el peso a mis huesos y caminar fuera respirable, aire limpio a mis pulmones después de años de respirar ceniza.

Las palabras siguieron fluyendo, pero esa paz fue interrumpida cuando un golpe seco retumbó en la puerta principal.

Y una voz susurró:

“Me invocará, y yo le responderé…”

No fue un sonido. Fue una incisión en la realidad, como si el universo recordara de súbito que podía trascender escombros y miedo.

El suelo se transformó en mercurio líquido.

No me pidan explicaciones científicas para lo que ocurrió aquella noche.

Las baldosas miserables, gastadas por pies suplicantes, se volvieron espejos perfectos. Las paredes exhalaron y se estiraron hacia un infinito arquitectónico.

Columnas espirales emergieron del suelo como pensamientos cristalizados, revelando su presencia eterna.

Ángeles de mármol despertaron. Sus rostros tallados en éxtasis perpetuo, conocedores del espectáculo inminente.

Los frescos comenzaron a respirar. El techo no representaba escenas, sino que las soñaba: edificios que se desmoronaban y renacían en ciclos eternos, rostros humanos transfigurados por risa, llanto, terror, y finalmente, polvo.

Y entonces, Él apareció.

No caminaba. Se deslizaba con la certeza de quien jamás ha conocido el tropiezo. Su andar era una coreografía precisa, convirtiendo la iglesia en su escenario natural.

Sus botas: obsidiana pulida que capturaba las llamas de las velas como incendios aprisionados.

Su abrigo: negro con vetas violáceas, forrado en un rojo tan vivo que parecía sangrar luz.

El viento no lo movía. Él orquestaba al viento. Y su perfume —pólvora, incienso y algo más que entonces no identifiqué— era el aroma del miedo destilado.

Su piel era noche absoluta, decorada con filigranas doradas que se ramificaban como sinapsis nerviosas bajo epidermis de ébano.

Y sus ojos…

Anaranjados, conteniendo un apocalipsis en cada parpadeo. Mirada de incendio controlado, fuego primordial domado por voluntad antigua.

Pero lo verdaderamente terrible —o sublime— era su sonrisa. No pretendía amabilidad. Era la perfección consciente de sí misma.

Como un espejo que sabe que refleja una versión mejorada de quien lo contempla.

“Con él estaré yo en la angustia…”

El techo se abrió cual telón cósmico. No reveló el cielo limeño, contaminado y nervioso, sino una bóveda imposible donde constelaciones formaban espirales musicales. Entre aquellos astros reconocí patrones: cientos, miles de rostros.

Un órgano se manifestó y estalló en un júbilo estremecedor. No era música. Era el gemido extático de esferas celestes friccionar entre sí.

Un coro invisible entonó un canto de bienvenida, como si el universo hubiera estado ensayando para este momento desde siempre. Como si esta Lima fracturada fuera el escenario perfecto para su aparición.

Las bancas se disolvieron. En su lugar surgió un teatro barroco. Tronos en semicírculo, cada uno ocupado por figuras enmascaradas.

Máscaras de porcelana: algunas lloraban sangre, otras reían con bocas imposiblemente extensas. Todas… bellamente inútiles.

Aplaudían. No como espectadores. Como devotos. O quizás como cómplices.

“Lo libraré y le glorificaré…”

Plumas de oro descendieron del cielo abierto, suspendidas en un limbo gravitacional, como si el tiempo dudara en continuar su marcha.

Los espejos multiplicaban versiones de Él que aún no existían. Mil poses. Todas trascendentes.

Y Él giró sobre sí mismo. Abrió los brazos en una crucifixión invertida, sin humildad, sin martirio.

Se ofreció a su propia imagen, ídolo celebrando su apoteosis. Neron festejando la destrucción que ha orquestado.

Su voz era terciopelo líquido. Cada palabra, una gema tallada para seducir simultáneamente al oído y al orgullo.

“Lo saciaré de larga vida…”

Y entonces, desplegó su sonrisa verdadera.

No la sonrisa calculada del actor. Ni la del seductor experimentado. Era la sonrisa del artista que acaba de firmar su obra maestra mientras ya concibe la siguiente.

El templo no colapsó. Se rindió. Y lo hizo transmutado en oro.

El altar se abrió sin violencia, revelando un jardín prohibido, una escalinata de flores flotantes y fragancias inverosímiles: nardo, óxido, anhelo ancestral, y pólvora. Siempre pólvora.

“Y le mostraré mi salvación.”

El aplauso cesó. El coro dejó caer una nota final, perfectamente esférica.

Y después… Silencio.

Se acercó a nosotros. Yo, paralizado entre un terror primordial y una vergonzosa fascinación, sólo pude contemplarlo. La certeza me atravesó como una daga helada: estaba nuevamente ante el Diablo.

Su voz resonó, eco de voces milenarias, un cántico hermoso pero devastador, como la sirena de alarma que suena cuando ya es demasiado tarde.

«Yo te preguntaré, y tú me contestarás… Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.»

Miré al sacerdote, esperando encontrarlo tan paralizado como yo. Pero no. Se incorporó con una serenidad imposible y le ofreció cortésmente su asiento. El lado carbonizado de su rostro brillaba bajo las velas como una galaxia oscura, pero su expresión era firme, como de quien ya ha visto el infierno y ha regresado con su alma intacta.

El Diablo permaneció impasible, como si la voz del sacerdote fuera demasiado insignificante para merecer su atención. El sacerdote entonces agradeció el espectáculo con una sutil ironía que me heló la sangre. Incluso tuvo la osadía de rozar con sus dedos una de las plumas doradas suspendidas en el aire.

El rostro del sacerdote —incluso la parte quemada— comenzó a irradiar luz propia, y sólo entonces el Diablo le concedió su atención, como si hubiera estado esperando precisamente ese desafío.

—En la casa de Dios todos sus hijos son recibidos y todas sus dudas son escuchadas —pronunció el sacerdote con una serenidad que me pareció obscena en aquel contexto infernal—. Puedes plantearlas, Portador De Luz, estrella de la mañana.

Las plumas doradas sellaron los labios del Diablo mientras su voz emergía directamente del aire, áspera como edificios derrumbándose.

«Al que pecare contra mí, a este raeré yo de mi libro… el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego… no borraré su nombre del libro de la vida, sino que confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles.»

Extendió sus brazos en un gesto expansivo, revelando en sus filigranas doradas miles de nombres. Entre ellos, uno había sido tachado violentamente. Reconocí algunos apellidos familiares y otros que aún carecían de significado para mí, pero que intuí encontraría algún día en mi camino.

El sacerdote lo observó en un silencio meditativo, sus labios moviéndose en susurros indescifrables, antes de hablar con una voz que hizo oscilar las plumas doradas.

—Ya no cargo peso alguno —afirmó con firmeza sobrenatural—. El error que cometí ha encontrado paz en mí. Mis piernas se sostienen sobre mi fe, ahora inquebrantable, ajena a pesadillas y sufrimientos. Aún llevo las marcas de mi pecado —acarició sus cicatrices como quien palpa un talismán— pero se han convertido en signos de mi redención. Mi nombre fue borrado por el peso del que me liberé. Estrella del Amanecer, no poseo más detalles que satisfagan tu pregunta, pero si mi respuesta te basta, puedes continuar.

Terror líquido recorrió mis venas cuando observe al danzante comenzó a orbitar alrededor del Diablo. Percibí su devoción, mi devoción mezclandose con pánico visceral, como un lazarillo que presiente el látigo.

Sin embargo, el sacerdote mantenía su impasibilidad. Su tono revelaba la determinación de ofrecer exactamente lo necesario, ni una palabra más. Esto multiplicaba mi miedo: ¿qué represalias tomaría el Diablo ante tal desafío? Pero las plumas doradas simplemente volvieron a velar su rostro mientras formulaba otra pregunta.

«Bienaventurados los que no vieron, y creyeron… ¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe… ¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?»

Esta vez, las plumas flotaron hacia los labios del sacerdote, como queriendo silenciarlo o quizás inspirarlo.

—Es mi deber —respondió con voz transfigurada—. Soy testigo y cómplice del horror. Jamás he mendigado salvación ni ofrecido falsas esperanzas. Nuestros actos persisten más allá de la muerte; seguimos generando paz u horror. Entenderé si el fuego es mi destino, pero ahora comprendo que no lo es. Apoyaré, seguiré, ayudaré, porque tal es mi obligación. No soy soldado, soy médico; mi servicio no responde a la avaricia sino a la necesidad. Estrella de la Mañana, como una vez fuiste luz para tus hermanos, intento serlo para los míos. Comprenderlos me fortalece, y ellos sostienen mi fe, incluso cuando la muerte recorre estas calles como legítima propietaria.

Sus palabras parecieron satisfacer al visitante. Comprendí entonces: el Diablo no necesita provocar ni instigar; simplemente escucha y observa, danza y canta. Lo hará ante multitudes o en soledad absoluta. Como el terror mismo: no requiere audiencia para existir, pero se nutre de nuestro miedo.

Un último susurro escapó de los labios invisibles del Diablo, suave como la mecha antes de la detonación:

“Habla, porque yo te quiero justificar… Ordena tus palabras, ponte en pie… Yo te responderé que mayor es Dios que el hombre.”

El sacerdote meditó prolongadamente, más que en sus anteriores respuestas. Sus manos, también marcadas por quemaduras, se movían inquietas sobre la tela negra de su sotana. Finalmente sonrió y formuló una pregunta de una simplicidad que me pareció absurda, trivial:

—¿Cuál es la mejor estrategia, de más bajo costo y adaptada al clima, suelo y recursos de mi comunidad, que garantice la seguridad alimentaria, el acceso a agua potable y genere excedentes e ingresos en estos tiempos de violencia?

Incredulidad, pero sobre todo rabia fue lo que me consumió. ¿Tenía al mismísimo Diablo frente a él y desperdiciaba su oportunidad con semejante banalidad? Podría haber preguntado cómo detener las bombas, cómo exterminar a Sendero, cómo salvar un país desangrándose. Pero no. Preguntó por cultivos y agua.

El Diablo sonrió. Las plumas se apartaron de su rostro, permitiendo ver una sonrisa que presagiaba tormenta.

La estrategia que salvará a los tuyos no se escribe en papeles ni se compra con limosnas, comenzó, con voz que parecía burlarse de nuestra condición de víctimas.

«No con ejército, ni con fuerza… Nace del abrazo entre el conocimiento antiguo y la astucia del presente.»

«Paraos en los caminos y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él.” Rehabiliten los andenes olvidados, donde la papa, la quinua y el tarwi resisten el frío con dignidad, como ustedes resisten el miedo.

«El labrador, para participar de los frutos, debe trabajar primero… Aunque dudo que sus manos temblorosas puedan sembrar algo más que pánico.” Cultiven en diversidad, como se cultiva la esperanza, si es que les queda alguna después de ver lo que han visto.

«El que siembra generosamente, generosamente también segará.» Aunque dudo que haya cosecha en tierra regada con sangre. Capturen la lluvia con atajados, denle reposo al agua en reservorios, y purifíquenla con piedras, carbón y sabiduría ancestral. Porque ni siquiera su agua está a salvo de la contaminación del miedo.

Usen el estiércol como tesoro fértil, devolviendo al suelo lo que de él reciben. «La tierra dará su fruto.” Si es que no ha abandonado ya este rincón del infierno que llaman hogar.

No busquen afuera lo que siempre habitó su memoria. «Este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti, ni está lejos… en tu boca y en tu corazón está, para que lo cumplas.” Aunque quizás sea demasiado tarde para ustedes, comunidad de cadáveres ambulantes.

Formen redes humanas más resistentes que el adobe de sus casas: una familia con cuyes, otra con hortalizas, otra que sepa fermentar queso y deshidratar maíz para comerciar con el valle. “Cada uno según el don que ha recibido.”

Eduquen con la radio, rescaten el saber de los ancianos y sostengan la comunidad como se protege una llama en la tormenta. Aunque ninguna luz basta contra la oscuridad que los asedia. “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él.” Si sobrevive para envejecer.

Establezcan comités que custodien el agua, la tierra, el sustento. “Procurad la paz de la ciudad… y rogad por ella a Jehová; porque en su paz tendréis vosotros paz.” Aunque la paz parece un lujo inalcanzable para ustedes.

Porque si logran alimentar a sus hijos, beber sin enfermar y comerciar más allá de sus montañas, no solo habrán vencido al hambre… habrán derrotado al olvido. Y al miedo. «Entonces nacerá tu luz como el alba… y serás como huerto de riego, y como manantial de aguas, cuyas aguas nunca faltan.»

Y eso, sacerdote, ni Dios ni yo podríamos arrebatarles. Ni con todas las bombas y todo el terror del mundo.

Con estas palabras, el espejismo arquitectónico comenzó a desvanecerse. Las columnas, los angeles, la magnificencia imposible, todo se disolvió como niebla al amanecer. La iglesia recobró su humilde identidad: un refugio improvisado en un barrio herido. El aire volvió a oler a incienso barato y a miedo humano. Como si nada hubiera ocurrido.

El Diablo se evaporó en la nada, pero una pluma dorada permaneció en las manos del sacerdote, resplandeciendo como oro líquido.

Comprendí que hasta ese instante mi voz había sido silenciada, convertido en mero testigo. El sacerdote regresó a mi lado y se desplomó en el banco, como si sus piernas ya no pudieran sostener el peso de lo vivido. A lo lejos, la sirena de un patrullero rasgó el silencio.

El miedo y la fascinación me empujaron a preguntar, con una vulgaridad que reflejaba mi desconcierto:

—¿Qué mierda acaba de pasar?

El sacerdote, acariciando la pluma entre sus dedos, respondió:

—Utilizó pasajes bíblicos para comunicarse. Su arrogancia es tal que solo puede dirigirse a nosotros, seres despreciables, mediante la palabra de Dios. Interrogó sobre mis pecados y mi expiación, sobre cómo sostengo mi fe frente al abismo.

En su mirada pude detectar miedo y desesperación, pero contenidos, domesticados. Era la mirada de quien ha sobrevivido a su propio infierno y se encuentra, sorprendentemente, victorioso.

—Al final —continuó—, me concedió formular una pregunta, cualquiera. Tardé en encontrar la perfecta, pero estoy en paz con mi elección.

Al recordar aquella pregunta, una ira irracional brotó de mis entrañas. Le reproché la trivialidad de su consulta cuando tuvo la oportunidad de obtener respuestas trascendentales.

—¡Podría haber preguntado cómo salvar el país! ¡Cómo detener las bombas! ¡Cómo evitar que la gente siga muriendo! ¡Y usted preguntó sobre cultivos y agua!

Mis gritos no provenían de algún lugar racional dentro de mí, sino de la rabia ante una oportunidad cósmica desperdiciada.

Cuando terminé mi diatriba, guardó la pluma en su sotana y comenzó a reír. Una risa melancólica, como la de alguien que ha agotado sus lágrimas.

—Mi voz no tiene el alcance suficiente para ser escuchada universalmente. Y aunque lo tuviera, ¿por qué deberían creerme? Si hubiera planteado las preguntas que sugieres, ¿qué habría conseguido? ¿La verdad absoluta? Tal vez, pero ¿de qué sirve una verdad tan fundamental que requiere unanimidad para materializarse? La realidad es que no habría logrado nada concreto, sería simplemente otro profeta cuyo mensaje sería distorsionado infinitas veces antes de llegar a las masas. Lo que nació como verdad moriría como estafa. No, pretender capturar la verdad universal es como intentar vaciar el océano con las manos desnudas. Tenía una pregunta, obtuve mi respuesta, y me satisface porque con mis propias fuerzas y obstinación podré implementarla. No puedo detener las bombas, pero puedo evitar que la gente muera de hambre mientras estas caen.

Mi furia persistía inexplicablemente, supurando como veneno en mis venas. Comprendía su lógica, pero algo primitivo en mí seguía rebelándose. El sacerdote añadió entonces:

«Por boca de dos o tres testigos se decidirá el asunto. El fin no será aún… pero esperará el tiempo señalado. Porque aún un poco, y el que ha de venir vendrá, y no tardará.»

—Este mensaje no fue dirigido a mí, sino a ti. Lo ocurrido esta noche trasciende lo casual, y tu presencia tampoco es accidental. Solo te pido prudencia. Cualquiera que sea tu anhelo, procede con cautela. Si realmente te arrepientes de tus errores, si lo que confesaste antes de la aparición del Diablo es genuino, abandona la búsqueda del tercero. Vive y aléjate del conflicto. Ya hay demasiada violencia en este país sin necesidad de que contribuyas a ella.

En ese momento, alguien golpeó la puerta de la iglesia. Vergonzosamente, salté aterrorizado, pensando que el Diablo regresaba. Pero no. Cuando el sacerdote abrió, vi a la anciana de los cigarrillos acompañada por varios, ancianos y niños. El sacerdote los condujo hacia las camas improvisadas que, sin darme cuenta, habían reaparecido.

Mi ira persistía, dirigida a la nada y a nadie. Así que abandoné el recinto en silencio.

Han pasado años desde entonces. Tal como predijo el sacerdote, su estadía fue breve; dos semanas después de aquella noche sobrenatural, el sacerdote titular regresó, con ese rostro de quien ha burlado a la muerte, pero no a las secuelas de la vida.

El día que partió nuestro extraño visitante, aunque no era viernes, la señora Lupe preparó anticuchos con su hijo y nieto. El aroma a carne asada y grasa chamuscada olía a despedida. Se organizó un partido de fútbol arbitrado por el “loco Paja”, quien había accedido a cortarse el cabello, aunque no a soltar su miembro, como si en él conservara el único vestigio de su vida anterior.

Dos semanas llevaba mi cabeza estallando, incrédulo en todo, pero fue durante esa hora de juego que la revelación me atravesó: comprendí que el origen de mi ira provenía desde Ayacucho.

No temía al Diablo; me aterraba que hubiera visto mi interior y conociera mi insignificancia.

Me percibía débil, fracturado, incapaz de provocar milagros propios, de ejecutar una danza que lo atrajera o una expiación que me hiciera merecedor de esta vida. Era simplemente pequeño, un impostor en un país desmoronándose.

Un niño, uno que ese día lloro. Varios lloramos, sin temor a parecer vulnerables ante los demás. Cuando el partido concluyó y los anticuchos fueron devorados como última cena, acompañamos al sacerdote hasta el transporte que lo llevaría a la terminal. Todos, sin excepción, se quebraron al abrazarlo. Incluso el loco Paja liberó su miembro para despedirse con ambas manos, entre risas y lágrimas, como si momentáneamente hubiera recuperado fragmentos del profesor que alguna vez fue.

—Todo estará bien. —prometió el sacerdote, con esa voz que inspiraba auténtica esperanza, aunque todos supiéramos que Lima es y será siempre una tumba iluminada.

Rememorando aquello, siento nostalgia, pero siento decir que falta al sacerdote, no he renunciado a mi propósito.

Ahora estoy siguiendo al tercero.

Comprendo cada vez mejor las palabras del sacerdote aquella noche de mi confesión. Existen transformaciones que podemos realizar con nuestras propias manos, con nuestros pies, con la obstinación de quien se aferra a lo único que le queda. No puedo determinar exactamente cómo, pero sé que el sacerdote cambió algo fundamental en nuestro barrio.

El vendedor de aquella sopa en bolsa ahora alimenta al maestro (ya no «loco Paja «), quien ha recuperado suficiente lucidez para ayudar a estudiantes de secundaria con sus exámenes de admisión universitaria. La celebración del viernes se convirtió en tradición cotidiana, aunque ahora la señora Lupe solo cuenta con la compañía de su nieto; el destino de su hijo permanece en el misterio.

Las circunstancias cambiaron, algunas mejoraron, otras empeoraron. Lo esencial es que se transformaron.

Y espero experimentar esa metamorfosis en mi viaje. En mi anhelo. Llegaré a San Ignacio y obtendré mi deseo, aunque deba entregar mi alma al Diablo o mi corazón a Dios.

Al final, en este país maldito, ambos parecen colaborar estrechamente, cobrando en sangre y retribuyendo en esperanza. Una esperanza precaria, insuficiente, pero esperanza al fin.


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