Susana nació capturada dentro de su cuerpo.
Un giro de la incógnita universal había caído sobre ella. Y, aún demasiados años después de nacer así, seguía viva.
La Medicina podría proporcionar una explicación impecable de lo que ocurrió. Pero es aburrido. E igual uno se confunde pensando qué sentido quiso darle la mano misteriosa que salvó una parte de ella.
Algo en sus tejidos no funcionó. Y un tiempo después de crecer, no pudo estirarse más. ¿En qué consistió el proceso? ¿Cuánto tiempo duró? ¿La hizo sufrir, o empezó a encogerse sin darse cuenta, como dormida, debajo de una sábana?
Cuando la conocí, ya era vieja. Su curador era un juez. Vivía en un hogar, con personas como ella y su mente hace tiempo que se había ido. La vida era una siniestra morgue. Los médicos se empecinaban con su cuerpo y no querían entregárselo nunca.
La boca de Susana besaba constantemente sus rodillas. Sentada o acostada, sus piernas permanecían igual. Y en esa eterna posición de bebé jamás supo lo que es bailar o sentirse hermosa.
No conversaba. Entablar vínculos con este mundo hubiera sido ilusionarse con lo imposible.
Lo que más movía eran los ojos. Los ejercitaba, y acariciaba en los otros, todos los movimientos que ella no podía hacer.
Encogida, arrugada, agazapada, atrofiada. Deshilachada. Presa del deterioro y de la Medicina.
Su mente jugaba un eterno partido de nada, con piezas que se movían solas, a la espera de un tablero distinto.
Una tardecita alguien dio la señal. No respiraba. Un empleado administrativo del cielo se había acordado de su caso y, decidido, revisó el legajo archivado en un cajón.
No daba para más. Había que tomar medidas urgentes.
Los enfermeros se apuraron de compromiso. Y por amor, se retardaron un poco. Empezaron a perseguirla para traerla de vuelta, pero despacito, porque era vieja y necesitaba ventaja hasta para morirse.
Vino corriendo la doctora Celeste. Sí que se movía. Con gracia. Era como un ángel volando entre azulejos, con su batir de alas, bolsillos y lapiceras.
De pronto, la cama se llenó de gente. La muerte abrió un pozo entre las sábanas al que todos querían asomarse. Quiénes somos. Adónde vamos.
Sólo ella no tenía interrogantes. Disfrutaba del momento de la entrega.
Algo mágico se le agitaba en las entrañas, y después de un sacudón de humo vio toda la pieza dorada y supo que por fin tenía permiso para irse.
Ya nunca más doblegada. Susana abandonó su cuerpo, y se fue caminando derecha.
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