Atreyu Estrella de la Mañana era ese tipo de muchachita que encontraba seguridad en el penúltimo asiento del salón de clases. Alejada del centro y retirada hacia el lado izquierdo de la pared, prefería guardarse las historias inventadas en su cabeza bajo el cajoncito del pupitre. Ahí nadie las vería, ni sabrían de su existencia.
Tal cuál esa historias permanecían ocultas, Atreyu había descubierto la fórmula para pasar desapercibida en un mundo donde la extroversión era premiada. No poseía deseo alguno por sobresalir, mucho menos de estar enjaulada en las prisiones mortíferas de la sociedad que se empeñaba por curar su naturaleza introvertida.
La estrella disfrutaba cada aspecto de su pequeñita identidad, aquellas cosas escasamente comunes que le hacían albergar un inmenso corazón. Una de ellas, la cuál había destinado a liberar exclusivamente en el auditorio del colegio, era el de convertirse espectadora de las prácticas artísticas.
Una vez a la semana, los alumnos -cuyas clases extracurriculares recaían en las bellas artes- se reunían en el auditorio para poner en práctica lo aprendido. La colisión de sensaciones reconfortantes que guarecían su inocente ser al escuchar las notas del piano o las voces bisoñas del coro, la elevaban a un paroxismo de auténtica paz.
<<Oh, dichosa sea la gloria de atender estos bellos y humildes cánticos. Si he de morir algún día, concédanme el honor de convertirme en música.>>
Terminando las prácticas, Atreyu cogía sus pertenencias (la mochila de broche, un suéter afelpado, el libro de la semana, y alguno que otro dulce), y se retiraba del auditorio con su habitual silencio mesurado. Sin embargo, esa ocasión hubo un cambio en las presentaciones de los alumnos. Cuando ya todos se habían marchado, una muchachita de largos cabellos ámbar apareció sobre el escenario. Llevaba puesto un uniforme de ballet clásico que hacía un contraste perfecto con la delicadeza de su piel; su piel de porcelana, su piel tan fina como la cáscara de un durazno.
Atreyu se asombró de inmediato al tener esa clase de pensamientos, pero la melodía de una pieza clásica le impidió digerir aquellas inocentes ideas. La reconoció desde la primera nota, era El Lago de los cisnes Op.20 Acto II No.10 creada por el inigualable Tchaikovsky. Y sí, se sabía de memoria ese larguísimo nombre, pues era de sus piezas favoritas.
En el momento en que la música comenzó a esparcir su distinguida magia, el corazón de la estrella adquirió un ritmo desacostumbrado; latía rápido, de una forma intensa y emocionada. Por si fuera poco, la muchachita misteriosa empezó a danzar por la venerable madera del escenario. Brincaba, daba piruetas, su brazos se alzaban con elegancia; cada uno de sus movimientos era cruelmente hermoso, y muy pronto, como quien cae desde lo más alto del firmamento, Atreyu quedó hipnotizada.
Ahora solo existían ellas dos, Atreyu no podía apartar la mirada de la bailarina. Nunca en su vida había presenciado algo tan maravilloso; se sentía libre, sanada, ligera, como si la sublimidad de ese baile le hubiese extraído cualquier pesar.
Cuando la música terminó, Atreyu aplaudió exaltada con un brillo especial en los ojos. Aunque su repentino acto hizo que la bailarina le volteara a ver. Y apenada por haber tenido un público sin advertencia, la bailarina le sonrió de oreja a oreja, haciendo una pequeña reverencia.
Atreyu salió del auditorio hecha un completo desastre: las orejas rojísimas hasta las puntas, el corazón frenético golpeando su interior. La cabeza le daba mil vueltas y su respiración apenas lograba apaciguar. Había llamado la atención de alguien, y no simplemente alguien común. Esa muchachita bailarina de ballet, aquella cuyo rostro le resultaba hermoso y desconocido, aquella cuyos movimientos vivirían en los confines de su mente.
La estrella suspiró, llevándose las manos temblorosas hacia su pecho. Cerró los ojos con fuerza, y por primera vez en su vida, sonrió por la felicidad de haber sido percibida.
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