Ya fuera que lo hubiera perdonado o a simple fuerza de vivir juntos, esa mañana Mei Ying le hizo entrega de su almuerzo: un tazón del pescado del día anterior con un poco de arroz y se lo depositó en una fiambrera. Y quizás como una pequeña venganza, le había puesto dos platos.
—¿Para quién es el segundo?
—Pues el de “ella”. Me lo agradecerás—dijo con picardía.
El muchacho cogió la fiambrera de mala gana. Le había repetido demasiadas veces a Mei Ying que no podía comer con una chica que no fuera su esposa, era imposible que no estuviera haciéndole esto adrede.
Su mirada de pronto se encontró con la de una mujer que los miraba detenidamente desde el otro lado de la calle.
—Buenos días—la saludó Bimo.
Sin darle una respuesta, la mujer siguió su camino, dejando confundido a Bimo.
—¿Quién era?
Mei Ying frunció el ceño.
—Ignórala, vete de una vez.
Bimo pensó en cuan raro fue aquello. No obstante, al mediodía por fin se presentó orgulloso en la tienda de Wood. Cuando preguntó por Lucy, el dueño lo miró como si se tratara de un completo extraño, incluso se tardó en responderle cordialmente al saludo. El pobre hombre estaba más pálido de lo normal y sus ojos estaban casi tan rojos como su nariz.
—¿Oh…? ¡Bimo!—balbuceó como si acabara de reconocerlo—. ¿Qué tal te va?
—¿Se encuentra usted bien?
—Sí, sí… —Wood se cubrió la boca con un pañuelo.
A Bimo le pareció que tembló en un esfuerzo por permanecer en pie.
—¿En dónde?
—¿Eh?
—¿En dónde está Lucy, señor? —repitió Bimo.
—Atrás… —respondió Wood.
Bimo volvió a contemplarlo.
—¿Seguro de que puede trabajar hoy?
Helmer emitió una especie de sonrisa. Sus dientes eran pequeños y amarillos.
—Sí, solo es una pequeña gripe. —Lo contempló un instante a través de sus negras ojeras—. Espera. Mejor entra por el callejón, la bodega está atiborrada. Golpea la puerta para que Meerna te abra.
Ni siquiera tuvo que hacerlo. En el camino, encontró a la señora Wood, quien lo saludó muy efusiva y obtuvo su permiso para comer atrás.
A diferencia de la Mem, Lucy no lo esperaba, y Bimo aumentó más secretismo a su sorpresa.
—Adivina qué hay adentro—le enseñó orgulloso la fiambrera.
Lucy se restregó los ojos somnolientos sin dar crédito.
—¿Tú… las semillas?
Bimo le dedicó una sonrisa ufana. El rostro de Lucy se iluminó, y se llevó la fiambrera dentro del godown.
—¿No comeremos juntos?—la frenó Bimo, a lo que ella lo miró turbada y su rostro se puso carmesí—. ¿No…?
El silencio creció en una larga brecha y ella lo miró como a algo asqueroso.
—Qué—sonrió Bimo finalmente.
—¡No puedo comer delante de ti! —lo reprendió Lucy escandalizada.
Bimo rio, ignorando que así la ofendería más, pero su repentino enojo le divirtió cuando no tenía motivo alguno.
—¿Por qué no? —rio él. No era lo mismo comer del mismo plato con una mujer que comer frente a ella; en su aldea se realizaban celebraciones con frecuencia en la que organizaban grandes comidas con el objetivo de fomentar las relaciones entre las personas. ¿Qué podía estar asustando así a Lucy?
—¡Tú…! —La niña empezó a hablar sofocada, pero Bimo la interrumpió con una sonora risa. Lucy estaba tan colorada como un pequeño camarón—. ¡Porque no! —gritó retrocediendo. Como sorprendida de su propio valor, bajó la mirada.
Estaba realmente asustada. Su rostro empalideció de miedo y las pupilas se le dilataron. A Bimo lo punzó la culpa, pero por una parte se alegró de comprobar que el bazar no había aplacado su carácter.
—Bien, lo siento. ¿Y qué comes regularmente con Wood?—desvió su enojo con otra cosa—. Imagino que la comida de los extranjeros debe ser un poco extraña.
—No es extraña. A veces como frutas—replicó ella con más calma, pero ocultándose tras la puerta—. Esta es primera vez que como algo así en mucho tiempo—adujo más calmada.
—¿Qué frutas son? ¿Son de su país?—interrogó Bimo, pero Lucy volvió a callar tras la puerta.
Al escuchar que destapaba la fiambrera, le extendió la mano.
—Uno de esos platos es mío.
Comiendo espalda con espalda y con una puerta entre ellos, Bimo reflexionó en que quizás no sería bueno para ella ni para los Wood tenerla allí mucho tiempo. Pensaría cuanto antes en la manera de enviarla a casa.
Al levantar la tapa de la fiambrera, la boca húmeda del pez se asomó entre las verduras como un depredador de aguas profundas. Mei Ying le había puesto la cabeza, especial para él. Una de las aletas se escapaba por el borde del cuenco, sumergido en el caldo con salsa de soja. Bimo jugó un poco con las extrañas semillas antes de echárselas a la boca, encontrando que sabían mejor que ayer.
—Solo tenías que venir a verlos —dijo ella con timidez—. No darme de comer.
—No es nada—dijo Bimo.
—¿Quién lo cocinó? —preguntó Lucy.
—La esposa de mi amigo. ¿No te gustó?
—¡Estaba delicioso! —replicó, sacando la cabeza del otro lado de la puerta. Bimo fingió no notar las lágrimas en sus ojos.
—También me gustó. Ni siquiera sabía que estas semillas existían. —Aunque se nos fue la mano con el jengibre, pensó.
Volvieron los almuerzos una vez por semana algo común. Helmer debía de haberse enterado del asunto de las comidas, pero no lo mencionó cuando días más tarde Bimo y su compañero Tan le trajeron agua fresca.
Bimo no sabía cómo la gente de Lucy (fuera cual fuera) cortejaría a sus mujeres, pero tras su reacción comenzó por primera vez a preocuparse. Entre tantas visitas recurrentes y expresándole su más sincera preocupación por ella, a veces no podía evitar temer estar confundiéndola, y encima tampoco conocía las reglas que los amigos del sexo opuesto seguirían en su comunidad, recordando además que él no tenía amigas desde que era muy niño; hasta los siete años con exactitud, cuando lo enviaron con otros niños de su edad a estudiar al surau. Así pues, intentó aproximarse a Lucy del modo más casto que había observado en bules, malayos y chinos en Singapura y en cualquier lado: saludando brevemente de palabra. Si todavía no conseguía hacerla confesar la ubicación de su kampong, al menos podía obtener un saludo.
Pero pronto esto dejó de ser un problema. Lucy poco a poco se desenvolvía con él. Además, la comida era un buen anzuelo para ganarse su confianza y, en algún momento, él mismo llegó a ignorar su pudor en las comidas con sus dos amigas. Jamás hubieran compartido del mismo plato, pero Bimo se sentía menos cohibido.
Al singular almuerzo y otros pedidos igual de raros (el tampoi, que daba frutos a fines de año y una sola vez cada siete años —aunque parecido al mangostán era menos agrio y más ácido— no la encontró en ningún mercado y justo cuando se daba por vencido, se la compró a unos nativos afuera de un bazar; porque la fruta solo crecía en la jungla), siguieron las esperadas clases de inglés, y a partir de entonces Bimo pasaba con Lucy todo el tiempo que podía, a pesar de lo mucho que costó persuadirla para que lo aceptara como su maestro pues ella misma se tildó de estúpida. Finalmente, Bimo llegó con un viejo libro de ortografía que traía entre sus pertenencias de viaje, en el que aparecían las letras inglesas y sus sonidos. El libro despertó especialmente su atención.
—¡Esto es ilmu hitam!—dijo Lucy con gravedad—. No lo abras, Bimo, o serás poseído.
Bimo rio. Conocía el término de ilmu hitam, la magia negra entre los malayos.
—¿Cómo se te ocurre algo así, Lucy? Solo es un diccionario que contiene palabras. No es peligroso. Te leeré algo en voz alta.
—Pero las prácticas están en la cabeza del dukun—dijo Lucy—. El maestro de las tradiciones.
—Bien, no soy dukun, pero cuando se lee, las historias fluyen a través del libro hacia la boca—dijo Bimo—, y todo el mundo puede conocer la historia, no solo aquel a quien el dukun o el munshi la cuenta.
—¡Entonces tienes buen ilmu! —concluyó Lucy.
Bimo sacudió la cabeza.
—Que no es ninguna magia. Mira, así se lee casa en inglés—Cogió una hoja de papel y escribió el significado de casa. La chica lo contemplaba boquiabierta—. ¿Ves?, también podemos escribir todo lo demás. Todo lo que queramos saber.
Lucy estiró el cuello para echar un vistazo de cerca. Contempló fijamente las palabras ininteligibles. Su mirada saltó del papel al joven, y de nuevo al papel.
—Bien. Entendido.
Bimo compuso una mueca de incredulidad.
—¿No sabes leer?
—Sé dibujar mi nombre.
Bimo resopló, exasperado. Al venir de un hogar en donde leer era algo tan básico, no se le había pasado por la mente que Lucy podría provenir de una familia pobre.
—Debí suponerlo… No importa. —Sacudió la cabeza—. Habrá que enseñarte, entonces.
—¿Cuál es el problema?—preguntó Lucy—. Tú dime qué palabra es cuál, y lo recordaré. Si soy capaz de aprender un poco de lo que ellos dicen, podré encargarme de esto.
Bimo hizo una mueca de fastidio.
—Estudiar no servirá de nada si no sabes leer. —Agitó una mano en dirección a la tienda—. ¿Cómo vas a distinguir las órdenes que te dan? ¿Cómo vas a saber cuáles herramientas te piden? ¿Cómo vas a saber lo que tienes que hacer? ¿Cómo vas a saber cómo responder? Esto no funcionará, no puedo enseñarte así—movió la cabeza.
—¡Espera! —Lucy titubeó—. ¿No puedes enseñarme? Si no te vas, aprenderé todo lo que quieras. No me dejes sin darme la oportunidad de tuntut. Por favor.
Bimo ladeó la cabeza y sonrió.
—Bueno, veremos si tus actos están a la altura de tus palabras.
—Así lo haré. Te lo aseguro. No soy tan tonta.
Los dientes de Bimo relucieron en la penumbra, brillantes y divertidos.
—No eres tonta, en lo absoluto. Hace unos días no sabía que existían esas semillas, o esa fruta creciendo en la selva y eso no me hace un tonto. Pero ahora las conozco porque me las mostraste. Déjame mostrarte cómo leer.
Bimo llegó a la semana siguiente con una pizarra para niños para que Lucy dibujara las letras una y otra vez, en tanto Bimo le recitaba palabras básicas en inglés.
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