The Pain of Smiling

The Pain of Smiling

_JMVV_

23/12/2024

Capítulo 1: Calles.

A mi espalda cargaba una vieja mochila que había encontrado en la basura. Emanaba un extraño olor que no pude quitar. El frío de la noche entraba por mis cortadas; por más que presionaba, la sangre no dejaba de salir del costado izquierdo de mi abdomen. Por el efecto de aquel polvo que había esnifado, no noté cuando aquella cosa me perforó. Era una herida profunda, rodeada de un líquido viscoso, amarillento. No sentía dolor, pero un hormigueo se hacía presente, como si algo se adentrara en mi piel, alimentándose de mí. Quería rascarme, pero sabía que era inútil. Mis uñas estaban cubiertas de carne y mugre, la suciedad se extendía por todo mi cuerpo, oculta por sangre seca que me era difícil saber si me pertenecía o era de alguna criatura.

Las calles tranquilas me generaban incomodidad. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad que rodeaba la zona, pero no a lo vacío de esta. Todo estaba deteriorado, era un lugar olvidado donde todo era adornado por gritos de agonía que dejaban un silencio inquietante al callarse de golpe. El aire tenía un olor particular, una fina mezcla de sangre con putrefacción, que se había impregnado en mi cuerpo.

No quería, pero debía pasar por aquel sucio callejón, territorio de gatos abandonados que peleaban con niños por las escasas sobras de comida. Las pocas veces que he mirado en su interior, encuentro algo que no me puedo sacar de mis pensamientos. No sé qué es normal en aquel lugar cubierto por basura; los maullidos que salen de su interior no los puedo descifrar.

—Algo para fumar —preguntó un niño saliendo de la basura. Era dos años menor que yo. Donde debía estar su ojo derecho, solo había una cuenca vacía con pus en su interior. Su ojo izquierdo era de un hermoso color violeta. No tenía camisa, lo cual dejaba ver su desnutrición. Su pantalón estaba sucio, como todo su delgado cuerpo. Mi piel se erizó por alguna extraña razón, la cual ignoré mientras buscaba en mi bolsillo. Con dificultad, saqué una caja de cigarrillos. No me gustaba fumar, pero era una de las pocas cosas que me calmaba dentro de aquel lugar. Había cinco cigarrillos, de los cuales conservé dos, lanzándole la caja al niño, quien la atrapó.

—¿Tienes fuego? —le pregunté, sabiendo que había perdido mi encendedor. Sacando un dedo amputado de su bolsillo, agarró un cigarrillo con su boca. De la punta del dedo salió una tenue, pero fugaz llama azul, la cual iluminó por un leve momento el callejón, dejándome ver a cuatro niños cubiertos de sangre. Todos tenían una enorme sonrisa macabra, la cual reconocí al instante; era una que surgía al poder comer después de aguantar hambre varios días, aunque solo fuera la poca y sucia carne de un gato callejero.

—¿Te gustó mi ojo? —preguntó el niño acercándose a mí mientras me apuntaba con aquel dedo amputado—. Te lo vendo o quieres uno de mis dientes, creo que aún me quedan buenos —añadió, mostrándome una enorme mueca. Los pocos dientes que le quedaban, estaban cubiertos de caries y sarro. Me mantuve en silencio, esperando a que me encendiera el cigarrillo. Aquella hermosa llama surgió de nuevo, dejando en evidencia miles de miradas vacías que se posaban en mí. Eran gatos y niños que me miraban, solamente me miraban. El callejón volvió a ser absorbido por la oscuridad, pero aquellos ojos seguían penetrando mi ser.

Di una bocanada, sintiendo que mi lengua se quemaba. El sabor del cigarrillo era horrible, pero lograba calmarme. Boté el humo por la nariz, esperando quitarme aquel horrible olor que me penetraba. El niño volvió a la basura, desapareciendo en la oscuridad del callejón. Seguí mi camino con un miedo irracional que provocaba el silencio que me acompañaba.

Llegué a donde dormía, una casa de dos pisos en ruinas. Por más que había pasado unos meses, no me acostumbraba a lo deteriorada que estaba. Alquilaba una habitación del segundo piso, donde las ventanas se encontraban tapizadas con madera, que evitaban que la luz del amanecer entrara. El frío penetraba bruscamente el lugar. Tenía goteras que se hacían más grandes con cada día lluvioso y el olor era una mezcla que ni el cigarrillo podía borrar, pero era barato.

La parte inferior de la casa estaba a oscuras, lo que significaba que la casera tenía clientes. Un fuerte quejido proveniente de un hombre se hizo presente, dispersando momentáneamente el silencio que me atormentaba. Aquel sonido de dolor, que cada vez se escuchaba con más frecuencia, se transformó en gritos de placer. Ignoré el ruido, dándole otra bocanada al cigarrillo. Boté el humo al cielo que rara vez miraba, pero que siempre extrañaba al adentrarme a aquel lugar. Por inercia, me senté en un lugar oscuro donde la luz de la luna no dejara al descubierto mi presencia, esperando a que el cliente saliera para poder hablar con ella.

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