The Pain of Smiling

The Pain of Smiling

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23/12/2024

Capítulo 1: Calles.

A mi espalda cargaba una vieja mochila que había encontrado en la basura. Emanaba un extraño olor que no pude quitar. El frío de la noche entraba por mis cortadas; por más que presionaba, la sangre no dejaba de salir del costado izquierdo de mi abdomen. Por el efecto de aquel polvo que había esnifado, no noté cuando aquella cosa me perforó. Era una herida profunda, rodeada de un líquido viscoso, amarillento. No sentía dolor, pero un hormigueo se hacía presente, como si algo se adentrara en mi piel, alimentándose de mí. Quería rascarme, pero sabía que era inútil. Mis uñas estaban cubiertas de carne y mugre, la suciedad se extendía por todo mi cuerpo, oculta por sangre seca que me era difícil saber si me pertenecía o era de alguna criatura.

Las calles tranquilas me generaban incomodidad. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad que rodeaba la zona, pero no a lo vacío de esta. Todo estaba deteriorado, era un lugar olvidado donde todo era adornado por gritos de agonía que dejaban un silencio inquietante al callarse de golpe. El aire tenía un olor particular, una fina mezcla de sangre con putrefacción, que se había impregnado en mi cuerpo.

No quería, pero debía pasar por aquel sucio callejón, territorio de gatos abandonados que peleaban con niños por las escasas sobras de comida. Las pocas veces que he mirado en su interior, encuentro algo que no me puedo sacar de mis pensamientos. No sé qué es normal en aquel lugar cubierto por basura; los maullidos que salen de su interior no los puedo descifrar.

—Algo para fumar —preguntó un niño saliendo de la basura. Era dos años menor que yo. Donde debía estar su ojo derecho, solo había una cuenca vacía con pus en su interior. Su ojo izquierdo era de un hermoso color violeta. No tenía camisa, lo cual dejaba ver su desnutrición. Su pantalón estaba sucio, como todo su delgado cuerpo. Mi piel se erizó por alguna extraña razón, la cual ignoré mientras buscaba en mi bolsillo. Con dificultad, saqué una caja de cigarrillos. No me gustaba fumar, pero era una de las pocas cosas que me calmaba dentro de aquel lugar. Había cinco cigarrillos, de los cuales conservé dos, lanzándole la caja al niño, quien la atrapó.

—¿Tienes fuego? —le pregunté, sabiendo que había perdido mi encendedor. Sacando un dedo amputado de su bolsillo, agarró un cigarrillo con su boca. De la punta del dedo salió una tenue, pero fugaz llama azul, la cual iluminó por un leve momento el callejón, dejándome ver a cuatro niños cubiertos de sangre. Todos tenían una enorme sonrisa macabra, la cual reconocí al instante; era una que surgía al poder comer después de aguantar hambre varios días, aunque solo fuera la poca y sucia carne de un gato callejero.

—¿Te gustó mi ojo? —preguntó el niño acercándose a mí mientras me apuntaba con aquel dedo amputado—. Te lo vendo o quieres uno de mis dientes, creo que aún me quedan buenos —añadió, mostrándome una enorme mueca. Los pocos dientes que le quedaban, estaban cubiertos de caries y sarro. Me mantuve en silencio, esperando a que me encendiera el cigarrillo. Aquella hermosa llama surgió de nuevo, dejando en evidencia miles de miradas vacías que se posaban en mí. Eran gatos y niños que me miraban, solamente me miraban. El callejón volvió a ser absorbido por la oscuridad, pero aquellos ojos seguían penetrando mi ser.

Di una bocanada, sintiendo que mi lengua se quemaba. El sabor del cigarrillo era horrible, pero lograba calmarme. Boté el humo por la nariz, esperando quitarme aquel horrible olor que me penetraba. El niño volvió a la basura, desapareciendo en la oscuridad del callejón. Seguí mi camino con un miedo irracional que provocaba el silencio que me acompañaba.

Llegué a donde dormía, una casa de dos pisos en ruinas. Por más que había pasado unos meses, no me acostumbraba a lo deteriorada que estaba. Alquilaba una habitación del segundo piso, donde las ventanas se encontraban tapizadas con madera, que evitaban que la luz del amanecer entrara. El frío penetraba bruscamente el lugar. Tenía goteras que se hacían más grandes con cada día lluvioso y el olor era una mezcla que ni el cigarrillo podía borrar, pero era barato.

La parte inferior de la casa estaba a oscuras, lo que significaba que la casera tenía clientes. Un fuerte quejido proveniente de un hombre se hizo presente, dispersando momentáneamente el silencio que me atormentaba. Aquel sonido de dolor, que cada vez se escuchaba con más frecuencia, se transformó en gritos de placer. Ignoré el ruido, dándole otra bocanada al cigarrillo. Boté el humo al cielo que rara vez miraba, pero que siempre extrañaba al adentrarme a aquel lugar. Por inercia, me senté en un lugar oscuro donde la luz de la luna no dejara al descubierto mi presencia, esperando a que el cliente saliera para poder hablar con ella.

Capítulo 2: Ella.

Le di la última bocanada a mi cigarrillo, tiré la colilla, boté el humo y con este se fueron mis pensamientos. Dejé de existir. Todo parecía pasar lento. El cielo estaba más hermoso e inseguro de sí mismo. Por más que me presumía sus miles de estrellas, no lograba ver toda su belleza. El viento recorrió mi piel proponiéndome un recuerdo el cual rechacé. Una leve punzada en mi pecho me volvió a la vida. Aquella sensación se transformó en un dolor intermitente, el cual incrementaba al pasar de las horas. El hormigueo volvió en la herida del lado izquierdo de mi abdomen, la cual comenzó a dilatarse. Algo empezó a moverse en mi interior, comiéndose mi carne con pequeños mordiscos que hacían resonar mis huesos. Mi mano derecha empezó a temblar, mientras mi alma pedía a gritos un poco de aquel polvo.

El tiempo se detuvo. Mis ojos empezaron a llorar. Cada minuto mis ansias por fumar se incrementaban. Las estrellas se reían a carcajadas. Mi cabeza crecía queriendo estallar. Me desmayé abruptamente por una milésima de segundo. Fue algo tan momentáneo que dudaba que fuera verdad. Miré a mi alrededor confundido mientras me comía las uñas intentando calmar mi ansiedad… Un chillido familiar me trajo paz, el cual se transformó en felicidad al ver aquella puerta abrirse. Una luz salió del interior de la casa iluminando efímeramente gran parte de la calle. Del interior salió un hombre con cautela, mirando nerviosamente a todos lados. Era un cliente que nunca había visto. Llevaba puesto un hermoso vestido corto, el cual solo con mirarlo podía decir que era caro. Era alto y musculoso en exceso, tenía un gran bigote y una cicatriz en su cara. Cerrando la puerta, empezó a caminar dando pequeños saltos, mientras tarareaba felizmente una canción con su gruesa voz. Sus pasos resonaban en todo el lugar, formando un eco que alteró a los gatos que maullaban enojados. No podía definir lo que sentí al verlo, pero sabía que no me debía acercar a él. La oscuridad lo absorbió haciendo que sus pasos ya no se escucharan, dejando todo con un silencio abrumador.

Al pasar un rato me puse de pie con dificultad. El dolor que sentía se distribuyó por todo mi cuerpo, destrozando cada parte de mí. Mis piernas no dejaban de temblar con cada paso que daba. Con desesperación empecé a inhalar y exhalar profundo intentando calmarme, pero los maullidos de los gatos enojados me alteraban más. Sentí miedo al llegar a la puerta y no saber qué decir. Un fuerte mareo me detuvo de salir corriendo, pero no las ansias que me hacían morderme las uñas. Ignoré el motivo de mis emociones. En ese instante solo quería verla. Tras un suspiro, toqué la puerta dos veces suave y una fuerte, aclarando mis pensamientos. Ella abrió y volví a estar vivo al verla desnuda. La calidez que emanaba me acogió haciéndome olvidar todo. Tenerla al frente me daba paz. No me cansaba de ver su piel morena y, aunque estaba seria por verme malherido, me encantaba ver su cara. Por un instante me desvié por sus grandes caderas, las cuales me volvieron a llevar a aquellos hermosos ojos cafés.

—Tanto tiempo —exclamó molesta, sacándome de mis pensamientos.

—¿Me extrañaste? —pregunté mostrándole una sonrisa. Mis ojos se cerraban solos. Quería caer al suelo y descansar, pero le había prometido que no volvería a desmayarme en su presencia. Verla ocultando su preocupación era algo que me alegraba por alguna razón. Se me hacía raro que alguien tan hermosa me valorara tanto.

—Pasa —dijo dándome la espalda.

—¿Ni un beso me darás? —pregunté con un tono triste, el cual fue ignorado por ella. Me adentré en la casa sintiendo una calidez que siempre olvidaba al entrar a aquel lugar. Un confort recorrió mi cuerpo llenándolo de pensamientos. Cada parte de mí suplicaba que no volviera. Me decía que me quedara al lado de ella, lo cual sabía que era imposible.

Me acomodé en una vieja silla, dejando mi mochila a un lado. Podía mirarla moverse sin prisa por toda la casa. Verla tranquila me hacía olvidar de mis adicciones. Me perdí en su cuerpo preguntándome qué mal estaba pagando alguien tan perfecta como ella para estar en el mismo lugar que alguien como yo. A pesar de su fuerte carácter, siempre mantenía una tranquilidad melancólica, lo cual me ponía triste al no poder descifrarla. Después de un rato de voltear, se puso una camisa negra, la cual le quedaba grande. Acercándose a mí con una petaca de alcohol, un cuchillo y un gran frasco donde había aguja e hilo, me miraba de una forma que conocía bien, pero era la primera vez que la veía en ella. Con un suspiro me pasó la petaca destapada, a la cual le di un gran trago. —Qué horrible sabor —dije haciendo una mueca. Ella sonrió y me quitó la botella de las manos con un brillo en sus ojos.

—Respira profundo —dijo vaciando gran parte de la petaca en mi abdomen. El alcohol entró en mi herida haciendo que mi carne se contrajera, provocando un ardor insoportable. Aguantándome las ganas de gritar, mi cabeza empezó a palpitar. —Deja de ser marica —dijo pasándome nuevamente el licor. Le di otro trago mientras me perdía en sus ojos. —Si respiras hondo no te va a doler —dijo clavándome el cuchillo, moviéndolo histéricamente en círculos. Tenía boca, pero no podía gritar. Poco a poco mi cordura decayó hasta el punto de acostumbrarme a la sensación de ser cercenado por ella. Di otro trago; aquel sabor ya no estaba tan mal. Un calor invadió mi cuerpo cuando ella metió su mano dentro de mí, agarrando todo lo que pudo. Sacó un puñado de carne putrefacta y lo tiró en un bote que estaba al lado de mi mochila.

—¿Cómo sigues vivo? —preguntó quitándome la petaca, dando un largo trago. Su mirada de decepción se había vuelto una de preocupación—. Sí te extrañé. Bienvenido a casa, ¿cómo te fue? —dijo con una gran sonrisa.

Sin dejar que respondiera, introdujo dos de sus dedos en mi herida, empezando a buscar en mi interior. Aquella mirada de preocupación se transformó en una sádica, la cual solo quería causarme dolor. Al darme cuenta, tenía introducida toda su mano. Aquellos ojos cafés estaban extasiados por alguna razón. Algo empezó a moverse en mi interior, formando un gran bulto en mi pecho. Metiendo de golpe su antebrazo, agarró de la cola a aquella criatura y empezó a jalar con fuerza, pero esta se aferraba a mi carne. Aquella extraña cosa empezó a escapar dando mordiscos que resonaban en mis adentros. Ella seguía jalándolo en un éxtasis grotesco. A pesar de tener la cara cubierta de sangre, se veía hermosa. Un chillido se hizo presente y aquel bicho empezó a retorcerse histéricamente, buscando salida. —Esto dolerá —dijo sacándolo de un jalón. Perdí el conocimiento por una milésima de segundo tras sentir alivio.

—Sí que tienes suerte —dijo ella trayéndome a la realidad. Me quedé un par de minutos en silencio mirando al techo, absorbido por la comodidad que me brindaba el lugar—. Mira —insistió ella, feliz, enseñándome una especie de gusano enorme, el cual se movía histéricamente en sus manos. Tenía dientes puntiagudos, los cuales aún guardaban restos de mi carne. Poniéndolo en un frasco con agujeros en su tapa, preguntó con felicidad qué nombre le iba a poner.

—Rodolfo —dije sin pensarlo.

—Qué nombre más feo —dijo dejando el tarro en el suelo. Tomando la aguja e hilo, empezó a coserme mis heridas con delicadeza. El silencio se hizo presente, pero no me sentía intranquilo por alguna razón. Ella solo limpiaba y cosía mis heridas con una gran sonrisa. —Felicidad —me pregunté cerrando los ojos.

—El tontito —exclamó de repente como si de una epifanía se tratara. Tomando el tarro con sus manos, miró aquel gusano cubierto de sangre—. Tu nombre será el tontito —dijo con un brillo en sus ojos. En ese momento presencié cómo se le rompía el corazón al tontito.

Después de un rato, ella terminó de coser y limpiar mis heridas. —¿Cuánto te debo? —pregunté agarrando mi mochila con dificultad. La sensación de hormigueo había desaparecido, con el dolor, la sangre y la suciedad que cubrían mi cuerpo.

—Nada —dijo apuntando al frasco donde estaba el gusano—. Me quedaré con el tontito; eso es suficiente. —Aunque se me hacía raro por qué deseaba ese bicho, no quise preguntar…—. ¿De dónde sacaste esa mochila? —preguntó.

—No soy un carroñero —respondí, sacando una rebanada de pastel de chocolate de esta—. Toma —dije.

—¿Y para ti? —preguntó a punto de llorar. Aún me parecía raro que siempre que le daba algo se pusiera sentimental, aunque era bonito verla vulnerable a veces.

—Ya comí —dije, moviendo la bolsa del pastel para que lo tomara.

—Gracias —dijo tomándolo con una gran sonrisa. Destapando la bolsa, olió su interior, sintiendo excitación. Dando el primer bocado, saboreó poco a poco cada mordida. —¿Seguro no quieres? —preguntó con la boca llena. Sí quería, pero al verla comer con tanta felicidad solo pude negar con la cabeza. El silencio cubrió el lugar nuevamente. Yo me perdí en mis pensamientos con la mirada perdida en ella. Sabía que en un rato tendría que levantarme y volver a la torre, pero nada de eso importaba en este momento.

—No te enamores de mí —dijo mirándome a los ojos.

—¿Por qué no puedo? —pregunté, agarrando la petaca de alcohol.

—Porque te llevo muchos años —respondió.

—Entiendo, de todas formas, no eres mi tipo de mujer —dije, dando un gran trago. Aquel amargo sabor volvió, pero era agradable para el momento.

—¿Y cuál es tu tipo de mujer? —preguntó algo molesta.

—¿Cuánto te falta? —pregunté, cambiando la conversación.

—Dos clientes y lo habré logrado —dijo, quitándome la petaca de las manos.

—No te olvides de los pobres cuando tengas una gran familia —dije con felicidad, aunque sabía que no la volvería a ver.

El tiempo pasó. Cada minuto que transcurría estábamos más borrachos. Todo nos daba vueltas y poco a poco caíamos más en la tristeza. —Mañana me toca madrugar —dije, levantándome de la silla. Ella se levantó del lugar donde estaba sentada y me acompañó hasta la puerta.

—Sabes, lo estuve pensando —dijo mientras se apoyaba en la puerta—. Puedes ser parte de mi familia. Ya no tendrías que pagarme por una marca temporal y no estarías solo en aquel horrible lugar. Podríamos ahorrar juntos y tener una mejor vida. ¿Qué te parece? —preguntó con un brillo en sus ojos que rompió mi corazón.

Sonreí, sabiendo que solo eran delirios de una mujer borracha. Aunque aquellas palabras me ponían realmente feliz, no podía tomármelas en serio. Salí de la casa sin mirar atrás, sabía que me destrozaría verla y aunque deseaba mentirme no podía ilusionarme…

—¿Qué te pasa? —preguntó molesta—. Sí que eres bonito y bobo, lo que digo es verdad. Mañana tú y yo nos iremos de este asqueroso lugar… —dijo ella cerrando la puerta.

Ella apagó aquella linterna y todo volvió a la oscuridad. El frío recorrió mi cuerpo, dándome las dulces noches. La oscuridad me cobijaba, dándome consuelo y un poco de amor. Mis pensamientos se negaban a creer lo vivido, queriendo perderse al cerrar mis ojos.

Capítulo 3: Torre.

Desperté pensando que moriría por el dolor que sentía. No podía mover ningún músculo sin que estos se desgarraran. Tenía fiebre y hambre; sudaba sin parar. No tenía frío ni calor. El corazón quería salirse de mi pecho, y una vena en la cabeza empezó a palpitar. La oscuridad de la pequeña habitación era cómoda. No había ventana por la que entrara luz. Las paredes eran delgadas, así que podía escuchar todo lo que sucedía a mi alrededor, aunque no comprendía muchas de las cosas que llegaban a mis oídos. Me levanté del colchón sintiendo que mis huesos se partirían al no soportar mi peso. Al estar de pie, me mareé; una sensación de algo bajando por mi nariz se hizo presente, haciendo que por instinto echara la cabeza hacia atrás, tragándome el vómito. Me quedé un rato sin moverme, esperando que todo pasara. Encendí la lámpara y revisé mis heridas, las cuales habían sanado casi por completo. Ya no sentía aquel dolor punzante que me volvía loco. Tenía ganas de fumar, pero, por más que buscaba, no encontraba cigarrillos. Mi dedo índice empezó a moverse sin parar; un tic en mi ojo se hizo presente, así que apagué la lámpara. Sentí tranquilidad y respiré. Después de un rato, salí de la habitación, donde un olor a café me recibió. Al mirar hacia la cocina, allí estaba aquel peludo y gigantesco hombre cubierto solo por un delantal que dejaba sus nalgas al descubierto.

—Buenos días, Cyrus —dije, apartando la mirada de su culo.

—Buenos días, Dreng. Siéntate, ya casi está la comida —dijo animado, lo cual me sacó una pequeña sonrisa.

Me senté, intentando no mirar su culo peludo, pero este me llamaba con fuerza. Sabía que no debía, pero algo muy adentro me pedía que lo hiciera. Ignoré aquel llamado con mi fuerza de voluntad. —¿Tienes cigarrillos? —pregunté, mirando al suelo.

—Fumar es malo, y más para alguien de tu edad —dijo, acercándose a mí con un vaso de café y un pan, poniéndolos en la mesa. Me miró a los ojos con decepción.

—Gracias —dije.

—Tranquilo —respondió, volviendo a la cocina. No podía dejar de detallar su culo. Era deforme, parecía más grande de un lado o quizás era por el pelo. Tenía una forma extraña que me perseguiría en mis sueños. Le di un trago al café, el cual estaba amargo—. Es mejor esto que nada —pensé, perdiéndome en mis pensamientos tras sentir tranquilidad. Sabía que tenía que volver a aquel lugar, pero, a veces, estar afuera no estaba tan mal.

—¿Y la novia? —preguntó Cyrus, haciendo que me atragantara con el café. Tras toser un poco, lo miré. Él había dejado lo que estaba haciendo para verme fijamente. Por algún motivo, me puse nervioso al pensar en el curso de la conversación.

—No tengo —respondí, observando nuevamente su mirada de decepción.

—A tu edad yo tenía cinco novias y un hijo abandonado. Estás quedado —dijo, dándome la espalda—. ¿Ya tuviste tu primer beso? —preguntó, a lo cual respondí que no.

—Estoy esperando a la persona ideal —añadí. Cyrus empezó a reír a carcajadas. Así estuvo un rato, mientras yo me terminaba el café.

—Sí estás bien perdido —dijo apenas aguantando la risa—. ¿Quién te metió ese pensamiento en la cabeza? —preguntó.

—La casera —respondí.

Aquella sonrisa se borró. Con cara seria, me dijo en un tono de voz grueso y profundo: —Tiene toda la razón, yo pienso igual. Dile eso cuando hables con ella.

—No —respondí. El ambiente se puso tenso. En un instante, los dos nos pusimos serios, sin apartar la mirada el uno del otro.

—Hazlo o te mato —dijo con seriedad.

—¿Qué me das si lo hago? —pregunté.

—¿Qué quieres? —respondió.

—Que me lleven con ustedes la próxima vez que entren en la torre —repliqué.

—Imposible —dijo—. ¿A qué piso has llegado? —preguntó con curiosidad.

—Tres. ¿Y ustedes? —pregunté.

—Sigues estancado —dijo sin vacilar—. Nosotros seguimos en el veinte. Necesitamos a alguien que nos ayude a cubrir la retaguardia, pero es difícil encontrar a la persona que buscamos. Cyrus volvió a la mesa con tres platos, los acomodó y luego trajo tres vasos de café.

El olor del café era opacado por el del huevo que penetraba mi nariz, haciéndome dar ganas de vomitar. Tomé mi vaso, lo acerqué y empecé a oler su interior.

—Me sorprende que alguien pobre como tú no pueda comer huevo —dijo burlándose—. Qué mal pobre eres —añadió, con una fuerte risa que rompió la atmósfera.

—¿Cuáles son las características que buscas? —pregunté, cambiando de tema.

—Una mujer nalgona que sepa pelear —respondió con seguridad.

—¿Por qué no buscas hombres? —pregunté, esperando no arrepentirme.

—Eres muy joven para comprender, pero mira, te voy a explicar… Sacando unas gafas del bolsillo del delantal, se las puso y su aura cambió. Aclarando su garganta, empezó a explicarme—. Mira, las mujeres son más ágiles y le dan más visibilidad al grupo por su belleza. También son más inteligentes, lo cual ayuda a las estrategias. Y si le sumamos un gran culo o tetas, estas características les dan ciertas ventajas y más poder en ciertas cosas… —Habló por una hora, mostrándome estadísticas y análisis que él mismo había hecho y anotado en una libreta. Por un momento, sentí que me estaba invitando a un culto de pervertidos, ya que, brevemente, lo que decía parecía tener sentido.

—¿Cómo es que las mujeres se acercan a ti? —pregunté, acabándome mi cuarta taza de café. Él no había tocado su comida, esperando a que sus compañeras salieran del cuarto. Siempre me preguntaba por qué me habían acogido. No era su obligación hablar conmigo o darme consejos cuando empecé a alquilar una de las tres habitaciones del segundo piso. A veces sentía envidia de su relación y me preguntaba si podría tener algo igual o pertenecer a ella, pero este pensamiento era rápidamente olvidado y cambiado por uno de gratitud hacia ellos. Agradeciéndole por el café, me levanté de la silla estirando mi cuerpo. Caminé hasta la cocina y lavé mi vaso.

—¿Ya vas a ese lugar? —preguntó. Asentí. Él me detalló de los pies a la cabeza—. Estás igual que cuando te conocí. Probablemente mueras ahí dentro —dijo, apartando su mirada de mí.

No me molestaban sus palabras. No era la primera vez que me lo decía. Algo en el fondo de mí sabía que eran verdad, por más crueles que sonaran. Al fin y al cabo, era a lo que estaba destinado. —Gracias por tus palabras de motivación —dije, sonriéndole.

Entré a mi habitación. Era extraño: cada vez que la veía a detalle, se hacía más pequeña, pero era mejor que dormir en la calle. Me senté en el colchón y revisé detenidamente lo que había en mi mochila. Tenía unos cuantos colmillos de perros con sangre seca en ellos, unos ojos carmesí y tres cabezas de ratas. Nada de lo que tenía valía mucho en el mercado, pero me alcanzaría para lo necesario. Miré a la pared sin pensar, respirando tranquilamente, sabiendo que tenía que levantarme y caminar. No sentía miedo ni emoción alguna. Revisé una esquina de la habitación, donde levanté un tablón del piso de madera. Lo poco que tenía seguía ahí, lo cual me hizo feliz brevemente. Agarré la mochila y salí de la casa tras despedirme de Cyrus, que aún seguía esperando a sus compañeras.

—No mueras —dijo sin mirarme.

El viento pegó directamente en mi cara, moviendo mi cabello descuidado. Las calles estaban tranquilas. Las mujeres y niños vendían su cuerpo en las esquinas. Varias personas caminaban sin ganas de ser molestadas. Era fácil saber quiénes iban a adentrarse en aquel lugar. Había algo en sus miradas, en su caminar, que buscaba siempre la luz. Todos ellos tenían un olor que solo podía quitar la muerte. La torre se veía majestuosa. Daba igual la hora en que la mirara; esta se podía ver a kilómetros, haciendo que hasta el más grande de tus problemas se sintiera pequeño. Te seducía sin darte cuenta, solo para ser apreciada mientras prometía a todos los que caían en su encanto algo más grande que ella. El cielo quedaba opacado a su lado. Su belleza se transformaba en imponencia cuando te dabas cuenta de que ni los dioses pudieron conquistarla.

Toqué la puerta del primer piso: dos golpes suaves y uno fuerte. Ella abrió de inmediato. Estaba recién levantada, con lagañas en los ojos y el pelo alborotado. Por alguna razón, sin importar cuánto la viera, su belleza seguía sorprendiéndome.

—¿Me estabas esperando? —pregunté.

—¿Qué? —dijo ella, mirándome feo—. ¿Qué quieres? —preguntó, quejándose de su dolor de cabeza.

—Voy a la torre —dije.

—Vale, cuídate. No mueras, ve por la sombra, no comas comida que te brinden extraños y vuelve temprano hoy, que te tengo una sorpresa —dijo, cerrándome la puerta en la cara.

Sin saber cómo reaccionar, empecé a caminar. El cielo estaba despejado, lo que tomé como una buena señal. Tenía que estar atento si no quería ser robado, pero a veces me distraía contemplando el cielo y su infinidad. Sin importar qué rumbo tomara, llegaría a la torre, así que solo caminaba. El lugar más transitado era el mercado, lo cual lo hacía la zona más vigilada de la ciudad. Siempre era un fastidio moverse, ya que tenía que esquivar a los niños que corrían por doquier mientras sus padres trabajaban o simplemente compraban. Sentía envidia al verlos felices, pero esta era diferente: más fuerte, más dolorosa, más difícil de ignorar. —¿Cómo estarán? —me pregunté, llegando al puesto de una vieja mujer, a quien Cyrus me había presentado cuando me enseñó toda la ciudad—. Vieja, vengo a vender —grité, ganando su atención rápidamente.

—Vieja tu mamá —me respondió de mal genio—. No tienes que seguir los pasos de ese idiota. Tienes que ser educado —me reprochó, como era habitual. Le caía bien, ya que le recordaba a su nieto, que tenía mi edad. Por algún motivo, solo podía verlo un día a la semana, lo cual la ponía triste. Su hijo había muerto, y lo único que le había dejado, aparte de deudas, era aquel niño.

—Lo siento, lo siento, ¿cómo estás? —pregunté con una sonrisa.

—Bien. Tú has crecido… ¿sí te alimentas bien? —preguntó mientras me palpaba todo el cuerpo—. Tienes que comer bien —añadió.

—Lo intento, pero es difícil a veces —dije, sacando lo que iba a vender—. ¿Cuánto me darás por estos materiales? —pregunté, mostrándole los ojos, dientes y cabezas de ratas. Ella hizo una mueca y suspiró.

—Por ser tú, te daré dos monedas de plata, pero prométeme que comerás bien —dijo, tomando los materiales.

—Lo prometo —dije, tomando las dos monedas con una sonrisa—. Gracias, eres la mejor —añadí, listo para irme.

—Espera —dijo, tomando mi mano—. Toma —añadió, dándome una manzana.

—¿Estás segura? —pregunté, confundido.

—Sí, prométeme que comerás bien —dijo con una sonrisa.

—Gracias, te lo pagaré —dije, devolviéndole la sonrisa.

—No tienes que pagármelo. Lo hago con todo el amor que puedo dar —añadió, dejándome sin palabras.

—Gracias —dije, mientras me cuestionaba nuevamente por qué no podía ver a su nieto cada que ella quería. Me marché del lugar sin poder encontrar una respuesta a mi pregunta.

Llegué a una tienda que se encontraba oculta en un callejón. Era muy poco frecuentada, y todo era barato, que era lo que importaba. Entré, saludando al encargado: un viejo calvo que miraba con desprecio todo lo que entraba a su sucia tienda.

—Limpia el local, viejo cacorro —dije, repitiendo lo que Cyrus me dijo que gritara al entrar.

—Dile a tu madre que lo limpie —respondió el viejo.

—Dile a la tuya que me espera en la casa— contesté.

—mi madre está muerta, como la tuya hijo de puta —respondió, pero normalmente nos quedábamos un rato largo insultándonos. Esta vez iba con algo de prisa. Lo primero que agarré fue vino, después dos cajas de cigarrillos y un cuchillo viejo que aún tenía sangre seca en él.

—¿Cuánto es, calvo? —pregunté.

—Cinco monedas de cobre —dijo.

—¿Por qué tan caro todo, si todo esto es una mierda? —pregunté, empezando a regatear como Cyrus me había enseñado.

—Desde que la puta de tu madre subió los presos de una mamada —respondió, pero lo interrumpí.

—Que la la puta de tu mamá de mamadas gratis no es mi culpa. te doy dos de cobre por todo Te doy dos de cobre por todo —dije.

—Ni que fuera tu madre para que fuera tan barato, cuatro de cobre y no bajo más —respondió.

—Pero es la tuya, tres lo tomas o lo dejas —dije, poniéndome firme.

Con un gran suspiro y refunfuñando, aceptó. Le pagué con una de las monedas de plata que tenía —Eres un descarado. Tienes el dinero y te pones a regatear —reprochó, devolviéndome siete monedas de cobre.

Tras meter todo en la mochila, tomé las monedas. —Gracias por todo, morboso —dije, saliendo de la tienda con una sonrisa. Caminé hasta un puesto de comida callejero. Era el único lugar del cual estaba seguro de que la carne no era de gato o humano, así que normalmente compraba ahí. Después de comer, seguí caminando. A medida que me iba acercando al centro de la ciudad, era más difícil avanzar por tantas personas estorbando en las calles. Había personas con ropa cara que, con solo una mirada, me pedían que no me les acercara. El olor que emanaban era diferente al de los demás, lo que me decía que nunca habían entrado a aquel lugar, pero seguían oliendo a muerte.

Llegué a un gran edificio, tanto de ancho como de alto. Tenía cuatro pisos; era una de las construcciones más grandes de la ciudad. Se mantenía prácticamente llena de personas, la mayoría en el primer piso, ya que a los otros se accedía dependiendo de ciertas características que nunca me interesé en averiguar. Entré. Había un ambiente tenso y movido por la cantidad de dinero que circulaba a cada segundo. Tras hacer una larga fila, por fin era mi turno. La mujer que atendía era la misma de siempre, con un leve disgusto que no trataba de ocultar. Su actitud era algo a lo que me había acostumbrado porque no le prestaba atención. Nunca me interesó saber quién era o qué hacía fuera de su lugar de trabajo. Por eso, se me hacía fácil trabajar con ella: no tenía que dar explicaciones.

—¿Tienes algo de trabajo? —le pregunté, pasándole mi placa de cobre.

—No —respondió. Nos quedamos en silencio mientras ella revisaba la información tallada en aquel pedazo de cobre—. Ahora estás vivo —dijo, devolviéndome la placa.

—Gracias, siempre es bueno estarlo —dije, intentando ser gracioso. Su cara seria, sin una pizca de expresión, me dejó claro que mis palabras no le habían causado gracia. Ella solo me miraba fijamente, esperando a que me marchara—. Gracias —repetí.

—¡Siguiente! —gritó ella.

Al salir del gremio, un olor destacó, captando la atención de todos. Un silencio se hizo presente, y unas risas resonaron. Era un grupo conformado por dos hombres y tres mujeres. Estaban muy limpios, y todos tenían un brillo en los ojos que los hacía destacar. Llevaban ropa y armas que, para la mayoría, serían muy caras.

—¡Cigarrillo! —gritó un hombre delgado al verme. Tenía una gran sonrisa y unas ojeras que resaltaban. No sabía su nombre ni recordaba si en algún momento me lo había dicho, pero era uno de los pocos que diferenciaba. Me acerqué a él, sacando la caja de cigarrillos para ofrecerle uno—. Me agradas —dijo, tomando un cigarrillo. Lo puso en su boca, lo encendió con la punta de su dedo, le dio una probada, soltó el humo y miró al cielo—. ¿Cuánto crees que duren? —preguntó, señalando al grupo de novatos.

—Espero que bastante —respondí.

—Sí que eres mediocre. Yo espero que mueran hoy. Así no se ilusionarán con llegar a la cima de esta torre —había algo de tristeza en sus ojos. Por alguna razón, aquel hombre estaba lleno de melancolía.

—¿Lo mismo pensaste cuando me viste? —pregunté.

—Lo tuyo fue diferente. A ellos les deseo la muerte por compasión; a ti te la deseé por envidia.

No sabía qué decir. No entendía sus palabras por completo, pero sabía que eran sinceras. —No quiero llegar a la cima. No me depara nada allá —dije, sacando tres cigarrillos, los cuales le entregué.

—Cuando lo haga, seremos enemigos —añadió, guardándose los cigarrillos—. No mueras. Si lo haces, nadie más me dará cigarrillos —dijo, marchándose.

Por más que intentaba comprender a las personas, todas eran raras. Tenían muchos sentimientos reales, pero también muchos que eran mentiras. Yo mentía, aunque le había prometido a la casera que no lo haría. Se me hacía imposible a veces. —Ese grupo moriría hoy —pensé.

Llegué al centro de la ciudad, donde se encontraba la entrada de la torre. Los alrededores estaban repletos de locales que vendían toda clase de equipos, a precios exorbitantes que solo los muy ricos o muy tontos podían pagar. Había guardias por doquier, y hasta el más mínimo rincón estaba limpio. No había prostitución ni robos, no había gatos ni perros desnutridos. Parecía otra ciudad. Mis pensamientos se calmaron al estar frente a las gigantescas puertas de madera que permanecían siempre abiertas. Por más que intentaras, no podías ver qué había más allá sin adentrarte en la oscuridad que buscaba que la vieras. Di un paso hacia ella, lo cual me desorientó de inmediato. Un pitido comenzó a escucharse, haciendo que mis oídos sangraran. Tenía ganas de vomitar, y todo mi cuerpo empezó a doler. De golpe, sentí paz. La oscuridad me cobijó. Lo único que podía oír era mi respiración. Todo estaba tranquilo, aunque había un fuerte olor a sangre que penetraba mi nariz. Tenía que moverme, aunque no podía hacerlo sin saber en qué parte del primer piso estaba. Respiré profundo tres veces, acostumbrándome al fuerte aroma del lugar. Un crujido se escuchó, seguido de un fuerte golpe que hizo eco en todo el lugar. Una chispa saltó, y una luz se hizo presente a unos cuantos centímetros de mí. La oscuridad era tan espesa que parecía querer devorar la luz que provenía de la antorcha.

—Hola —dijo una mujer.

—Hola —respondí.

—Eres bastante joven para estar en este lugar —comentó.

—¿Me vas a matar? —pregunté, ignorando su comentario.

—Por ahora no —dijo, acercándose a mí. Cada paso que daba crujía. El suelo a nuestro alrededor estaba lleno de huesos y sangre, lo cual era raro. —¿Tienes un arma para defenderte? —preguntó, interrumpiendo mis pensamientos.

Saqué el cuchillo de mi mochila. Ella lo miró e hizo una cara de asco, la cual ignoré—. ¿Quieres encontrar el camino juntos? —pregunté, esperando que aceptara para que todo fuera más sencillo.

—No necesito de alguien como tú —dijo. Un crujido se escuchó, y un fuerte grito hizo eco en todo el lugar. La luz cayó al suelo, y un fuerte gruñido se hizo presente. La oscuridad absorbió la luz, y miles de ojos rojos se pudieron ver.

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