Capítulo 1: Calles.
A mi espalda cargaba una vieja mochila que había encontrado en la basura. Emanaba un extraño olor que no pude quitar. El frío de la noche entraba por mis cortadas; por más que presionaba, la sangre no dejaba de salir del costado izquierdo de mi abdomen. Por el efecto de aquel polvo que había esnifado, no noté cuando aquella cosa me perforó. Era una herida profunda, rodeada de un líquido viscoso, amarillento. No sentía dolor, pero un hormigueo se hacía presente, como si algo se adentrara en mi piel, alimentándose de mí. Quería rascarme, pero sabía que era inútil. Mis uñas estaban cubiertas de carne y mugre, la suciedad se extendía por todo mi cuerpo, oculta por sangre seca que me era difícil saber si me pertenecía o era de alguna criatura.
Las calles tranquilas me generaban incomodidad. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad que rodeaba la zona, pero no a lo vacío de esta. Todo estaba deteriorado, era un lugar olvidado donde todo era adornado por gritos de agonía que dejaban un silencio inquietante al callarse de golpe. El aire tenía un olor particular, una fina mezcla de sangre con putrefacción, que se había impregnado en mi cuerpo.
No quería, pero debía pasar por aquel sucio callejón, territorio de gatos abandonados que peleaban con niños por las escasas sobras de comida. Las pocas veces que he mirado en su interior, encuentro algo que no me puedo sacar de mis pensamientos. No sé qué es normal en aquel lugar cubierto por basura; los maullidos que salen de su interior no los puedo descifrar.
—Algo para fumar —preguntó un niño saliendo de la basura. Era dos años menor que yo. Donde debía estar su ojo derecho, solo había una cuenca vacía con pus en su interior. Su ojo izquierdo era de un hermoso color violeta. No tenía camisa, lo cual dejaba ver su desnutrición. Su pantalón estaba sucio, como todo su delgado cuerpo. Mi piel se erizó por alguna extraña razón, la cual ignoré mientras buscaba en mi bolsillo. Con dificultad, saqué una caja de cigarrillos. No me gustaba fumar, pero era una de las pocas cosas que me calmaba dentro de aquel lugar. Había cinco cigarrillos, de los cuales conservé dos, lanzándole la caja al niño, quien la atrapó.
—¿Tienes fuego? —le pregunté, sabiendo que había perdido mi encendedor. Sacando un dedo amputado de su bolsillo, agarró un cigarrillo con su boca. De la punta del dedo salió una tenue, pero fugaz llama azul, la cual iluminó por un leve momento el callejón, dejándome ver a cuatro niños cubiertos de sangre. Todos tenían una enorme sonrisa macabra, la cual reconocí al instante; era una que surgía al poder comer después de aguantar hambre varios días, aunque solo fuera la poca y sucia carne de un gato callejero.
—¿Te gustó mi ojo? —preguntó el niño acercándose a mí mientras me apuntaba con aquel dedo amputado—. Te lo vendo o quieres uno de mis dientes, creo que aún me quedan buenos —añadió, mostrándome una enorme mueca. Los pocos dientes que le quedaban, estaban cubiertos de caries y sarro. Me mantuve en silencio, esperando a que me encendiera el cigarrillo. Aquella hermosa llama surgió de nuevo, dejando en evidencia miles de miradas vacías que se posaban en mí. Eran gatos y niños que me miraban, solamente me miraban. El callejón volvió a ser absorbido por la oscuridad, pero aquellos ojos seguían penetrando mi ser.
Di una bocanada, sintiendo que mi lengua se quemaba. El sabor del cigarrillo era horrible, pero lograba calmarme. Boté el humo por la nariz, esperando quitarme aquel horrible olor que me penetraba. El niño volvió a la basura, desapareciendo en la oscuridad del callejón. Seguí mi camino con un miedo irracional que provocaba el silencio que me acompañaba.
Llegué a donde dormía, una casa de dos pisos en ruinas. Por más que había pasado unos meses, no me acostumbraba a lo deteriorada que estaba. Alquilaba una habitación del segundo piso, donde las ventanas se encontraban tapizadas con madera, que evitaban que la luz del amanecer entrara. El frío penetraba bruscamente el lugar. Tenía goteras que se hacían más grandes con cada día lluvioso y el olor era una mezcla que ni el cigarrillo podía borrar, pero era barato.
La parte inferior de la casa estaba a oscuras, lo que significaba que la casera tenía clientes. Un fuerte quejido proveniente de un hombre se hizo presente, dispersando momentáneamente el silencio que me atormentaba. Aquel sonido de dolor, que cada vez se escuchaba con más frecuencia, se transformó en gritos de placer. Ignoré el ruido, dándole otra bocanada al cigarrillo. Boté el humo al cielo que rara vez miraba, pero que siempre extrañaba al adentrarme a aquel lugar. Por inercia, me senté en un lugar oscuro donde la luz de la luna no dejara al descubierto mi presencia, esperando a que el cliente saliera para poder hablar con ella.
Capítulo 2: Ella.
Le di la última bocanada a mi cigarrillo, tiré la colilla, boté el humo y con este se fueron mis pensamientos. Dejé de existir. Todo parecía pasar lento. El cielo estaba más hermoso e inseguro de sí mismo. Por más que me presumía sus miles de estrellas, no lograba ver toda su belleza. El viento recorrió mi piel proponiéndome un recuerdo el cual rechacé. Una leve punzada en mi pecho me volvió a la vida. Aquella sensación se transformó en un dolor intermitente, el cual incrementaba al pasar de las horas. El hormigueo volvió en la herida del lado izquierdo de mi abdomen, la cual comenzó a dilatarse. Algo empezó a moverse en mi interior, comiéndose mi carne con pequeños mordiscos que hacían resonar mis huesos. Mi mano derecha empezó a temblar, mientras mi alma pedía a gritos un poco de aquel polvo.
El tiempo se detuvo. Mis ojos empezaron a llorar. Cada minuto mis ansias por fumar se incrementaban. Las estrellas se reían a carcajadas. Mi cabeza crecía queriendo estallar. Me desmayé abruptamente por una milésima de segundo. Fue algo tan momentáneo que dudaba que fuera verdad. Miré a mi alrededor confundido mientras me comía las uñas intentando calmar mi ansiedad… Un chillido familiar me trajo paz, el cual se transformó en felicidad al ver aquella puerta abrirse. Una luz salió del interior de la casa iluminando efímeramente gran parte de la calle. Del interior salió un hombre con cautela, mirando nerviosamente a todos lados. Era un cliente que nunca había visto. Llevaba puesto un hermoso vestido corto, el cual solo con mirarlo podía decir que era caro. Era alto y musculoso en exceso, tenía un gran bigote y una cicatriz en su cara. Cerrando la puerta, empezó a caminar dando pequeños saltos, mientras tarareaba felizmente una canción con su gruesa voz. Sus pasos resonaban en todo el lugar, formando un eco que alteró a los gatos que maullaban enojados. No podía definir lo que sentí al verlo, pero sabía que no me debía acercar a él. La oscuridad lo absorbió haciendo que sus pasos ya no se escucharan, dejando todo con un silencio abrumador.
Al pasar un rato me puse de pie con dificultad. El dolor que sentía se distribuyó por todo mi cuerpo, destrozando cada parte de mí. Mis piernas no dejaban de temblar con cada paso que daba. Con desesperación empecé a inhalar y exhalar profundo intentando calmarme, pero los maullidos de los gatos enojados me alteraban más. Sentí miedo al llegar a la puerta y no saber qué decir. Un fuerte mareo me detuvo de salir corriendo, pero no las ansias que me hacían morderme las uñas. Ignoré el motivo de mis emociones. En ese instante solo quería verla. Tras un suspiro, toqué la puerta dos veces suave y una fuerte, aclarando mis pensamientos. Ella abrió y volví a estar vivo al verla desnuda. La calidez que emanaba me acogió haciéndome olvidar todo. Tenerla al frente me daba paz. No me cansaba de ver su piel morena y, aunque estaba seria por verme malherido, me encantaba ver su cara. Por un instante me desvié por sus grandes caderas, las cuales me volvieron a llevar a aquellos hermosos ojos cafés.
—Tanto tiempo —exclamó molesta, sacándome de mis pensamientos.
—¿Me extrañaste? —pregunté mostrándole una sonrisa. Mis ojos se cerraban solos. Quería caer al suelo y descansar, pero le había prometido que no volvería a desmayarme en su presencia. Verla ocultando su preocupación era algo que me alegraba por alguna razón. Se me hacía raro que alguien tan hermosa me valorara tanto.
—Pasa —dijo dándome la espalda.
—¿Ni un beso me darás? —pregunté con un tono triste, el cual fue ignorado por ella. Me adentré en la casa sintiendo una calidez que siempre olvidaba al entrar a aquel lugar. Un confort recorrió mi cuerpo llenándolo de pensamientos. Cada parte de mí suplicaba que no volviera. Me decía que me quedara al lado de ella, lo cual sabía que era imposible.
Me acomodé en una vieja silla, dejando mi mochila a un lado. Podía mirarla moverse sin prisa por toda la casa. Verla tranquila me hacía olvidar de mis adicciones. Me perdí en su cuerpo preguntándome qué mal estaba pagando alguien tan perfecta como ella para estar en el mismo lugar que alguien como yo. A pesar de su fuerte carácter, siempre mantenía una tranquilidad melancólica, lo cual me ponía triste al no poder descifrarla. Después de un rato de voltear, se puso una camisa negra, la cual le quedaba grande. Acercándose a mí con una petaca de alcohol, un cuchillo y un gran frasco donde había aguja e hilo, me miraba de una forma que conocía bien, pero era la primera vez que la veía en ella. Con un suspiro me pasó la petaca destapada, a la cual le di un gran trago. —Qué horrible sabor —dije haciendo una mueca. Ella sonrió y me quitó la botella de las manos con un brillo en sus ojos.
—Respira profundo —dijo vaciando gran parte de la petaca en mi abdomen. El alcohol entró en mi herida haciendo que mi carne se contrajera, provocando un ardor insoportable. Aguantándome las ganas de gritar, mi cabeza empezó a palpitar. —Deja de ser marica —dijo pasándome nuevamente el licor. Le di otro trago mientras me perdía en sus ojos. —Si respiras hondo no te va a doler —dijo clavándome el cuchillo, moviéndolo histéricamente en círculos. Tenía boca, pero no podía gritar. Poco a poco mi cordura decayó hasta el punto de acostumbrarme a la sensación de ser cercenado por ella. Di otro trago; aquel sabor ya no estaba tan mal. Un calor invadió mi cuerpo cuando ella metió su mano dentro de mí, agarrando todo lo que pudo. Sacó un puñado de carne putrefacta y lo tiró en un bote que estaba al lado de mi mochila.
—¿Cómo sigues vivo? —preguntó quitándome la petaca, dando un largo trago. Su mirada de decepción se había vuelto una de preocupación—. Sí te extrañé. Bienvenido a casa, ¿cómo te fue? —dijo con una gran sonrisa.
Sin dejar que respondiera, introdujo dos de sus dedos en mi herida, empezando a buscar en mi interior. Aquella mirada de preocupación se transformó en una sádica, la cual solo quería causarme dolor. Al darme cuenta, tenía introducida toda su mano. Aquellos ojos cafés estaban extasiados por alguna razón. Algo empezó a moverse en mi interior, formando un gran bulto en mi pecho. Metiendo de golpe su antebrazo, agarró de la cola a aquella criatura y empezó a jalar con fuerza, pero esta se aferraba a mi carne. Aquella extraña cosa empezó a escapar dando mordiscos que resonaban en mis adentros. Ella seguía jalándolo en un éxtasis grotesco. A pesar de tener la cara cubierta de sangre, se veía hermosa. Un chillido se hizo presente y aquel bicho empezó a retorcerse histéricamente, buscando salida. —Esto dolerá —dijo sacándolo de un jalón. Perdí el conocimiento por una milésima de segundo tras sentir alivio.
—Sí que tienes suerte —dijo ella trayéndome a la realidad. Me quedé un par de minutos en silencio mirando al techo, absorbido por la comodidad que me brindaba el lugar—. Mira —insistió ella, feliz, enseñándome una especie de gusano enorme, el cual se movía histéricamente en sus manos. Tenía dientes puntiagudos, los cuales aún guardaban restos de mi carne. Poniéndolo en un frasco con agujeros en su tapa, preguntó con felicidad qué nombre le iba a poner.
—Rodolfo —dije sin pensarlo.
—Qué nombre más feo —dijo dejando el tarro en el suelo. Tomando la aguja e hilo, empezó a coserme mis heridas con delicadeza. El silencio se hizo presente, pero no me sentía intranquilo por alguna razón. Ella solo limpiaba y cosía mis heridas con una gran sonrisa. —Felicidad —me pregunté cerrando los ojos.
—El tontito —exclamó de repente como si de una epifanía se tratara. Tomando el tarro con sus manos, miró aquel gusano cubierto de sangre—. Tu nombre será el tontito —dijo con un brillo en sus ojos. En ese momento presencié cómo se le rompía el corazón al tontito.
Después de un rato, ella terminó de coser y limpiar mis heridas. —¿Cuánto te debo? —pregunté agarrando mi mochila con dificultad. La sensación de hormigueo había desaparecido, con el dolor, la sangre y la suciedad que cubrían mi cuerpo.
—Nada —dijo apuntando al frasco donde estaba el gusano—. Me quedaré con el tontito; eso es suficiente. —Aunque se me hacía raro por qué deseaba ese bicho, no quise preguntar…—. ¿De dónde sacaste esa mochila? —preguntó.
—No soy un carroñero —respondí, sacando una rebanada de pastel de chocolate de esta—. Toma —dije.
—¿Y para ti? —preguntó a punto de llorar. Aún me parecía raro que siempre que le daba algo se pusiera sentimental, aunque era bonito verla vulnerable a veces.
—Ya comí —dije, moviendo la bolsa del pastel para que lo tomara.
—Gracias —dijo tomándolo con una gran sonrisa. Destapando la bolsa, olió su interior, sintiendo excitación. Dando el primer bocado, saboreó poco a poco cada mordida. —¿Seguro no quieres? —preguntó con la boca llena. Sí quería, pero al verla comer con tanta felicidad solo pude negar con la cabeza. El silencio cubrió el lugar nuevamente. Yo me perdí en mis pensamientos con la mirada perdida en ella. Sabía que en un rato tendría que levantarme y volver a la torre, pero nada de eso importaba en este momento.
—No te enamores de mí —dijo mirándome a los ojos.
—¿Por qué no puedo? —pregunté, agarrando la petaca de alcohol.
—Porque te llevo muchos años —respondió.
—Entiendo, de todas formas, no eres mi tipo de mujer —dije, dando un gran trago. Aquel amargo sabor volvió, pero era agradable para el momento.
—¿Y cuál es tu tipo de mujer? —preguntó algo molesta.
—¿Cuánto te falta? —pregunté, cambiando la conversación.
—Dos clientes y lo habré logrado —dijo, quitándome la petaca de las manos.
—No te olvides de los pobres cuando tengas una gran familia —dije con felicidad, aunque sabía que no la volvería a ver.
El tiempo pasó. Cada minuto que transcurría estábamos más borrachos. Todo nos daba vueltas y poco a poco caíamos más en la tristeza. —Mañana me toca madrugar —dije, levantándome de la silla. Ella se levantó del lugar donde estaba sentada y me acompañó hasta la puerta.
—Sabes, lo estuve pensando —dijo mientras se apoyaba en la puerta—. Puedes ser parte de mi familia. Ya no tendrías que pagarme por una marca temporal y no estarías solo en aquel horrible lugar. Podríamos ahorrar juntos y tener una mejor vida. ¿Qué te parece? —preguntó con un brillo en sus ojos que rompió mi corazón.
Sonreí, sabiendo que solo eran delirios de una mujer borracha. Aunque aquellas palabras me ponían realmente feliz, no podía tomármelas en serio. Salí de la casa sin mirar atrás, sabía que me destrozaría verla y aunque deseaba mentirme no podía ilusionarme…
—¿Qué te pasa? —preguntó molesta—. Sí que eres bonito y bobo, lo que digo es verdad. Mañana tú y yo nos iremos de este asqueroso lugar… —dijo ella cerrando la puerta.
Ella apagó aquella linterna y todo volvió a la oscuridad. El frío recorrió mi cuerpo, dándome las dulces noches. La oscuridad me cobijaba, dándome consuelo y un poco de amor. Mis pensamientos se negaban a creer lo vivido, queriendo perderse al cerrar mis ojos.
Capítulo 3: Torre.
Desperté pensando que moriría por el dolor que sentía. No podía mover ningún músculo sin que estos se desgarraran. Tenía fiebre y hambre; sudaba sin parar. No tenía frío ni calor. El corazón quería salirse de mi pecho, y una vena en la cabeza empezó a palpitar. La oscuridad de la pequeña habitación era cómoda. No había ventana por la que entrara luz. Las paredes eran delgadas, así que podía escuchar todo lo que sucedía a mi alrededor, aunque no comprendía muchas de las cosas que llegaban a mis oídos. Me levanté del colchón sintiendo que mis huesos se partirían al no soportar mi peso. Al estar de pie, me mareé; una sensación de algo bajando por mi nariz se hizo presente, haciendo que por instinto echara la cabeza hacia atrás, tragándome el vómito. Me quedé un rato sin moverme, esperando que todo pasara. Encendí la lámpara y revisé mis heridas, las cuales habían sanado casi por completo. Ya no sentía aquel dolor punzante que me volvía loco. Tenía ganas de fumar, pero, por más que buscaba, no encontraba cigarrillos. Mi dedo índice empezó a moverse sin parar; un tic en mi ojo se hizo presente, así que apagué la lámpara. Sentí tranquilidad y respiré. Después de un rato, salí de la habitación, donde un olor a café me recibió. Al mirar hacia la cocina, allí estaba aquel peludo y gigantesco hombre cubierto solo por un delantal que dejaba sus nalgas al descubierto.
—Buenos días, Cyrus —dije, apartando la mirada de su culo.
—Buenos días, Dreng. Siéntate, ya casi está la comida —dijo animado, lo cual me sacó una pequeña sonrisa.
Me senté, intentando no mirar su culo peludo, pero este me llamaba con fuerza. Sabía que no debía, pero algo muy adentro me pedía que lo hiciera. Ignoré aquel llamado con mi fuerza de voluntad. —¿Tienes cigarrillos? —pregunté, mirando al suelo.
—Fumar es malo, y más para alguien de tu edad —dijo, acercándose a mí con un vaso de café y un pan, poniéndolos en la mesa. Me miró a los ojos con decepción.
—Gracias —dije.
—Tranquilo —respondió, volviendo a la cocina. No podía dejar de detallar su culo. Era deforme, parecía más grande de un lado o quizás era por el pelo. Tenía una forma extraña que me perseguiría en mis sueños. Le di un trago al café, el cual estaba amargo—. Es mejor esto que nada —pensé, perdiéndome en mis pensamientos tras sentir tranquilidad. Sabía que tenía que volver a aquel lugar, pero, a veces, estar afuera no estaba tan mal.
—¿Y la novia? —preguntó Cyrus, haciendo que me atragantara con el café. Tras toser un poco, lo miré. Él había dejado lo que estaba haciendo para verme fijamente. Por algún motivo, me puse nervioso al pensar en el curso de la conversación.
—No tengo —respondí, observando nuevamente su mirada de decepción.
—A tu edad yo tenía cinco novias y un hijo abandonado. Estás quedado —dijo, dándome la espalda—. ¿Ya tuviste tu primer beso? —preguntó, a lo cual respondí que no.
—Estoy esperando a la persona ideal —añadí. Cyrus empezó a reír a carcajadas. Así estuvo un rato, mientras yo me terminaba el café.
—Sí estás bien perdido —dijo apenas aguantando la risa—. ¿Quién te metió ese pensamiento en la cabeza? —preguntó.
—La casera —respondí.
Aquella sonrisa se borró. Con cara seria, me dijo en un tono de voz grueso y profundo: —Tiene toda la razón, yo pienso igual. Dile eso cuando hables con ella.
—No —respondí. El ambiente se puso tenso. En un instante, los dos nos pusimos serios, sin apartar la mirada el uno del otro.
—Hazlo o te mato —dijo con seriedad.
—¿Qué me das si lo hago? —pregunté.
—¿Qué quieres? —respondió.
—Que me lleven con ustedes la próxima vez que entren en la torre —repliqué.
—Imposible —dijo—. ¿A qué piso has llegado? —preguntó con curiosidad.
—Tres. ¿Y ustedes? —pregunté.
—Sigues estancado —dijo sin vacilar—. Nosotros seguimos en el veinte. Necesitamos a alguien que nos ayude a cubrir la retaguardia, pero es difícil encontrar a la persona que buscamos. Cyrus volvió a la mesa con tres platos, los acomodó y luego trajo tres vasos de café.
El olor del café era opacado por el del huevo que penetraba mi nariz, haciéndome dar ganas de vomitar. Tomé mi vaso, lo acerqué y empecé a oler su interior.
—Me sorprende que alguien pobre como tú no pueda comer huevo —dijo burlándose—. Qué mal pobre eres —añadió, con una fuerte risa que rompió la atmósfera.
—¿Cuáles son las características que buscas? —pregunté, cambiando de tema.
—Una mujer nalgona que sepa pelear —respondió con seguridad.
—¿Por qué no buscas hombres? —pregunté, esperando no arrepentirme.
—Eres muy joven para comprender, pero mira, te voy a explicar… Sacando unas gafas del bolsillo del delantal, se las puso y su aura cambió. Aclarando su garganta, empezó a explicarme—. Mira, las mujeres son más ágiles y le dan más visibilidad al grupo por su belleza. También son más inteligentes, lo cual ayuda a las estrategias. Y si le sumamos un gran culo o tetas, estas características les dan ciertas ventajas y más poder en ciertas cosas… —Habló por una hora, mostrándome estadísticas y análisis que él mismo había hecho y anotado en una libreta. Por un momento, sentí que me estaba invitando a un culto de pervertidos, ya que, brevemente, lo que decía parecía tener sentido.
—¿Cómo es que las mujeres se acercan a ti? —pregunté, acabándome mi cuarta taza de café. Él no había tocado su comida, esperando a que sus compañeras salieran del cuarto. Siempre me preguntaba por qué me habían acogido. No era su obligación hablar conmigo o darme consejos cuando empecé a alquilar una de las tres habitaciones del segundo piso. A veces sentía envidia de su relación y me preguntaba si podría tener algo igual o pertenecer a ella, pero este pensamiento era rápidamente olvidado y cambiado por uno de gratitud hacia ellos. Agradeciéndole por el café, me levanté de la silla estirando mi cuerpo. Caminé hasta la cocina y lavé mi vaso.
—¿Ya vas a ese lugar? —preguntó. Asentí. Él me detalló de los pies a la cabeza—. Estás igual que cuando te conocí. Probablemente mueras ahí dentro —dijo, apartando su mirada de mí.
No me molestaban sus palabras. No era la primera vez que me lo decía. Algo en el fondo de mí sabía que eran verdad, por más crueles que sonaran. Al fin y al cabo, era a lo que estaba destinado. —Gracias por tus palabras de motivación —dije, sonriéndole.
Entré a mi habitación. Era extraño: cada vez que la veía a detalle, se hacía más pequeña, pero era mejor que dormir en la calle. Me senté en el colchón y revisé detenidamente lo que había en mi mochila. Tenía unos cuantos colmillos de perros con sangre seca en ellos, unos ojos carmesí y tres cabezas de ratas. Nada de lo que tenía valía mucho en el mercado, pero me alcanzaría para lo necesario. Miré a la pared sin pensar, respirando tranquilamente, sabiendo que tenía que levantarme y caminar. No sentía miedo ni emoción alguna. Revisé una esquina de la habitación, donde levanté un tablón del piso de madera. Lo poco que tenía seguía ahí, lo cual me hizo feliz brevemente. Agarré la mochila y salí de la casa tras despedirme de Cyrus, que aún seguía esperando a sus compañeras.
—No mueras —dijo sin mirarme.
El viento pegó directamente en mi cara, moviendo mi cabello descuidado. Las calles estaban tranquilas. Las mujeres y niños vendían su cuerpo en las esquinas. Varias personas caminaban sin ganas de ser molestadas. Era fácil saber quiénes iban a adentrarse en aquel lugar. Había algo en sus miradas, en su caminar, que buscaba siempre la luz. Todos ellos tenían un olor que solo podía quitar la muerte. La torre se veía majestuosa. Daba igual la hora en que la mirara; esta se podía ver a kilómetros, haciendo que hasta el más grande de tus problemas se sintiera pequeño. Te seducía sin darte cuenta, solo para ser apreciada mientras prometía a todos los que caían en su encanto algo más grande que ella. El cielo quedaba opacado a su lado. Su belleza se transformaba en imponencia cuando te dabas cuenta de que ni los dioses pudieron conquistarla.
Toqué la puerta del primer piso: dos golpes suaves y uno fuerte. Ella abrió de inmediato. Estaba recién levantada, con lagañas en los ojos y el pelo alborotado. Por alguna razón, sin importar cuánto la viera, su belleza seguía sorprendiéndome.
—¿Me estabas esperando? —pregunté.
—¿Qué? —dijo ella, mirándome feo—. ¿Qué quieres? —preguntó, quejándose de su dolor de cabeza.
—Voy a la torre —dije.
—Vale, cuídate. No mueras, ve por la sombra, no comas comida que te brinden extraños y vuelve temprano hoy, que te tengo una sorpresa —dijo, cerrándome la puerta en la cara.
Sin saber cómo reaccionar, empecé a caminar. El cielo estaba despejado, lo que tomé como una buena señal. Tenía que estar atento si no quería ser robado, pero a veces me distraía contemplando el cielo y su infinidad. Sin importar qué rumbo tomara, llegaría a la torre, así que solo caminaba. El lugar más transitado era el mercado, lo cual lo hacía la zona más vigilada de la ciudad. Siempre era un fastidio moverse, ya que tenía que esquivar a los niños que corrían por doquier mientras sus padres trabajaban o simplemente compraban. Sentía envidia al verlos felices, pero esta era diferente: más fuerte, más dolorosa, más difícil de ignorar. —¿Cómo estarán? —me pregunté, llegando al puesto de una vieja mujer, a quien Cyrus me había presentado cuando me enseñó toda la ciudad—. Vieja, vengo a vender —grité, ganando su atención rápidamente.
—Vieja tu mamá —me respondió de mal genio—. No tienes que seguir los pasos de ese idiota. Tienes que ser educado —me reprochó, como era habitual. Le caía bien, ya que le recordaba a su nieto, que tenía mi edad. Por algún motivo, solo podía verlo un día a la semana, lo cual la ponía triste. Su hijo había muerto, y lo único que le había dejado, aparte de deudas, era aquel niño.
—Lo siento, lo siento, ¿cómo estás? —pregunté con una sonrisa.
—Bien. Tú has crecido… ¿sí te alimentas bien? —preguntó mientras me palpaba todo el cuerpo—. Tienes que comer bien —añadió.
—Lo intento, pero es difícil a veces —dije, sacando lo que iba a vender—. ¿Cuánto me darás por estos materiales? —pregunté, mostrándole los ojos, dientes y cabezas de ratas. Ella hizo una mueca y suspiró.
—Por ser tú, te daré dos monedas de plata, pero prométeme que comerás bien —dijo, tomando los materiales.
—Lo prometo —dije, tomando las dos monedas con una sonrisa—. Gracias, eres la mejor —añadí, listo para irme.
—Espera —dijo, tomando mi mano—. Toma —añadió, dándome una manzana.
—¿Estás segura? —pregunté, confundido.
—Sí, prométeme que comerás bien —dijo con una sonrisa.
—Gracias, te lo pagaré —dije, devolviéndole la sonrisa.
—No tienes que pagármelo. Lo hago con todo el amor que puedo dar —añadió, dejándome sin palabras.
—Gracias —dije, mientras me cuestionaba nuevamente por qué no podía ver a su nieto cada que ella quería. Me marché del lugar sin poder encontrar una respuesta a mi pregunta.
Llegué a una tienda que se encontraba oculta en un callejón. Era muy poco frecuentada, y todo era barato, que era lo que importaba. Entré, saludando al encargado: un viejo calvo que miraba con desprecio todo lo que entraba a su sucia tienda.
—Limpia el local, viejo cacorro —dije, repitiendo lo que Cyrus me dijo que gritara al entrar.
—Dile a tu madre que lo limpie —respondió el viejo.
—Dile a la tuya que me espera en la casa— contesté.
—mi madre está muerta, como la tuya hijo de puta —respondió, pero normalmente nos quedábamos un rato largo insultándonos. Esta vez iba con algo de prisa. Lo primero que agarré fue vino, después dos cajas de cigarrillos y un cuchillo viejo que aún tenía sangre seca en él.
—¿Cuánto es, calvo? —pregunté.
—Cinco monedas de cobre —dijo.
—¿Por qué tan caro todo, si todo esto es una mierda? —pregunté, empezando a regatear como Cyrus me había enseñado.
—Desde que la puta de tu madre subió los presos de una mamada —respondió, pero lo interrumpí.
—Que la la puta de tu mamá de mamadas gratis no es mi culpa. te doy dos de cobre por todo Te doy dos de cobre por todo —dije.
—Ni que fuera tu madre para que fuera tan barato, cuatro de cobre y no bajo más —respondió.
—Pero es la tuya, tres lo tomas o lo dejas —dije, poniéndome firme.
Con un gran suspiro y refunfuñando, aceptó. Le pagué con una de las monedas de plata que tenía —Eres un descarado. Tienes el dinero y te pones a regatear —reprochó, devolviéndome siete monedas de cobre.
Tras meter todo en la mochila, tomé las monedas. —Gracias por todo, morboso —dije, saliendo de la tienda con una sonrisa. Caminé hasta un puesto de comida callejero. Era el único lugar del cual estaba seguro de que la carne no era de gato o humano, así que normalmente compraba ahí. Después de comer, seguí caminando. A medida que me iba acercando al centro de la ciudad, era más difícil avanzar por tantas personas estorbando en las calles. Había personas con ropa cara que, con solo una mirada, me pedían que no me les acercara. El olor que emanaban era diferente al de los demás, lo que me decía que nunca habían entrado a aquel lugar, pero seguían oliendo a muerte.
Llegué a un gran edificio, tanto de ancho como de alto. Tenía cuatro pisos; era una de las construcciones más grandes de la ciudad. Se mantenía prácticamente llena de personas, la mayoría en el primer piso, ya que a los otros se accedía dependiendo de ciertas características que nunca me interesé en averiguar. Entré. Había un ambiente tenso y movido por la cantidad de dinero que circulaba a cada segundo. Tras hacer una larga fila, por fin era mi turno. La mujer que atendía era la misma de siempre, con un leve disgusto que no trataba de ocultar. Su actitud era algo a lo que me había acostumbrado porque no le prestaba atención. Nunca me interesó saber quién era o qué hacía fuera de su lugar de trabajo. Por eso, se me hacía fácil trabajar con ella: no tenía que dar explicaciones.
—¿Tienes algo de trabajo? —le pregunté, pasándole mi placa de cobre.
—No —respondió. Nos quedamos en silencio mientras ella revisaba la información tallada en aquel pedazo de cobre—. Ahora estás vivo —dijo, devolviéndome la placa.
—Gracias, siempre es bueno estarlo —dije, intentando ser gracioso. Su cara seria, sin una pizca de expresión, me dejó claro que mis palabras no le habían causado gracia. Ella solo me miraba fijamente, esperando a que me marchara—. Gracias —repetí.
—¡Siguiente! —gritó ella.
Al salir del gremio, un olor destacó, captando la atención de todos. Un silencio se hizo presente, y unas risas resonaron. Era un grupo conformado por dos hombres y tres mujeres. Estaban muy limpios, y todos tenían un brillo en los ojos que los hacía destacar. Llevaban ropa y armas que, para la mayoría, serían muy caras.
—¡Cigarrillo! —gritó un hombre delgado al verme. Tenía una gran sonrisa y unas ojeras que resaltaban. No sabía su nombre ni recordaba si en algún momento me lo había dicho, pero era uno de los pocos que diferenciaba. Me acerqué a él, sacando la caja de cigarrillos para ofrecerle uno—. Me agradas —dijo, tomando un cigarrillo. Lo puso en su boca, lo encendió con la punta de su dedo, le dio una probada, soltó el humo y miró al cielo—. ¿Cuánto crees que duren? —preguntó, señalando al grupo de novatos.
—Espero que bastante —respondí.
—Sí que eres mediocre. Yo espero que mueran hoy. Así no se ilusionarán con llegar a la cima de esta torre —había algo de tristeza en sus ojos. Por alguna razón, aquel hombre estaba lleno de melancolía.
—¿Lo mismo pensaste cuando me viste? —pregunté.
—Lo tuyo fue diferente. A ellos les deseo la muerte por compasión; a ti te la deseé por envidia.
No sabía qué decir. No entendía sus palabras por completo, pero sabía que eran sinceras. —No quiero llegar a la cima. No me depara nada allá —dije, sacando tres cigarrillos, los cuales le entregué.
—Cuando lo haga, seremos enemigos —añadió, guardándose los cigarrillos—. No mueras. Si lo haces, nadie más me dará cigarrillos —dijo, marchándose.
Por más que intentaba comprender a las personas, todas eran raras. Tenían muchos sentimientos reales, pero también muchos que eran mentiras. Yo mentía, aunque le había prometido a la casera que no lo haría. Se me hacía imposible a veces. —Ese grupo moriría hoy —pensé.
Llegué al centro de la ciudad, donde se encontraba la entrada de la torre. Los alrededores estaban repletos de locales que vendían toda clase de equipos, a precios exorbitantes que solo los muy ricos o muy tontos podían pagar. Había guardias por doquier, y hasta el más mínimo rincón estaba limpio. No había prostitución ni robos, no había gatos ni perros desnutridos. Parecía otra ciudad. Mis pensamientos se calmaron al estar frente a las gigantescas puertas de madera que permanecían siempre abiertas. Por más que intentaras, no podías ver qué había más allá sin adentrarte en la oscuridad que buscaba que la vieras. Di un paso hacia ella, lo cual me desorientó de inmediato. Un pitido comenzó a escucharse, haciendo que mis oídos sangraran. Tenía ganas de vomitar, y todo mi cuerpo empezó a doler. De golpe, sentí paz. La oscuridad me cobijó. Lo único que podía oír era mi respiración. Todo estaba tranquilo, aunque había un fuerte olor a sangre que penetraba mi nariz. Tenía que moverme, aunque no podía hacerlo sin saber en qué parte del primer piso estaba. Respiré profundo tres veces, acostumbrándome al fuerte aroma del lugar. Un crujido se escuchó, seguido de un fuerte golpe que hizo eco en todo el lugar. Una chispa saltó, y una luz se hizo presente a unos cuantos centímetros de mí. La oscuridad era tan espesa que parecía querer devorar la luz que provenía de la antorcha.
—Hola —dijo una mujer.
—Hola —respondí.
—Eres bastante joven para estar en este lugar —comentó.
—¿Me vas a matar? —pregunté, ignorando su comentario.
—Por ahora no —dijo, acercándose a mí. Cada paso que daba crujía. El suelo a nuestro alrededor estaba lleno de huesos y sangre, lo cual era raro. —¿Tienes un arma para defenderte? —preguntó, interrumpiendo mis pensamientos.
Saqué el cuchillo de mi mochila. Ella lo miró e hizo una cara de asco, la cual ignoré—. ¿Quieres encontrar el camino juntos? —pregunté, esperando que aceptara para que todo fuera más sencillo.
—No necesito de alguien como tú —dijo. Un crujido se escuchó, y un fuerte grito hizo eco en todo el lugar. La luz cayó al suelo, y un fuerte gruñido se hizo presente. La oscuridad absorbió la luz, y miles de ojos rojos se pudieron ver.
Capítulo 4: Oscuridad.
Soy una hormiga, o menos que eso. Tengo que sobrevivir sin importar qué haga. Si muero en este lugar, seré olvidado como un muerto más. Mi respiración se cortó de golpe al verme, rodeado por aquellos ojos inservibles, llenos de sangre acumulada. Sus narices me buscaban, pero no eran lo suficientemente buenas para detectar mi olor en la pesada oscuridad. Mis músculos se tensaron para impedirme hacer el más mínimo movimiento, y el palpitar de mi corazón disminuyó, dejándome al borde de la muerte.
Sus pasos tranquilos se escuchaban más cerca, caminaban a mi alrededor, mostrando aquellos extraños dientes que eran una mezcla entre humano y animal. Sabían que estaba cerca, me habían oído antes. Si no me encontraban, muchos de ellos se quedarían sin comer, lo cual no podían permitir.
—Ayúdame —suplicó aquella mujer desesperada.
No sabía cuánto podría aguantar la respiración, ni la desesperación de tener aquellos ojos posados en mí o la sensación de sus narices ásperas y húmedas cerca. Una leve picazón empezó en mi hombro por la sangre que había sido salpicada en mí; esta se extendió hasta mi pierna como una enfermedad que quería matarme. Quería rascarme, respirar, salir corriendo, pero por más que pensaba, no sabía qué hacer para salir con vida. Solo podía aguardar.
Ella se arrastraba con dificultad, buscándome en la oscuridad para no morir sola. —Sé que estás ahí, no quiero morir —gritaba, sabiendo que ya estaba acabada. Aquellas criaturas utilizaban los vínculos que tenían las personas para cazarlos cuando caían en desesperación e iban en rescate de sus compañeros, pero ya había pasado un tiempo, ya se habrían dado cuenta de que aquella mujer no significaba nada para mí. —Tengo hijos, ayúdame, ellos me esperan en casa —añadió. Un crujido se escuchó, seguido de un fuerte grito que resonó. —¡Mi pierna, mi pierna! Por favor, ayúdame, ayúdame —su dolor se mezcló con el crujido de sus huesos, siendo triturados por aquellos miles de dientes que formaban una extraña sonrisa de éxtasis.
La descuartizaron, peleando por un trozo de ella. Los gritos fueron opacados por su masticar que resonaba fuertemente. La sangre escurría por sus hocicos, dejándome ver lo felices que estaban. —Putos ciegos de mierda —pensé, sabiendo que estaba a punto de desmayarme. El mareo se apoderó de mí, dándome ganas de vomitar. Aquellos ojos habían desaparecido, se habían marchado al haberse cansado de esperar por comida. Mi corazón palpitó fuertemente, forzándolo a no detenerse. Pensé que se saldría de mi pecho, pero estaba vivo, y lo celebré respirando profundamente. Quería tirarme en el suelo y descansar, pero tenía que moverme; he de encontrar la zona roja para poder dirigirme al segundo piso y, de paso, matar algo para vender.
Una risa me paralizó. Aquellos ojos se hicieron presentes; siempre había un terco que esperaba un poco más por su comida. Tendría que matarlo rápidamente y salir corriendo… Solté un suspiro, viendo cómo se abalanzaba a gran velocidad. Aquel rojo de sus ojos estaba por encima de mi cabeza, mirándome fijamente. En algún momento había saltado y caía en picada contra mí. Como pude, esquivé hacia un lado, clavando mi cuchillo en lo que pensé que era su pierna. Cayó, golpeándose contra el suelo. Se levantó soltando un gruñido. Lo miré inmóvil, esperando que me atacara. Tras un leve momento, se volvió a abalanzar contra mí, atacando directamente a mi pierna, queriendo arrancarla de un mordisco, lo cual evité por poco, saltando sobre él. Lo agarré del cuello fuertemente y empezó a moverse histéricamente, golpeándome contra las paredes. Yo me aferraba a él, sin importar el daño que me hacía. Soltando alaridos, cuanto más apretaba, sus chillidos formaron una sonrisa en mí, y de un movimiento rompí su cuello. El silencio se hizo presente tras un crujido que me hizo saber que seguía vivo.
Sin poder detenerme a descansar, saqué mi cuchillo de él. Aun después de muerto, me miraba fijamente. Introduje el cuchillo por su cuenca, intentando no dañar sus ojos, que eran lo más valioso. Con unos cuantos movimientos, saqué ambos y los guardé en mi mochila. Le arranqué cuatro dientes y empecé a correr.
Después de un rato corriendo sin parar, me detuve a descansar. Saqué un cigarrillo de mi mochila y lo encendí, dándole una bocanada que me tranquilizó. Haciendo cuentas, para vivir medianamente bien, tendría que matar mil o incluso más de aquellas criaturas, arrancar sus ojos, dientes y tal vez su piel, subir hasta el piso tres, salir y vender todo. Un aullido desgarrador me alertó: habían descubierto el cadáver de aquella criatura. Me levanté tras darle la última bocanada a mi cigarrillo antes de botarlo y seguir corriendo.
Un extraño olor penetró mi nariz; no pertenecía a este lugar. Aunque ya había sido contaminado por el hedor, no había cedido en su totalidad. Esto me generaba curiosidad. Empecé a dirigirme hacia aquella cosa o persona. Gritos de dolor y súplicas escondían mis pasos, los cuales eran perseguidos por aquellos ojos rojos que buscaban venganza. Poco a poco recortaban distancia conmigo. La fatiga de estar corriendo por horas ya se notaba; tenía hambre y sueño, pero debía seguir corriendo. Tras un rato, vi una luz: era aquel grupo de cinco novatos que había visto antes de entrar. Seguían luciendo felices, aún no se habían encontrado con ninguna criatura; habían tenido suerte, una habilidad que no se podía entrenar.
Me acerqué a ellos con calma. Al escuchar mis pasos, se pusieron alerta. Había miedo en sus ojos, pero la determinación del que parecía su líder los ayudaba. —¿Quién anda ahí? —preguntó, lo cual me pareció imprudente y estúpido al mismo tiempo.
—Hola —dije, saliendo de la oscuridad. Todos se sorprendieron al verme, cruzando miradas entre ellos, hablando con estas.
—Es solo un niño —dijo la mujer más joven con algo de lástima—. ¿Quieres unirte a nuestro equipo? —preguntó, acercándose a mí. Ninguno de ellos puso objeción; todos me miraban de la misma forma que ella, era extraño—. Vamos —dijo, tomándome de la mano. No puse resistencia ni dije una sola palabra, solo caminé a su lado, lo cual me hacía sentir comodidad.
Capítulo 5: Reglas.
En este lugar existían reglas no escritas que debías tener presentes para aumentar tus posibilidades de sobrevivir. El olor que emitían era perfecto para camuflar el mío ante aquellas criaturas, las cuales no tardarían en encontrarme. Cuando lo hicieran, solo tendría que correr sin mirar atrás. La verdad es que soy un mediocre: de todas las formas posibles para sobrevivir, escogí la más baja de todas.
—¿De dónde eres? —preguntó aquella mujer, sin soltar mi mano. En su muñeca tenía una extraña manilla plateada, al parecer hecho de algún tipo de metal. Ella miraba hacia la oscuridad mientras me observaba detenidamente, de una forma que no lograba comprender. El resto del grupo reía por alguna razón que desconocía. Estaba mal, pero me daba envidia verlos tan felices.
—De los callejones —respondí, intentando entender cómo me miraba aquella mujer. Por alguna razón soltó mi mano, y me detuve al verla. Por más que intentaba, no lograba comprender lo que mis ojos estaban viendo.
—¿Puedo abrazarte? —preguntó. Sin dejarme responder, me abrazó. Sus ojos no dejaban de llorar… por mí. En ese momento comprendí que me miraba con pesar, lo cual me hizo enojar, pero no podía apartarla. Era reconfortante la sensación de un abrazo.
—Es un lugar muy feo para que viva un niño —añadió.
—Gracias por insultar mi hogar —dije serio, lo que la hizo apartarse de mí. Al ver mi cara, se limpió las lágrimas con las manos.
—Lo siento… no quería ofenderte —dijo nerviosa.
—Solo bromeaba. Es una mierda de lugar —respondí, mirando al resto del grupo. Estos apartaron la mirada, fingiendo hablar entre ellos. La mujer volvió a tomar mi mano, y continuamos caminando.
Nos detuvimos al ver una opaca luz roja que apenas iluminaba la oscuridad espesa. Caminamos hasta toparnos con una grieta que conducía a un pasillo lleno de antorchas con pequeñas llamas rojas. Ellos la miraban con asombro, hipnotizados por su extraño color sangre.
—¿Qué es este lugar? —preguntó el tipo grande que cargaba la antorcha.
—Es una de las rutas hacia el siguiente nivel —respondí, pasando por la grieta. El resto me siguió. El otro tipo, uno delgado, con grandes ojeras, me observaba detenidamente.
—¿Me quieres decir algo? —pregunté. Él apartó la mirada sin emitir un sonido.
—¿Por qué hace tanto calor? —preguntó una mujer rubia, hiperventilandose. Todos comenzamos a sudar a mares por el calor infernal. Caminamos por el estrecho pasillo, siguiendo la antorcha, que a medida que avanzábamos intensificaba su llama.
—¿Y tus padres? —preguntó el tipo grande, jadeando con cada paso. Me quedé callado, sin querer responder.
—Discúlpame, no sabía que era algo…
—¡Lo hiciste sentir mal, estúpido! —dijo la mujer rubia, dándole un golpe. Luego se acercó a mí y me abrazó—. No le prestes atención a ese insensible. Hueles mal, pero te queremos —dijo sonriéndome.
—Ya me disculpé… ¿Y por qué le dices que huele mal? —replicó el tipo.
—Porque es verdad —respondió ella, alejándose de mí.
—¿Desde cuándo se conocen? —pregunté, interrumpiéndolos.
—Desde que éramos pequeños —respondió la mujer que sujetaba mi mano—. Somos huérfanos. Estamos aquí para ayudar a los otros niños del orfanato.
Era raro, pero por alguna razón me sentía mal por estos desconocidos, lo cual solo confirmaba lo débil que era. Pero no importaba. Tenía que seguir con mi plan, aunque me sintiera culpable por escogerlos a ellos para sobrevivir.
—¿Han matado a alguna criatura de este lugar? —pregunté, cambiando de tema.
—Hemos tenido suerte de no encontrarnos con ninguna —respondió el grande con una sonrisa.
—¿Y cómo van a conseguir dinero si no matan a una? —insistí.
—Verdad… qué mala suerte tenemos —dijo rascándose la cabeza.
—Qué imbécil eres —respondió la mujer rubia.
Un sonido de pasos arrastrándose nos puso a todos en alerta. Dándonos la vuelta, cada uno tomó posición. La mujer que sujetaba mi mano me arrastró con fuerza y dijo suavemente:
—Tranquilo, todo estará bien.
Aquello me pareció estúpido, pero a la vez dulce, al ver su sonrisa temerosa. Al estar cerca, noté lo patético que era su formación. Era evidente que morirían en algún momento… ¿Pero eso estaba bien?
Una gran silueta se divisaba a lo lejos, avanzando lentamente con algo sobre la espalda.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el tipo alto con un tono de falsa confianza. No lo había notado antes, pero temblaba.
—Hola —respondió la voz de un hombre, que seguía acercándose.
—¿Qué quieres? —insistió el tipo, aun fingiendo seguridad.
—Solo deseo pasar —dijo. Al estar más cerca, vimos que cargaba a una mujer moribunda sobre su espalda. Ambos estaban cubiertos de sangre, de pies a cabeza. No podía saber si era suya o de alguna criatura. Era un tipo imponente y musculoso. No tenía armas, solo sus enormes manos llenas de cicatrices.
—¡Quieto! —dije, siendo completamente ignorado. El hombre solo me sonrió. Cada paso suyo hacía temblar mi cuerpo, que solo deseaba correr. Nunca había visto a alguien con tanta sed de sangre. Su olor era una mezcla de sangre humana y de criatura. No podía pensar en ningún plan que no fuera huir… pero estaba seguro de que me alcanzaría en segundos.
—¿Qué le pasa a ella? —preguntó alguien, con la voz quebrada por el miedo.
—Nada importante —dijo, deteniéndose frente a nosotros, escaneándonos uno por uno—. ¿Por cuál de ustedes pagué? —preguntó, reventando la cabeza de la mujer contra la pared—. Te tomaré a ti —añadió, acercando sus enormes manos a la mujer que me había olvidado que existía.
—Lo siento —dijo ella, apartándose de mí tras clavarme un cuchillo en la espalda. Algo caliente empezó a correr por mi espalda.
—Esta será mía —añadió el hombre, mientras la sujetaba con fuerza.
Volteé. Ella seguía mirándome con lástima, pero ahora con alivio.
—Por él fue que pagaste —dijo.
El sujeto me tomó con sus manos llenas de callos, pasó su lengua por mi rostro y me besó.
—Me divertiré —susurró, besándome otra vez.
—El dinero —dijo la mujer.
Al escucharla, el hombre me arrojó de cara al suelo, partiéndome la nariz. Luego puso su pie sobre mí, tiró una bolsa y me tomó de una pierna, arrastrándome hacia lo desconocido.
Capitulo 6: Bar.
Su respiración era lo único que me hacía compañía. El ruido de sus pasos me aturdía.
Desde hacía un rato había dejado de sentir mi cuerpo, aunque por momentos llegaba la sensación de cómo la piel de mi rostro se desgarraba contra el áspero suelo. A ratos me ahogaba con la sangre que no paraba de salir de mi nariz, obligándome a respirar por la boca… pero cada vez que la abría, se llenaba de mi propia sangre.
El tiempo pasaba. Ese sujeto había recorrido una gran distancia, por más que suplicaba mentalmente que alguien aparecería por compromiso o casualidad para ayudarme, no pasó. Era como si huyeran… de él o de mí.
—Qué idiota fui… —pensé, odiando la situación en la que me encontraba. No podía imaginar qué me esperaba, ni si era mejor morir o sobrevivir a lo que me deparaba.
Para mí habían pasado horas y mi cuerpo seguía sin moverse. Tal vez aquel gran y feo sujeto era un buen tipo y lo había juzgado mal… o simplemente era como todo en este maldito lugar, y me arrepentiría de vivir.
En un momento se detuvo frente a una estrecha grieta donde la luz no se atrevía a entrar. Sentí que algo me observaba desde dentro con un deseo enfermizo que me revolvió el estómago… o quizá fue aquel olor, tan fuerte que atravesó la sangre que tapaba mi nariz, haciéndome sentir sucio con solo respirarlo.
El sujeto miró hacia el interior de la grieta. Tomó una gran bocanada de aire, hundió el abdomen y comenzó a pasar por el estrecho hueco. La roca le raspaba la piel, estirándola, y avanzaba a duras penas soltando pequeños jadeos con cada paso. En ese momento no sabía si había sido buena suerte o mala estar desnutrido, y poder pasar fácilmente por ese lugar.
Tras un tramo, el pasaje comenzó a ensancharse hasta convertirse en un corredor en el que podía caminar sin dificultad. Envueltos en la oscuridad, avanzamos en línea recta. En un momento se detuvo. Lo escuchaba jadear, su respiración se volvía extraña. Se sentó en el suelo, llevando la mano al pecho; su rostro se volvió pálido y sus ojos se perdieron por un instante.
—Siempre es difícil… pero vale la pena —dijo, regulando la respiración— ¿Tú no hablas? —preguntó.
—Te mataré —dije, sonriéndole.
—¿Cómo lo harás? —preguntó.
—Quién sabe. Es mejor que me liberes. Podemos ser amigos —dije.
—Ve directo a mi cuello —contestó, y volvió a avanzar.
La grieta desembocó en un lugar amplio que, por un momento, me hizo creer que habíamos salido de la torre. El suelo ya no era solo tierra: alguien había colocado rocas y otros materiales formando un camino. Podía ver las estrellas por alguna razón inexplicable, y en medio de todo había una especie de bar rodeado por altas flores que guiaban hasta su puerta. Todo era hermoso… pero el olor seguía siendo el mismo.
Había escuchado hablar de lugares así, pero estaban en niveles más altos y eran conocidos por ser indispensables para sobrevivir.
El sujeto abrió la puerta con fuerza. Nadie volteó a mirarnos: todos seguían bebiendo y charlando, ignorando al gigante que entraba arrastrando a alguien. Para ellos era algo normal. Un hombre bajo, con barba, se acercó a él como si fueran viejos amigos. Me observaba como a una criatura exótica; su boca se hizo agua y no ocultó sus deseos… o simplemente no quiso hacerlo.
—¿Cuánto por estar con él? —preguntó el hombre bajo.
—Veinte monedas de oro.
—¿En cuánto puedo estar con él?
—En una hora.
—No lo dañes mucho…
Ellos siguieron hablando de mí y de otras personas que habían pasado por lo mismo. Yo logré mover el dedo gordo del pie, lo que me dio un instante de alegría. Seguramente el cuchillo con el que me habían apuñalado tenía veneno, pero no quería pensar en eso.
Algo me llamó la atención: entre la gente estaba aquel hombre al que le había dado unos cigarrillos. No recordaba su nombre, pero su presencia me devolvió un poco de esperanza. Me miraba sin pena ni preocupación… solo esperaba algo.
—Ayuda —pensé. Pero las palabras no podían salir de mi boca. En mi cabeza resonaba una frase: Los hombres fuertes no piden ayuda. Ese eco me hizo un nudo en la garganta y me dieron ganas de vomitar.
Terminó su cigarro, desvió la mirada y siguió conversando.
El gigante pagó una habitación. La recepcionista me miró con lástima mientras le entregaba la llave. Subimos al segundo piso; mi cabeza golpeaba cada escalón. La luz del primer piso se alejaba, y los crujidos de la vieja madera se mezclaban con gritos de dolor y súplica.
Entramos a la habitación tras cruzarla me arrojó sobre una pequeña cama que tenía una almohada sucia. —Eres bonito —dijo, acariciando mi rostro con una sonrisa—. Si yo tuviera una cara como la tuya, sería una persona diferente —añadio dándome un golpe que hizo retumbar todo en mí. Luego, comenzó a sobarse mientras pasaba sus dedos por mi cara—. Sí que eres bonito… —repitió, pasando su lengua por mi rostro.
Tomando mi mano, la puso en su miembro, mientras me besaba en la boca, no podía aguantar las ganas de vomitar, su lengua recorría mi cuello y una gran sonrisa se dibujo en el cuando empezó bajarse los pantalones… Mordí su cuello.
Gritó, moviéndose erráticamente por toda la habitación, golpeándome para que lo soltara. Yo me aferraba más, con la idea de matarlo y salir vivo de esta mierda de lugar. Tomandome de la cabeza me lanzó contra la pared.
—Hijo de puta… —jadeó, apretando la herida que había dejado en su cuello, la sangre escurría por sus manos temblorosas. Escupí el pedazo de carne al suelo. No podía levantarme: mis piernas no respondían.
Avanzó hacia mí, empezó a pisarme con furia mientras murmuraba las atrocidades que me haría antes de matarme. De pronto, perdió el aire, y con este el equilibrio, sus ojos se pusieron en blanco y cayó sobre mí. No respiraba. No sabía qué había pasado… pero me sentí aliviado y me desmayé bajo su peso.
Golpes en la puerta me despertaron.
—Ya pasó una hora —dijo el hombre bajo—. ¿Te volviste a quedar dormido? —añadio sin dejar de golpear.
Abrí los ojos, sintiendo cómo cada músculo gritaba de dolor. Moví el cadáver con esfuerzo, me levanté. Busqué algo para defenderme a mi alrededor: solo había una lámpara, la cual tome con mis manos.
—Despierta, no quiero tener que ir por la recepcionista —reprochó, golpeando más fuerte. Cada segundo aumentaban sus reclamos, mientras cada golpe parecía querer tumbar la puerta. Sentía que todo giraba, mi cabeza no dejaba de doler y me moleste tomando un respiro profundo…
Abrí la puerta. Lo miré a los ojos y le partí la lámpara en la cabeza. Una patada lo estampó contra la puerta de otra habitación. Perdió el conocimiento. Lo cual me sorprendió, haciéndome cuestionar como había llegado a este lugar siendo tan débil. Lo arrastré a la habitación, cerré la puerta, tome aquella alhomada sucios que se encontraba en la cama y se la puse sobre la cara. No me costó matarlo.
Después, volví a la cama y me dormí.
Capitulo 7: Sueño.
Todo pierde sentido aquí, es difícil diferenciar el bien o el mal, o la mentira de la realidad. Por eso lo primero que recomiendan al adentrarte a esta mierda de lugar es dormir poco, ya sea por las diversas criaturas que rondan por ahí o las mismas personas que no dudarían un minuto en acabar contigo por algo de dinero. Pero ese es el menor de los problemas, ya que si duermes puedes perderte en un sueño del cual no desearás despertar.
Cuando cierro mis ojos, deseo algo. La casera siempre me repite que si lo hago será más difícil quedarme atrapado en algún sueño, no entiendo por qué, no le he preguntado la lógica tras su afirmación, pero le creo, ya que es mejor eso que nada.
—¿Cómo estará? —me pregunto entrando a algún sueño deseando una familia. Siempre tengo los mismos sueños: en todos estos estoy lejos de este reino. Hay veces que llueve o nieva; me gusta más la nieve, nunca la he visto, pero me encanta. Aunque en los pocos que estoy en un hermoso día soleado, puedo decir que son mis favoritos. En dos de estos estoy caminando por una pradera, contemplando lo que hay a mi alrededor: las ramas de los árboles moviéndose por el viento, las aves surcando los cielos y los muros que rodean este lugar a una distancia que no logro verlos. En ese instante siento algo como la felicidad. Pero hay un sueño al cual le tengo miedo, uno donde despierto en una casa de madera. Siempre es la misma. —¿Cómo lo sé? —no lo sé, solo siento algo ambiguo, una paz mezclada con algo que desconozco. Es algo que rodea la habitación en la que estoy acostado, tal vez sea la gran cama o las cobijas limpias, quizás sea la luz que entra por la ventana o solamente aquel olor que desconozco, lo cual me hace feliz ya que no es podredumbre, sangre o mierda.
En este lugar siempre hay una habitación, un baño y una cocina; hay unas cuantas pinturas, un gran reloj que marca las doce y tres jarrones con plantas sembradas en ellos, distribuidas en todo el lugar. Al levantarme intento cambiar de lugar uno de los jarrones que se encuentra al pie de la cama; siempre me golpeo con él, lo cual provoca que esté a punto de romperse, lo cual no me gustaría ya que es demasiado bonito. Aunque todo esto me encanta, no es lo más sorprendente. Siempre me acompaña algo, no sé qué es, no le he puesto nombre ya que no deseo encariñarme. Es un… no sé, una mancha gris sin forma fija, normalmente está cubierta completamente por la sábana delgada. Me gusta darle forma de una mujer, aunque a veces la cambio; la hago solo un poco más grande que yo. Su cabello negro me lo tengo que imaginar como el resto de su rostro, esto es lo más difícil. A veces le doy ojos cafés, grandes ojos cafés; otras verdes o azules, labios gruesos. Sus pestañas y cejas no sé cómo describirlas, como a su nariz.
Aquella cosa al instante vuelve a su forma original. Por más que la moldee, hay veces que me pregunto si no le gusta que la toque o si le duele cuando intento transformarla en algo que no es. —¿Qué es? —me pregunto viendo cómo crece sin parar. Mi nariz empieza a sangrar, no puedo respirar bien; todo empieza a temblar, mientras la forma de aquella cosa va cambiando. Una mano grande sale de aquella mancha sujetando mi rostro, lo aprieta con fuerza haciendo que todos mis huesos suenen, desfigurándome la cara. Todo se tiñe de rojo, pero aun con mis ojos colgando puedo ver cómo se forma un rostro feo en la cosa, la cual me regala una sonrisa, mientras otra mano ya formada empieza a recorrer mi piel suavemente. Una larga lengua gris sale de aquella sonrisa entrando por mi boca y empieza a moverse histéricamente dentro de mí; siento cómo baja por mi garganta llegando a mi pulmón, el cual rodea apretando hasta el punto de hacerlo explotar. Su mano empezó a arañarme y su lengua a ahogarme. Su respiración cortada dio paso a la sensación de la sangre saliendo de mi interior; un cuerpo deforme y peludo se había terminado de formar. Aquella cosa u hombre se acostó encima de mí mirándome con aquellos ojos muertos; su descomunal peso aplastaba cada hueso de mi cuerpo.
Un leve toqueteo se escuchó. Tras este, una voz cálida dijo: —Ya se acabó su tiempo—. Desperté agitado, bañado en sudor, odiándome por alguna razón que desconocía. Era la primera vez que mataba algo que no fuera un animal, bestia o algo. No sé por qué me sentía mal por salvar mi vida ante la codicia de aquellos hombres; sentí que era juzgado por algo más grande que los dioses que habitaban a nuestro alrededor. No podía respirar bien por mi nariz rota, todo empezó a dar vueltas. Al ver aquellos cuerpos sin vida vomité.
—Recuerden que suciedad tendrá un costo adicional, el cual está en el tablero del primer piso —dijo aquella voz sin perder la tranquilidad. Sin recibir respuestas, se marchó.
Me levanté de la cama pisando el vómito del suelo, caminé hasta el baño y me miré en el espejo. Al instante me di cuenta de que estaba en la mierda, más de lo habitual. Tomé mi nariz con mis dedos; la sangre de esta se había secado. Con un rápido movimiento me la acomodé, lo cual me permitió respirar algo mejor. Tomé agua de un balde y me lavé la cara. —¿Está bien? —me pregunté tras sentirme bien por seguir vivo. La culpa es algo con lo que había evitado cargar, pero no soportaba más—. ¿Por qué no sentí nada? —me cuestioné mirando mis manos callosas y cortadas. Me sentía bien por estar vivo, ¿pero por qué lo estaba?
Volteé viendo aquellos cadáveres, los cuales tenían nombres que no recordaba; sentía que me miraban fijamente, esperando algo de mí. Decidí ignorar todo aquello que me atormentaba, deseando que la respuesta a mis preguntas apareciera mágicamente. Aparte, tenía que irme de este lugar. Con suerte encontraría mi mochila rápido. Imaginando que eran simples bestias, me propuse revisar aquellos cuerpos. Empecé por el hombre enorme, el cual se encontraba boca abajo; al acercarme, la peste que emanaba de este me hizo arder las fosas nasales. Se encontraba frío y su piel se había puesto pálida. Lo volteé mirando sus ojos abiertos, los cuales lo último que vieron fue a mí. Metí mis manos en sus bolsillos donde saqué una bolsa con unas cuantas monedas de plata y dos de oro; era más de lo que había pensado. En su pecho había una especie de papel; procedí a desabotonar unos cuantos botones de su camisa y metí mis dedos en un bolsillo y saqué una foto. En esta estaba este sujeto y una mujer; cada uno de estos sostenía una niña en brazos. Lucían felices. Guardé la foto sin pensarlo dos veces; al final me serviría de confort. Si aquel asqueroso podía tener una familia feliz, era posible para mí; aquella foto sería un recordatorio de que en este mundo había un lugar para mí. Fui hasta el otro cadáver, el cual se encontraba boca arriba; su cara seguía cubierta por la almohada, la cual no quise quitar. Lo primero que hice fue tomar el reloj de su muñeca, el cual parecía valer algo. Revisé sus bolsillos donde saqué una bolsa con varias monedas de oro, lo cual era más de lo que había ganado en todo el tiempo en este reino. Pensé por un breve momento en ponerlos uno arriba del otro, como si fueran amantes o algo, pero rápidamente descarté aquella idea.
Abrí la puerta. Los pasillos estaban vacíos, era como si no hubiera pasado nada. Al salir de la habitación salí de aquel estado en el que me encontraba; había dejado todos mis pensamientos en aquella habitación, aún no había encontrado una respuesta a mis preguntas, pero estaba vivo, así que daba igual, tendría que seguir viviendo para darle sentido a mi vida. Empecé a escuchar los gemidos, gritos y llanto de las demás habitaciones; no presté mucha atención, simplemente bajé aquellas escaleras. El lugar estaba prácticamente vacío. Aquel tipo al que le compartía mis cigarrillos se había ido; no le guardaba rencor por no ayudarme, al final no pedí ayuda, quizás por orgullo o por miedo de no ser ayudado. Aquella mujer que atendía la barra me miró sin sorpresa; un suspiro de cansancio salió de ella.
Me acerqué a aquel tablero para revisar los precios por el desorden de la habitación; al mirar, había varios carteles de gente buscando formar equipo. Los requisitos eran demasiado complejos para alguien que llevaba poco y nada en este maldito lugar. Uno de estos llamó mi atención: el único requisito era ser una mujer nalgona y saber pelear, lo cual estaba mal de muchas formas. Pero también aceptaban cualquier tipo de mujer, sin importar que no cumpliera esta condición; solo tenían que pasar por alguna especie de prueba.
Por un instante se me vino a la cabeza Cyrius. Estaba completamente seguro de que él sería capaz de escribir algo de esa índole, pero rápidamente lo negué, ya que deseaba en lo más profundo de mi ser que no fuera él. Aparte, ellas lo detendrían si hiciera una estupidez como esta.
Pensé en hacer un cartel para buscar equipo; tal vez, al estar en el interior de este lugar, sería más fácil que buscar afuera. Había una pequeña posibilidad de que alguien, tras quedar traumado, buscara equipo desesperadamente, o alguien que desee aprovecharse de estúpidos como yo. Rápidamente descarté aquel pensamiento y me enfoqué en mirar el cartel con los precios de la limpieza: tanto el vómito como la sangre valían una moneda de cobre.
Mi sorpresa fue al mirar que los cadáveres valían una moneda de oro si eran adultos y dos si eran niños. Lo cual era una horrible estafa, incluso para la gente que habita en este lugar. Era demasiado caro para el lugar en el que nos encontrábamos, ya que solo bastaría con tirar los cuerpos afuera y la misma mazmorra se los tragaría. Si comparábamos precios con los locales de la ciudad, era un robo sin ningún descaro aparente: en un hotel caro, la desaparición de un cuerpo valía dos monedas de plata, y eso que, teniendo en cuenta la hora, era más difícil deshacerse de los cadáveres.
Quería pelear para intentar obtener una rebaja, pero no estaba en posición para ello. Me acerqué a la barra y puse aquel reloj en esta; era demasiado bonito para tenerlo en mis manos. Era evidente que era caro: tenía un hermoso acabado y una extraña marca que ponen algunas razas para diferenciar sus productos de copias. Seguro valía tres monedas de oro o incluso más. Realmente me gustaría quedármelo; nunca había tenido algo tan caro en mi muñeca, pero no sabía ver la hora en ese tipo de reloj y era malo cargar con objetos de los muertos.
—¿Esto es suficiente? —pregunté.
Aquella mujer que atendía me miró sin asombro; parecía no importarle mi presencia. Tenía la mirada fija en la puerta, esperando algo que valiera más la pena. Tras pasar unos minutos, resignada, tomó un vaso pequeño y sirvió un licor rosado del cual nunca había probado, su color, me hizo suponer que era demasiado caro. Puso la copa frente a mí y tomó el reloj. Revisó este detalladamente; por un instante, sus ojos brillaron.
—Sí —respondió, guardando el reloj en su bolsillo—. ¿No vas a tomar? —preguntó al ver mi poco interés por aquel vaso. Su voz era totalmente diferente a la de aquella persona que llamó a mi puerta; era cansada, ronca, desecha por la avaricia, desagradable para mis oídos.
—No es mi tipo de alcohol —respondí, mirando sus ojos mientras ocultaba mis ganas de tomar de aquel vaso y endeudarme hasta la muerte. Pero había mejores formas de morir que esa: como morir sin endeudarse, en una casa propia, con una familia que te ame y te haga feliz o como dice Cyrius, sofocado por las nalgas de una hermosa mujer. Las dos podrían competir entre ellas, aunque al final eran simplemente muerte; así que tomar de ese vaso no cambiaría nada de mi vida si al final moriré. Pero, al final, no deseaba que mi vida le perteneciera a aquella extraña mujer.
—Estás muy pensativo, si quieres te ayudo a tomar —dijo, intentando cambiar su voz ronca a una delicada, pero solo se quedaba en intento. Incluso me daba algo de pena escucharla.
—¿Tienes cigarrillos? —pregunté.
Un viejo hombre gordo entró por la puerta, sin mediar alguna palabra, estaba agitado y bañado en sangre. Tenía al descubierto su placa de cobre, lo cual era una clara señal de que era nuevo. sudaba a mares y tenía la mirada perdida, parecía que había visto algo horrendo. Se sentó a mi lado, mirándome fijamente, sorprendido.
—¿Qué hace un niño en este lugar? —preguntó, sin dejar de mirarme—. ¿Cuántos años tienes?
—Eres un pedófilo —le pregunté.
Asustado negó con la cabeza. —No, es que parece que tienes la edad de mi hijo —dijo. Tomó la copa servida, sin pensarlo dos veces la bebió de un movimiento. Tenía que haberlo detenido, pero aquel hombre ya estaba sentenciado—. Me adentré a este maldito lugar para darle una mejor oportunidad a mi niño, pero… —soltando un leve quejido, pidió más. Nuevamente vi los ojos de aquella víbora que tenía forma de mujer iluminarse por un momento. Esta sirvió con una sonrisa falsa pero cordial, incitando a aquel hombre a que tomara más. Seguro era el primer hombre que picaba en todo el día; este tomó uno, luego dos, al darme cuenta habia escalado a diez—. El primer día, al adentrarnos en este lugar, no nos encontramos con ninguna criatura. Pensé que era suerte, aunque el resto de mi equipo pensaba lo contrario. Teníamos recursos de sobra para sobrevivir un mes, incluso un poco más, así que no le dimos mucha importancia y decidimos descansar bajo una hermosa antorcha azul. Un poco después de poder conciliar el sueño, fui despertado por gritos de agonía de mi compañero. Al ir a verlo, sus ojos estaban cubiertos de hormigas, las cuales ingresaban a su boca, haciendo sus gritos más… —aquella mujer le dio otro trago; aquella botella que hacia unos minutos esta llena, en un par de minutos, la habia dejado a la mitad.
—¿Tienes cigarrillos? —pregunté, nuevamente acabando con aquel éxtasis con el que ella miraba aquel hombre destrozado el cual había sentenciado su vida.
—Sí —dijo—. Supongo deseas de los baratos —añadió.
—¿Tan pobre me veo? —pregunté.
—Sí. Muy pobre. Pero mientras tengas con qué pagar no te discriminaré —dijo, mostrándome una gran sonrisa—. ¿Sí tienes para pagar? —preguntó, acercando su rostro al mío.
—Sí tengo —dije, poniendo dos monedas de cobre en la barra—. Quédate con el cambio —añadí.
Aquella mujer soltó una carcajada, sirviendo un poco más de licor a aquel sujeto. Se volteó dándonos la espalda y empezó a buscar los cigarrillos como si no estuvieran al frente de ella. Aquel hombre parecía no soportar más; no era difícil imaginar que, en cualquier momento, acabaría con su vida. Nunca habia sido bueno hablando con las personas, pero deseaba que en mi cabeza surgieran las palabras para confortar aquel hombre, al pecartarme su cara habia mejoró al posar su lasciva mirada en el culo de aquella mujer, que por alguna razón se esforzaba por hacernos creer que buscaba, cuando podía ver los cigarrillos desde donde estaba sentado.
—Tiene un buen culo —dijo, tras soltar un gran eructo—. No sabes qué daría por chuparlo, mmm, sería algo delicioso —aquel hombre roto se había curado mágicamente; aquello que estaba contando con tanto sentimiento pasó a un segundo plano—. Ahí están los cigarrillos, sabes; ella quiere que la vea, se muere por que la vea —me susurró, llenando mi cara de su mal aliento.
—¿Tus compañeros no están muertos? —pregunté.
—Sí… pero… aquí todos mueren, así que más da. Lo bueno es que gracias a su muerte tengo dinero que gastar —añadió, golpeando la barra para que le dieran otro trago.
Aquella mujer se dio la vuelta con la caja de cigarros en sus manos, le sirvió otra copa con su sonrisa característica, a aquel hombre que no dejaba de ver sus tetas. Tras tapar aquella botella que se había acabado en un instante, me entregó lo que pedí.
—Son tres monedas de cobre —dijo. Saqué una moneda de cobre y la puse en la barra con las otras; esta las tomó y las metió en la caja registradora. Tras ignorar a aquel hombre que quería llamar su atención pidiendo su trago más caro, se acercó a mí con el mero deseo de utilizarme para tentar más a aquel hombre, que ahora tenía una sonrisa enorme.
—¿Tú no crees que tengo un buen culo? —preguntó, acercándose.
—He visto mejores —respondí, destapando la caja de cigarrillos. Saqué uno con mis dedos y lo puse en mi boca; ella, sin pedírselo, lo encendió con un mechero, di una larga bocanada. Volteé la cara para botar el humo; ella, aun ignorando a aquel hombre, me sacó el cigarrillo de la boca y lo puso en sus labios resecos.
—Te gustan las mujeres jóvenes —preguntó, dando una bocanada. Sin recibir respuesta, botó el humo en mi cara—. Yo podía complacerte más que una niña —añadió, entregándole mi cigarrillo al tipo, el cual aceptó con muchas ganas.
Saqué otro cigarrillo; ella lo volvió a encender sin pedircelo. Al verla, no podía evitar compararla con la casera, aunque la casera era más sutil, tanto que hasta alguien como yo, que ha visto sus trucos incontables veces, caería sin darse cuenta. Tal vez esa era la verdadera emoción de hablar con ella: esa incertidumbre de no saber si es verdad lo que hace que sientas. —la extraño —pense generandome un mal estar extraño. Era fácil saber que esta mujer la cual me miraba con deseo, solo quería otro deudor de su cuerpo, y entre más jóven mejor, ya que podría sobreexplotarlo a futuro. Me pregunté cuántos idiotas habrán caído en esta actuación barata, cuántos estarán explorando la mazmorra por estar un rato con ella o, peor, por deberle. Pues a ese número había que sumarle uno más.
—Eso tiene que ser: mi cuerpo viejo no te complace —me reclamó, afligida, con casi lágrimas saliendo de sus ojos—. Es una lástima, ya que mi ayudante se marchó hace unos minutos, o te la presentaría —añadió.
Aquel hombre se levantó con la respiración agitada; estaba algo molesto por ser ignorado y aún conservaba aquel cigarrillo en su boca. Podía escuchar el latir de su corazón, queriendo salir de su pecho para estallar.
—Tú no estás vieja, estás hermosa —dijo con dificultad, haciendo que aquella mujer sonriera falsamente—. Yo sí quiero estar contigo, protegerte, amarte —añadió, mirándola fijamente.
—¿En serio? —preguntó la mujer, tomando la mano de aquel hombre y llevándola a su pecho—. Tus palabras son hermosas, mira cómo haces latir mi corazón —añadió.
Aquel hombre tuvo una erección al instante de sentir sus senos; su bulto se marcaba en su pantalón mojado, y ella lo miraba sabiendo que había ganado.
—Quedas a cargo —me dijo aquella mujer, guiando a aquel hombre a la parte de atrás.
Me levanté al instante sin prestar mucha atención a las personas que se encontraban a mi alrededor. Le di mi última bocanada al cigarrillo y salí de aquel lugar, al cual planeaba regresar.
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