Hasta el cuello, capítulo 8

Hasta el cuello, capítulo 8

Vulturandes

01/11/2024

                                                                             8

 Bimo se acostumbró en cierta forma a la vida con Mei Ying. Lo que por las tardes gritara durante sus jaquecas siempre le resultaba desagradable, pero entretanto había llegado a desvincularlo de su vida cotidiana y durante el resto del día trataba a Mei Ying con normalidad.

 Pero no siempre era fácil. Mei Ying alimentaba ciertas expectativas sobre su nueva vida y se enfurecía pronto cuando Ah Beng o Bimo no respondían a ellas. Montaba en cólera tanto cuando no conseguía entender el acento de su acompañante o que su esposo le controlara el dinero, pues la chica se distraía fácilmente frente a los comercios de sedas y joyas para mujeres y persistía de tal modo con recorrer la ciudad que de nada servían las salidas ocasionales con Bimo.

—La próxima vez que hable con Ah Beng —la consolaba una y otra vez.

 No era un lugar demasiado seguro para una mujer viajar hasta allí por un par de baratijas.

—¡Yo sabía que esto pasaría! —se ufanó Tan. Como predijo Ah Beng, había vuelto de dónde fuera que había estado y sin un rasguño. En todo caso, sin comentar absolutamente nada al respecto—. Las mujeres solo te traen problemas. Obtener una casa más grande estuvo bien, pero a la larga esa cama doble se vuelve un gasto innecesario. Se quejan si no trabajas y si trabajas, se enojan de todos modos. Solo quieren casarse y luego odian estarlo; anda tú a entenderlas…

 Bimo no estaba de acuerdo. Aquí el problema era uno solo y era la edad de la muchacha, demasiado joven para responsabilidades adultas. Bimo decidió que para cuando su madre le buscara una esposa, insistiría que fuese de su edad. O mayor; qué más daba con tal de no volver a vivir con una chiquilla como Mei Ying. Daría lo mismo incluso su aspecto.

—No sé para qué se casan con una niña, luego les sorprende de que su esposa actúe como una—murmuró por lo bajo, sin ánimos de comenzar una disputa.

 La vista de la ciudad era suntuosa desde Beach Road con sus grandes mansiones con vista al mar, rodeadas por tapias, setos y árboles discurriendo paralelos. Había empezado a caer una ligera llovizna desde que abandonaron el Padang, pero Bimo iba entusiasmado en su segundo viaje a Kampong Glam. El barrio había visto el rápido éxito de la comunidad comercial árabe y, además, del Islam; todo Kampong Glam cobraba vida cerca de la Mezquita del Sultán, donde los peregrinos emprendían su viaje de haj y donde la próxima procesión de fieles celebraría el cumpleaños del profeta Mahoma.

 En tanto, del otro lado del río, los chinos venían saliendo de la celebración del Mes del Fantasma Hambriento. Su nombre hacía literal honor a la festividad: los fantasmas y los espíritus salían del inframundo al mundo de los humanos para comer. Mei Ying acababa de retirar de puertas y paredes las últimas decoraciones de flores y papel; ni siquiera los precios elevados del arroz le impidieron a Ah Beng montar las ofrendas correspondientes a los espíritus que vagarían por las calles lo que quedaba del mes. Aunque Bimo llevaba bastante tiempo acostumbrado a los gongs y a los bailarines danzando descalzos sobre brasas rojas, que tanto su amigo como Mei Ying —especialmente la última se divertía intentando asustarlo con historias de fantasmas— le insistiesen en dormir en el mismo cuarto con ellos y no nadar en el agua, ya que los fantasmas, aburridos, podían hacerle travesuras si había obrado mal ese año, fue simplemente demasiado. Solo Tan se mostraba indiferente a esas festividades menos propicias para sus propias ideas de diversión.

—Qué me importan a mí los muertos, ya tengo que andar vigilando que los vivos no me roben, ¡y me voy a venir a preocupar de un cadáver!—le contestó, cuando Bimo le preguntó si se uniría a la celebración como sus amigos.

 A propósito, ya ni siquiera los visitaba para comer, y su respuesta seguía siendo igual de seca que cuando Bimo lo interrogó casi con añoranza por la compañía de ese hombre salvaje y sumamente honesto. Bimo se puso a pensar si el matrimonio de Ah Beng tendría algo que ver, aunque no creía que Mei Ying fuese tan ruda como para echar a bastonazos a un vagabundo amigo de su esposo.

 Y hablando de golpes de bastón, se sorprendió de que Mei Ying lo invitara —a su manera— a seguirlos a ella y su esposo una noche al río para las festividades.

—¡No es de buena suerte quedarte solo en la casa! Si intentaras cocinar, se te incendiaría la cocina.

 Los tres salieron en medio de una multitud, todos dirigiéndose hacia un atardecer rojo dibujando el límite entre el mar y el cielo. Llegaron al río bajo un cielo cubierto de estrellas y cientos de personas abriéndoles el paso entre olores de comida y música, saludando cortésmente a Ah Beng, mientras tanto Mei Ying insultaba en su dialecto por cada persona que chocaba con ella.

 En algún momento tropezó con sus propios pies, cayendo por poco sobre Bimo si este no se hubiera movido.

—¿Qué te pasa? ¡No te quedes ahí y levántame! Menos mal no caí sobre una charca… ¿Qué estás esperando? ¡Ayúdame! —farfullaba Mei Ying sacudiendo su bastón. Si maldecía, era porque no se había lastimado.

—Ah Beng…—suplicó Bimo, tieso como un puntal.

—¡Lo siento, Bimo! —atinó Ah Beng, apresurándose en levantar a su esposa.

—¿Te disculpas con él? ¡Mirame a mí! ¿No me ensucié? —sacudió con angustia su falda.

—Luces muy bien—la calmó su esposo, consiguiendo una pequeña sonrisa de su parte.

 Lograron instalarse a orillas del río, justo en donde un grupo de gentes encendían unas linternas sobre el agua. Pese a oír todos los días hasta el fastidio que ese séptimo mes era de mala suerte y que por ende debía cuidarse más, fueron agradables para Bimo la visión de las linternas flotantes parecidas a una flor de loto. Su fin: guiar a las almas sin familia, o que estuviesen perdidas, de vuelta a su mundo.

—El agua es familiar para los espíritus; sus profundidades son similares a las tinieblas del inframundo. Es donde los fantasmas se reúnen en su viaje al reino terrenal—le explicó Ah Beng ante las luces flotando en el río nocturno.

 En algún momento, el destello de sus llamas a la distancia llevaron a Bimo a su hogar, a Maninjau; las linternas de flores se convirtieron en rakik-rakik decoradas con antorchas en las aguas del lago negro obsidiana, y badia batuang ensordeciendo sus oídos por decenas reemplazaron el lejano voceo sagrado a su alrededor.

 Pero ya fueran Mazu o el Mes del Fantasma, a Bimo todo le era indiferente. Declinaba cualquier plan de mudarse del barrio. Luego de hacer algunas preguntas a Tan, quien tenía experiencia en aquella zona, Kampong Glam era al fin y al cabo la contraparte musulmana de Pecinan: los asaltos y los apuñalamientos estaban a la orden del día. Reconciliado con la escandalosa comunidad china, en el último tiempo Bimo se había familiarizado con las calles alrededor de New Bridge Road; desde sus carreteras abiertas hasta las callejuelas más oscuras. Sentía que no podría volver a arriesgarse en busca de nuevas rutas seguras. Además, volver al mísero salario de peón significaría su regreso a una larga temporada en wakafs
rodeado de desconocidos, completamente solo, mientras que con Ah Beng y Mei Ying vivía, pese a todo, cómodo: dormía en su propio cuarto, cocinaba sus comidas y no tenía que desvelarse pensando en el mañana respecto a sus ganancias, que separaba entre enviar a su familia y ahorrar secretamente algo para él; sin tener que pagar demasiado alquiler. Sin nada que temer.

 Los bueyes lamieron con agradado las gotas en sus hocicos. Quizás Tan los dejaría pastar de regreso… Bimo descartó esta idea al ver el cielo, casi tan negro como el mar agresivo. Sin embargo, cuando el carro pasó frente al mar, la marea baja descubría la lisa superficie de arena ante el rompeolas.

—Y es más bonito cuando el agua está quietecita—dijo Tan.

 Estaban por entero solos a lo largo de la carretera. Bimo creyó que el mundo jamás había estado en tanto silencio. La modesta playa no le había llamado antes la atención, y ahora, en cambio, le habría gustado contemplarla con mayor detenimiento. No tuvo oportunidad de hacerlo. Sin ningún motivo, la voz de Mei Ying antes de salir esa mañana estalló en su mente como un trueno:

 “No te acerques al río”.

 Alguien, una mujer, se interpuso entre la vista al mar, yaciendo en la arena como algo que la espuma había expulsado o esperaba ser arrastrado.

 Se levantó moviendo su cabeza de un lado a otro, agitando sin querer el cabello que le caía como una reluciente capa negra en torno al delgado cuerpo… Sobre todo destacaban en el rostro los grandes ojos ligeramente rasgados, la sombra de un golpe en uno de ellos e insólitamente grises, parecían ser la mezcla del negro y el blanco de las nubes.

 Por eso aquel hombre dijo que era de la realeza inglesa, recordó Bimo.

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