Hasta el cuello, capítulo 7

Hasta el cuello, capítulo 7

Vulturandes

01/11/2024

                                                                            7

 Bimo no conseguía acostumbrarse a la callada sombra de la muchacha en la casa. Bastaba con oír el traqueteo de su bastón aproximarse para que se apresurara en cambiar de habitación, a sabiendas de que ella también lo evitaba sin disimular su desprecio hacia él. El recelo era mutuo. Quería decirse que al menos el trabajo lo mantenía fuera de la casa la mayor parte del día, pero incluso estando fuera revivía vívidamente su espanto a los pies apretados de Mei Ying, y sus consecuencias: su mala circulación le provocaba dolores de cabeza que desencadenaban en un arrebato violento todas las tardes.

 Pero aparte de sus arrebatos vespertinos, otra traba eran los métodos de cocina de los chinos en general. Bimo había aprendido por los swaylos y por Ah Beng a jamás mirar a una cocina donde un tangren
está preparando su comida, en honor de preservar el disfrute de las comidas. Si bien Bimo venía de hacía tiempo preparando sus propias comidas, ahora Mei Ying asumía la completa responsabilidad de la cocina. El primer día Bimo aceptó la comida china; ¿por qué comer siempre lo mismo si tenía la opción de comer algo diferente? La cena llegó a su mesa separada, arrojada ante él bruscamente como un costal, pero supuso que se debía al malhumor causado por sus dolores de cabeza. Cubrió su arroz con lo que pensó que era pollo muy brillante. Probablemente la carne estaba demasiado cocinada… En ese momento supo que no era carne de pollo ni carne de res. Le preguntó a Ah Beng sobre su cena china; la sonrisa de su amigo se desvaneció y, dado sus dialectos diferentes, habló a su esposa en melayu:

—Bimo no come cerdo ni bebe licor, Mei Ying.

 El joven sintió un frío en el estómago y rápidamente se levantó sin decir nada. ¡Nunca había visto carne de cerdo!

 Escuchó murmurar despótica a Mei Ying mientras él salía al patio trasero. Se enjuagó la boca cerca de diez veces recitando Kalimah. Intentó vomitar pero fue derrotado por su estómago, aceptando lo irremediable. “¡Ahora cada gota en mi sangre está contaminada con sangre de cerdo! ¡Soy un hombre haram!” Dijo su estúpida mente, y rezó por perdón por ser un tonto incapaz de diferenciar Halal de Haram.

 Volvió a su mesa, mientras Ah Beng se acercaba:

—¿Vomitaste?

—Sí…

 Ah Beng no pudo controlar su risa y comenzó a reír muy fuerte. Bimo estaba completamente avergonzado.

 Esa noche leyó el Corán cien veces y oraría durante los próximos treinta días sin apenas comer. Pero solo fue un error; Dios no consideraba un pecado comer involuntariamente algo prohibido. En realidad, Bimo no sintió ningún remordimiento o vergüenza; se sentía muy bien después de probar carne prohibida. Lo verdaderamente horrible fue cuando descubrió que el olor y el sabor poco apetitosos de las comidas servidas por la cocinera, desde la más simple tortilla a unos fideos de arroz, se debían a que todo estaba frito en aceite de cerdo; un horrible aceite negro que a Bimo hizo estremecerse solo de mirar.

 Bimo pensaba si acaso su vida no era más fácil cuando cocinaba para sí mismo, cuando el nuevo menú se tranformó en arroz grumoso, huevos secos, carne quemada… Mei Ying era necesaria en la cocina, pero poco importaba que hubieran pasado dos semanas, de ahí no salía nada comestible.

 Luego le siguió su amigo, el hombre sereno que a nadie molestaba, quien creó un nuevo desastre. Cuando Bimo regresó de sus andanzas con Tan, creyó que había un incendio y se avalanzó hacia el interior la casa. El fogón había convertido la cocina en una cueva llena de humo ante la sosegada mirada del Dios de la cocina desde su placa sobre la chimenea. Con los ojos llenos de lágrimas, Mei Ying estaba tosiendo delante del horno y, claro está, todavía no había aseado la casa. En un silencio rotundo, Ah Beng había encendido el horno, hervido guisantes con azúcar morena en una olla y servido a Mei Ying y Bimo la comida a la mesa.

—Desde mañana, tú cocinas—declaró mientras lo hacía y sonaba como si realmente ya no hubiera ahora perdón posible. Bimo se preguntaba qué iba a cocinar. —Y tienes que hacer sopa. Hay hongos en la despensa. Además de judías, azúcar…, ya te las apañarás. Entiendo que hoy estás cansada, Mei Ying, pero así no me sirves para nada.

 Su esposo se negaba con behemecia a conseguir una mui tsai.

—¡Cuando estaba en la casa de flores no tenía que hacer nada de esto! En la casa de enfrente tienen tres chicas, ¡que nos presten a una! Estoy pachucha y tengo que hacer la comida.

—Todos los días me pides lo mismo, Mei Ying. Tenemos nuestros medios. Y con eso nos ha ido a los bien a los tres, ¿no?

—Sí, pero para esta casa solo trabajamos dos. Si no fueras tan rarito… ¿Por qué no usas el dinero de ese tipo? Así podría estar más a menudo afuera.

 Bimo se crispó indignado. ¡Esa chica no conocía la vergüenza!

—Puedes salir con Bimo—dijo su esposo con generosidad—. Si te aburre estar en casa, incluso puedes vender flores y tener dinero para ti. Si te vas en cuanto hayas ordenado, por la tarde podrás volver con tiempo suficiente para hacer la cena.

 Por lo que Bimo había observado en lo que llevaban juntos, Ah Beng no podía renunciar de ninguna manera a una comida por la noche. Sin embargo, era fácil de contentar: tanto se comía los huesos de cerdo del caldo como los camarones en el arroz. El que Mei Ying apenas supiera preparar más platos no le molestaba, pero el menú se le estaba haciendo monótono incluso a ella misma.

—Podrías matar un pato un día —sugirió Ah Beng cuando le habló de ello. La muchacha se horrorizó, así como a Bimo la idea de ponerse en camino con ella hacia Pecinan. 

 En cuanto a tal propuesta, Bimo casi se fue de espaldas ante la falta de decoro de Ah Beng en dejarlo a solas con su joven esposa; en especial con una persona tan desagradable.

—Siento pedirte algo así el único día que descansas… —le imploró el hombre.

 Pero Bimo obvió el asunto con misma la alegría tolerante que regalaba a Tan:

—¡Es lo menos que puedo hacer por permitirme vivir aquí!

 Lo mejor era resignarse a su petición, tal como Ah Beng confiaba ciegamente en él. Mientras no tuviera que realizar nada que involucrara un roce accidental con la chica, Bimo no tenía nada que temer.

 Al día siguiente, Mei Ying ya lo esperaba en la cocina con una gran cesta de lilas en la mesa. Sus ojos mostraban tal desprecio que Bimo podía leer la exigencia que ejercía en sí misma para estar frente a él sin insultarlo.

 Salieron sin decirse una palabra. Bimo procuraba caminar lento para seguir sus pequeños pasos que requerían doblar ligeramente las rodillas y balancearse para mantener el equilibrio. Encorvada en su bastón, Mei Ying no parecía una niña. Incluso la mueca de disgusto estirando su boca le daba más el aspecto de una anciana. Era la verdadera apariencia de una mujer cansada de la vida.

 Con apenas un cliente esa mañana, las personas los pasaban de largo o, de paso, habrían empujado más fuerte a la chica de no ser porque Bimo hacía el papel de guardaespaldas. Pero además de frialdad, los hombres le dirigían miradas a Mei Ying que inquietaron a Bimo, y las vecinas de la zona no dejaban de cuchichear apenas los miraban juntos. Dado a que muchos tangren eran de diferentes regiones de China, era comun emplear el bahasa melayu
en sus conversaciones. Bimo entendía todo lo que decían:

—Es esposa del… ése que lleva gorro verde… —Era solo unas de los tantos cotilleos en torno a la chica. Y a él nunca le habían gustado los chismes mal infundados.

—¡No les prestes atención! ¡Ellas son las rudas por burlarse de ti! —le aclaró deprisa.

 Mei Ying ladeó la cabeza.

—¿Riéndose? ¿De qué?

—¿Huh? Cuando pasamos… ellas se reían de ti.

—¿Qué? ¿Dónde? —se encogió de hombros. Era lo mejor.—¿Cuál era tu nombre? Siempre se me olvida.

—Soy Bimo…

—¡Tengo un kati!

—¡Ocúpalo para arreglarte la cara! —rugió esta vez la menuda chica.

 A Bimo le desconcertó la incomprensible multitud que presumía conocer a Mei Ying, o al menos su pasado. Pero a ella le resbalaban los comentarios insultantes y las miradas como si contemplaran a un insecto asqueroso. Un hombre incluso escupió delante de ella. Bimo la encontraba casi valiente, pero entonces pensó en lo que había sucedido esa tarde. La chica era diferente ahora. Toda la calle y las casas parecían distintas en cierto modo. Además no tardó en descifrar la falsedad detrás de esas repentinas sonrisas que Mei Ying le dirigía, cuando no se había dignado a mirarlo en toda la semana.

 Una falsa amabilidad que seguramente también compartió con decenas de hombres en la casa de flores, siempre para su beneficio propio.

 Bimo adoptó una actitud tajante, tirando casi a lo formal, algo en lo que ponía todo su empeño cada vez que acompañaba a la muchacha a la ciudad.

 Tal distanciamiento no duraría mucho.

 Bimo se estiró primero una y luego tres veces, luego de dos horas a la sombra de la entrada. Pero Tan no aparecía por ninguna parte. Extrañado por la ausencia del hombre, decidió ir a su búsqueda recorriendo sus rutas habituales. Esperaba hallarlo charlando distraído con alguien.

 La decepción lo llevó a cruzarse con Ah Beng reunido con unos aparentes amigos del trabajo, y le contó la situación con Tan.

 Ah Beng puso una expresión de entierro, pero se sobrepuso.

—Ah, claro… tú no lo sabías. Esto es algo que sucede a menudo. Tan suele desaparecer por temporadas, ¡pero pronto volverá! Por hoy, tómate el día libre.

 Bimo se retiró a la casa un poco angustiado por la suerte de Tan. Pero no pensaba quedarse quieto. ¡Como si fuera a perder su tiempo descansando, cuando podía hacer dinero! Se dispuso a buscar algún pequeño trabajo en el puerto luego de almorzar.

 Esa mañana Ah Beng se había puesto en camino para inspeccionar las casas de opio. Le comunicó a Mei Ying que no llegaría antes del atardecer. Y que para entonces esperaba una buena comida y la casa limpia.

 Mei Ying no conseguía encender fuego. Pero en ese momento, cuando pegaba desesperada los chisperos, Bimo entró. Nunca había estado solo en casa con ella. Mei Ying no se habría asustado si hubiera estado Ah Beng presente. Así que se limitó a ponerse en pie con su bastón.

—¿Qué haces acá? —dijo con severidad.

—Tengo que ir a trabajar… —Bimo tosió y se cubrió con el brazo. La cocina estaba tan llena de humo como la niebla costera—. ¿Está bien si abro la puerta?

 Mei Ying no respondió y volvió a concentrarse en la estufa. Fingía no verlo cuando Bimo atravesó la cocina, mientras soplaba al son de los golpes, pero el muchacho percibió el rechazo en su cara.

 Incluso sin el humo, toda la cocina era un desastre. Mei Ying había desparramado un surtido de ingredientes en la mesa. Entre todo, un pato desplumado y sin cabeza al que le caminaban moscas. Aunque Bimo se lo advirtió, Mei Ying hizo un gesto de impotencia y, finalmente, arrojó exhausta los chisperos al suelo… La leña seca crujió y aleteó una luz roja del interior de la estufa. El fuego devoró la madera con rapidez. Un problema menos.

—Felicidades—le dijo Bimo con una sonrisa amigable, que fue ignorada.

 Examinó la gordura del ave. Era suficiente para más de tres porciones. Pero no quería ensuciar más de lo que ya estaba.

 Vio unos camarones frescos y se organizó con algunos chiles picantes, chalotas, judías verdes, pasto de limón y aliños. Le hubiera gustado tener vegetales más frescos… Otro aliento para irse: Singapura era totalmente dependiente de las islas vecinas. Ni el ganado ni el arroz, tan indispensable, se cultivaba aquí: la carne y las verduras se traían de Malaka y de otros lugares. Las frutas eran escasas y no muy buenas: las naranjas eran apenas comestibles, los plátanos no mucho mejor, el mangostán, aunque muy delicioso, era una rareza. Bimo esperaba no alargar mucho más su estancia en este lugar estéril. Quería salir pronto de ahí, probablemente a Batavia con su hermano mayor.

 Al verlo lavar los ingredientes, la ama de casa pareció volverse loca:

—¡¿Qué haces?! ¡¿Robas mientras el dueño no está?! —gritó amenazándolo con su bastón.

—Hago mi comida. Tú ya estás ocupada y regreso a trabajar en un rato—dijo Bimo impasible.

 Mei Ying bajó la guardia un segundo.

—¿Tú cocinas? —preguntó incrédula.

 Bimo dio un gesto afirmativo, moliendo los vegetales en un mortero.

—¡Pero hoy puedes ayudarme! —dijo en vez de insultarlo—. Puedes enseñarme cómo se hace.

—¿Cómo se hace? —preguntó Bimo, mientras limpiaba los camarones con un cuchillo.

—Cocinar. Lo de la cena—suspiró Mei Ying.

—¿No sabes cocinar? Pero si siempre estás en la cocina.

—Eh, sobre eso, supongo que mi esposo me ayudaba con la mitad del trabajo—Mei Ying jugó nerviosa con sus manos.

—¿Ayudaba? —Bimo alzó una ceja, mientras cogía un wok entre las múltiples ollas y cazos.

—Bueno, desde luego hice algo también. Pero no es como si lo hiciera todo. Más como si agregara, eh, ¿el toque final? —Su risita nerviosa acabó por convertirse en un triste murmullo.

 Mientras ella pensaba una nueva excusa, Bimo puso el wok al fuego, y cuando comenzó a salir humo de su interior, vertió los vegetales.

—¡Lo siento! ¡Para ser honesta, no confío en mis habilidades con la comida!—gimoteó Mei Ying—. ¡Ahora no me gusta ni un poco! ¡Y no soy buena en eso!

—¿En serio? Pero eres buena haciendo racimos—le reconoció Bimo, sin dejar de saltear.

—¡Las flores son diferentes! ¡El trabajo infinito de la cocina me pone de los nervios!

—¿De los nervios? —repitió Bimo, vertiendo los camarones.

—¡Así es! ¡Hacer racimos es mucho mejor! —sentenció Mei Ying, más triste que enfadada.

—Ya veo. —Cuando los camarones tomaron buen aspecto, Bimo emplató su comida y se sentó en su mesa.—Entonces, ¿qué haces aquí? —preguntó con ironía—. ¿Robar la comida del dueño?

 Mei Ying tuvo que reír y se sentó a la mesa con una expresión radiante, contemplando al muchacho comer su comida con incomodidad.

 Bimo agotó toda esperanza de tener un pequeño momento a solas antes de marcharse.

 Degustó su último bocado y luego siguió a la desorientada chica por la cocina.

—Déjame, yo cocinaré. Limpia la cocina y dime la preparación.

—No sé ninguna—dijo Mei Ying lamentándose con un puchero.

 Bimo inspiró profundo.

—Bien. Llama a una de las vecinas para que nos ayude.

—No me agradan—alegó Mei Ying cruzándose de brazos.

—Ya deberías tener amigas para que te ayuden.

—No me importa, yo solo miro por mí.

 ¡Que estúpida con malos modales! Su arrogancia podría hacer maldecir incluso a un Hajj.

 El pacto no tardó en cerrarse. Una joven vecina, Xiuying, una chica apenas mayor que Bimo, colaboró con este de buen agrado; el muchacho siempre era cortés con su esposo y con ella. Bimo hacía las preguntas mientras Mei Ying le traducía: necesitaban hacer algo que no requiriera demasiado esfuerzo y que no tuviera cerdo. Los dos ordenaron la cocina y limpiaron el arroz en un abrir y cerrar de ojos. Como hornear el pato hubiera durado horas, Xiuying decidió preparar popiah de verduras, tofu, pato y maní. En realidad fue fácil. No se necesitaba más que harina y agua, tan solo que voltear la masa requería mucha fuerza, por lo que se lo dejaron a Bimo. Las mujeres se concentraron en cocinar y hacer la salsa de chiles. Al final, los dos contemplaron fascinados cómo Xiuying movía la masa y le daba la vuelta en el wok.

El tofu le da buen sabor, como a la sopaobservó Xiuying.

Bimo vio su oportunidad.

—¿Sabe hacerlo,
Xiuying? Me refiero a la sopa. ¿Nos enseña cómo se hace?

 En realidad fue fácil. No se necesitaba más que shiitake y los restos del pato. Xiuying preparó un potaje con ellos que sabía sorprendentemente bien. Bimo esperaba que esto satisficiera las exigencias de Ah Beng, al menos era algo de comida.

 Bimo le regaló la mitad de la cena a la mujer para compensarla y ahorrarle el tiempo que ocupó en ellos. Cuando se fue estaba de tan buen humor que se incluso se despidió de Mei Ying.

—¿Ves? —Bimo vio a Mei Ying. La chica estaba tiesa como un puntal frente a la comida—. No fue tan malo…

—¡Si eres tan bueno, hazlo todo tú! —gritó desapareciendo en su habitación.

 Bimo pensó que la niña debía ser retrasada, quizás por culpa del opio del burdel. Miró afuera. Pronto sería de noche y Ah Beng llegaría y vería la cocina sucia. Lo que menos quería era que se rompiera la paz.

 Se preguntó muy vagamente en dónde podría estar Tan.

 El joven limpió los trastes mientras Mei Ying inspeccionaba la habitación. La mesita apartada despertó especialmente su atención.

—¿Por qué comes en otra mesa? Tenemos una mesa bastante grande.

—Porque si toco solo tus dedos mientras comemos sería un dosa.

—¿Un pecado? —No era una palabra que estuviera en su vida pasada—. ¿Como no tocarse al dar o recibir?

 Bimo conocía el concepto del Tao y de las distinciones en el comportamiento entre hombres y mujeres chinos.

—Desde niños, nos enseñaron que no debemos rozar a una mujer que no sea nuestra esposa, por eso es mejor evitar un accidente.

—Y si me estuviera ahogando, ¿cómo me rescatarías? —preguntó Mei Ying.

—Si la mujer de un hermano se está ahogando, ¿la rescatas? —se extrañó Bimo.

—Si la mujer de un hermano se está ahogando, que se la rescate es consideración.

— “Hoy lo que hay bajo el cielo se ahoga, más no se lo rescata”, ¿cómo es esto? —concluyó Bimo.

 Mei Ying movió la cabeza.

—Si lo que hay bajo el cielo se ahoga, ha de ser rescatado con el Tao; si yo me ahogara, he de ser rescatada con la mano. —dijo con seriedad Mei Ying—. Si la mujer de tu hermano se está ahogando y no la rescatas, serías como los chacales y lobos.

 Bimo rio.

—Sí. ¿Sabes una cosa? Te enseñaré a cocinar. A cambio, yo mejoro mis costumbres y tú aprendes a cocinar.

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