Amor de penal

Amor de penal

Narraras

28/08/2024

Cada quince días René venía desde Mar del Plata y se quedaba varios días. La empresa en la que trabajaba quería impulsar negocios en San Nicolás y estaban montando un depósito. Así lo conoció a Rubén, miembro de nuestra barra, quien fue contratado para tareas de montaje del local. Rubén lo presentó al grupo y lo incorporó al fútbol cinco de los miércoles a la noche. René, con su juego atildado y buena vibra, hizo que el grupo también lo invitara al tercer tiempo en la parrilla donde siempre cenábamos.

En una de esas cenas René nos propuso aprovechar el feriado del viernes veinticinco de mayo, y viajar a Mar del Plata para jugar en cancha grande contra el equipo de sus amigos de esa ciudad.

Lo de Mar del Plata lucía atractivo para escapar al menos un fin de semana de la rutina familiar. No tardamos en decidirnos. Para el miércoles siguiente algunos ya habían instalado el tema en cada hogar anticipando la movida futbolística. Le dijimos que sí a René, que lo armara, aun cuando la mitad no había confirmado, pero la decisión de varios referentes animó al resto y prendió en el grupo.

Particularmente, en mi estado de soltería adhería a cualquier distracción interesante que se programara, y esta era una de ellas. Jamás imagine que una excursión puramente “futbolera”, fuera a hacerme conocer a esa persona que, como decía García Márquez, hizo magia haciéndome sonreír sin estar presente. No estaba en los planes.

El primer escollo vino al toque. No teníamos camisetas y era un gasto importante para una única vez. Eldo, futbolero ciento veinte por ciento y dueño de la parrilla, nos ofreció un juego completo, eso sí -nos aclaraba- con la publicidad del restaurante en el pecho. Eran grises con vivos verdes, nos la mostró ahí mismo en una cena de miércoles. El préstamo era también con juego de pantalón y medias. No íbamos a intimidar a nadie con esas pilchas, no era la camiseta de un club grande ni la de un campeón europeo, pero nos presentaríamos decentemente.

René confirmó vía Rubén. Pero hubo un cambio. Mar del Plata como sede de juego se caía. El equipo de René se iba a trasladar a Ayacucho, provincia de Buenos Aires, y allí se iba a armar un triangular sumando a un equipo de esa localidad.

La terna Roberto, Omar y el Ruso Hernán, los más experimentados en el balompié de cancha grande, invirtieron horas de café previas para armar una escuadra que pudiera competir dignamente ante semejante desafío. En realidad, hicieron el mejor armado posible con los dieciséis que se anotaron para viajar y ungieron como capitán al propio Omar, alias Copito, defensor central en su puesto natural y teórico compulsivo del juego de la redonda.

La mayoría de nosotros, cuando jóvenes, había competido en fútbol sala, pero había varios problemas. Promediábamos ahora los cincuenta años. Era en cancha de once, arcos enormes, no estábamos acostumbrados a correr tanto, jugar con off side, con árbitro. Implicaba otro estado físico, cambiar la táctica del rombo del fútbol cinco a otro tipo de despliegue.

A favor nuestro, algún historial había. Roberto había llegado hasta la tercera de Ñuls y ahora jugaba en el torneo de bancos y seguros; el Ruso tenía la experiencia profesional de la Liga Nicoleña; Oscar llegó a ser arquero en la primera de Central Córdoba en la divisional B y finalmente, otro par militaba la redonda sin trascendencia en los torneos internos de sus clubes. La mayoría de esos casos fue en tiempos pretéritos. El desafío era pasar del acotado verde sintético, al amplio verde natural.

Ese viernes feriado de dos mil siete, cuatro autos estaban estacionados a las ocho de la mañana enfrente del bar que algunos frecuentábamos para desayunar. Poca gente en la calle, mucho frío. Posamos en la vereda y Osvaldo, el dueño del boliche, inmortalizó la salida con la cámara fotográfica de José, que se sumó a la delegación en el rol oficial de acopiar imágenes. En materia de fútbol ya todos sabíamos de antemano que José nada podía aportar; él también era totalmente consciente. En la foto faltó el Colorado que a último momento fue abducido por sus propias contradicciones y nos dejó plantados. Con catorce y un fotógrafo, nos quedaban sólo tres cambios. Muy justos en número de gente para competir, pero igual partimos con mucho entusiasmo.

René nos indicó ir al hotel Plaza y allí llegamos a media tarde de ese viernes feriado. Armamos las duplas por habitación y decidimos ir a reconocer donde se iba a jugar: el Estadio Municipal de Ayacucho. El frío era intenso, la cancha inmensa. Peloteamos a nuestro arquero, tiramos varias docenas de centros, festejamos goles, aplaudimos atajadas, comprobamos que no era para cualquiera patear desde el córner para llegar al área. Ensuciamos jeans y zapatillas. Disfrutamos. También ensayamos penales y fui el único que le convirtió a Oscar todos los penales ejecutados.

Cuando la luz solar se apagaba, el capitán Copito nos juntó y tiró una formación cuatro-cuatro-dos para el día siguiente. Oscar al arco sin dudas, yo de cuatro como marcador por derecha, Roberto de primer central garantizaba seguridad atrás y salida prolija, los ingenieros civiles Luis y Jorge -socios en la vida profesional- iban de seis y de tres respectivamente para poner un tapial por el lado izquierdo de la cancha.

El Ruso y Copito se iban a parar de doble cinco, Guillermo tenía la función de carrilero por derecha, Gerardo era el diez y la salida creativa con su hábil zurda. Arriba en la delantera teníamos a la dupla armenia de Juan como extremo y Sergio por adentro.

Como todo recambio posible para el partido quedaron sólo Enrique y Rubén. Uno menos porque a esa altura, Daniel se había quedado en la pieza con treinta y ocho grados de fiebre.

La recepción del hotel nos sugirió cenar en el restaurante La Zorra. Quince cubiertos, por suerte un tránsito tranquilo de bebidas alcohólicas. Arrancamos con dos tintos, gaseosas para algunos y muchas botellas de soda. Pero la comida no fue liviana como debiera haber sido. Como entrada dos matambres y cuatro provoletas a repartir. Para los principales hubo mucho despliegue de platos, producto de una carta variada.

La mitad de los comensales se abocaron a los postres. Tengo grabada la imagen de Jorge con sus tres bochas de helado apiladas en una copa de vidrio. “Este muchacho -pensé-, nos va a hacer acostar tarde a todos hasta que termine su helado, y mañana en la banda izquierda no va a parar a nadie”.

En el mientras tanto, me pareció apropiado buscar consenso para un tercer tinto. Fue fácil lograrlo y llamé a la moza.

—¿Me traés otra de este? —enseñándole el envase vacío.

—Cómo no señor.

—Te hago una pregunta. ¿Está el dueño del restaurante?

—Está la hija del dueño —dijo señalando con un gesto direccional de su cabeza a la adicionista que teníamos en diagonal.

—¿Cómo se llama? —pregunté, recordando haber visto una interesante mujer en ese lugar al entrar.

—Claudia.

—Nos mandan del hotel Plaza, ¿le podés decir a Claudia que veríamos como gesto de hospitalidad para una mesa de quince personas, si nos invitan el café? —le dije en tono solemne y la miré con picardía. —Todo esto sin compromiso —agregué.

—Le digo —contestó la moza.

—Como sea, traete también la cuenta por favor —le pedí.

La moza regresó con la noticia de que el café sería invitación y empezó el relevamiento de cuántos cafés o cortados. Me di vuelta buscando la mirada de Claudia. Ella estaba atenta a la mesa y le hice un pulgar para arriba. Ella correspondió el gesto con una mirada complaciente y volvió a concentrase en su trabajo. Quedé mirándola unos instantes. Me hizo sonreír sin que ella estuviera prestando atención. Quizá fue su primer truco de magia para conmigo.

El ruso Hernán juntó la plata y pagó la cuenta. En el desbande de la salida busqué quedar entre los últimos para agradecerle a Claudia. Me acerqué a su puesto de facturación.

—Gracias por el café. Muy amable de tu parte.

—De nada. Nos gusta tratar bien a clientes que nos visitan.

—Comimos muy bien. No sé si eso nos servirá mañana cuando juguemos el torneo de fútbol, pero hoy nos vamos bien cenados y contentos.

—¿Vienen a jugar acá? ¡Qué bien!

—Sí, mañana jugamos contra un equipo de Mar del Plata y otro de tu pueblo.

—De mi ciudad —lo dijo con orgullo marcando el error demográfico y con mucho encanto.

—Perdón, es que se respira pueblo —dije, intentando congraciarme. Las pocas horas que estuvimos aquí nos han tratado espectacular. En el hotel, en la cancha municipal, nos acaban de invitar el café… —dije buscando de nuevo reparar el error de usar “pueblo”.

—Somos buena gente.

—No es fácil encontrar buena gente…y bonita —agregué, disparando el piropo.

—Es verdad. Las chicas del Plaza son agradables y muy atentas.

—A las chicas de La Zorra hay que incluirlas también…—le dije, y pareció haberle gustado.

Retomé su silencio y pregunté: —¿Mañana sábado a la noche, trabajan en el restaurante? —qué pregunta boluda me dije justo al terminar de hacerla.

—Sí, los días de descanso son domingos a la noche y los lunes.

—Ok, supongo que vamos a volver a cenar acá.

—¿De dónde vienen?

—De San Nicolás; el domingo a la mañana pegamos la vuelta. Todo estuvo muy bueno, de nuevo gracias —de esa forma me despedí.

Me gustó haber tenido esa breve charla con Claudia. Me agradó ella en realidad.

René nos había adelantado el cronograma del sábado, partidos de setenta minutos, todos en la mañana, a las dos de la tarde asado y entrega de premios en el Club Independiente. Habíamos quedado con René que íbamos a estar temprano en el estadio; en teoría, mientras ellos viajaban desde Mar del Plata, nosotros arrancábamos jugando contra Ayacucho, pero cuando llegamos a eso de las nueve de la mañana, los muchachos de Mar del Plata ya estaban cambiados y los de Ayacucho también, listos ambos para jugar. La terna de árbitros ya estaba en el centro del campo.

Coqui se presentó como Subsecretario de Cultura de la Municipalidad y jugador del equipo de Ayacucho. Nos mostró los vestuarios, dejó la promesa de que el intendente en un rato pasaría a saludar, si no sería en el almuerzo. Hasta hubo termos con café y bizcochos. Buscamos ubicarnos bajo los rayos del sol que empezaba a calentar, y espiamos el partido de los rivales.

Los detalles importantes de la competencia comenzaron a aflorar hablando con los suplentes de Ayacucho. Al día siguiente -domingo- jugaban un torneo de siete, con lo cual se infería que tenían gente de sobra y un mejor estado físico. Se los veía más jóvenes y tenían un “punta” por derecha endemoniado, un siete intratable parecido al burrito Ortega. Peor aún para nosotros, contaban con un técnico que no paraba de dar indicaciones, por cierto, con mucho criterio futbolístico.

Al cabo de un par de termos y varias rondas de mate, Ayacucho goleaba a Mar del Plata tres a cero. Así terminó. El ganador esperaba afuera, el perdedor seguía jugando. Luego de un descanso los grises entramos a la cancha pensando que al endeble equipo de Mar del Plata los agarrábamos cansados. Nos pusimos arriba aprovechando un yerro defensivo de ellos. Al inicio del complemento llegó el dos a cero. La dupla armenia en ataque alternó; Sergio hizo los goles, el otro no jugó tanto. El partido siempre lo tuvimos controlado, nunca lograron lastimarnos. Con ese resultado finalizó nuestro primer juego.

Un descanso de cuarenta minutos y pasado el mediodía arrancó nuestro partido contra Ayacucho. La cancha se inclinó rápido hacia nuestro arco. Sabiéndose superiores toquetearon tranquilos el balón buscando convertir en base a su mayor despliegue y jerarquía de jugadores. Para nuestra suerte al siete de ellos (Orteguita) lo habían dejado en el banco de suplentes, como preservándolo. Copiando el catenaccio italiano le metimos un cerrojo a nuestra dignidad. En la defensa éramos dos líneas de cuatro. Se despejó todo lo que caía en el área. Cuando lograban perforar nuestra defensa, cuando había zozobra, Oscar nos salvaba y nos daba seguridad en el arco.

Cuando se pudo intentamos salir jugando o meter algún pelotazo arriba, pero como toda demostración ofensiva en el primer tiempo logramos generar apenas un solo córner. Para el complemento movimos el exiguo banco de suplentes, hicimos cambios de posiciones, armamos relevos para la gente más cansada; en definitiva, buscamos salir del asedio y adelantarnos un poco más en el terreno. Copito y los que más sabían nos ordenaban en el campo. Y algo se logró porque pateamos un par de veces al arco y en uno de esos intentos el Ruso estrelló un tiro en el travesaño que impactó de lleno y volvió al borde del área.

Pero ellos eran mejores, Oscar atajó con las manos y también con los postes. Entró el siete endiablado de ellos y nos llenaron de centros, pero nuestro arquero los descolgó a casi todos. Cuando los muchachos de Ayacucho lograron tener dos claras, en una Roberto la sacó en la línea, y en la otra el Barba les negó la dosis de suerte que necesitaba la jugada.

Transcurridos sesenta y cinco minutos, nos llegó una segunda oportunidad. Defendiendo por derecha yo nunca había pasado de la mitad de la cancha. Ayacucho se vino masivamente y un despeje nos permitió salir de contra por mi lado, me animé a adelantarme en el terreno, se la dí a Quique que había entrado en lugar de Guillermo que se corrió todo y estaba fusilado. Quique amagó a darle juego a Sergio que estaba arriba, pero no quiso rifarla o no quiso que lo puteen y me la devolvió. Yo ya estaba en campo contrario. De refilón veo que lo tengo cerca a Copito que también se adelantaba. Le toco la pelota apenas a un costado, le grito “¡metela!” y empiezo a correr. Con toda seguridad Copito pensó “¿que pide este tarado?” inmediatamente concluye que es al pedo ese pase por incapacidad mía para lastimar en ataque, y a la vez porque luego pasaríamos a ser uno menos en defensa. Pero me ve picando, también ve el claro porque hay poca gente de Ayacucho, con lo cual decide probar y me la filtra por elevación.

El control que hago de la bocha es precario, necesito dos toques para tenerla dominada. Me queda afuera del área, no hay marcadores de ellos porque subieron y no volvieron, pero el otro central que quedó se me viene, veo que hay espacio, encaro, la tiro para adelante, entro al área, es claro que vamos a llegar casi juntos a la pelota, si soy rápido quizá le pueda meter un puntín al arco y en una de esas sale un rebote a favor de alguno nuestro, o la jugada termina en córner. Pero el defensor llega antes, barriéndome pelota y pie de apoyo juntos. En lo íntimo, es ese tipo de jugada donde pensás que mejor termine así porque es un final más digno que un tirito al arco o un centro a la nada. Lo cierto es que vuelo y caigo aparatosamente mientras escucho el silbato del árbitro. Ya tocando el suelo, miro de costado, el penal está cobrado y no hay mucho dolor que actuar en el piso. Mientras los jugadores contrarios discuten el fallo, busco la pelota y lo encaro a Copito. Pienso que como capitán que nos ordenó posicionalmente, nos dio indicaciones todo el tiempo, hizo los cambios, y además fue quien puso la asistencia con ese pase por arriba, era él quién lo tenía que patear. Le estiré la pelota con ambas manos. No la agarró, me señaló a mí.

—Pegale vos, anduviste bien ayer en los penales —me dijo.

El árbitro se paró en el punto del penal, destrató a dos jugadores rivales que seguían reclamando que no fue infracción. No escuché lo que dijo, pero gesticuló como que él vio la falta y amagó con sacar una tarjeta amarilla. Entre los nuestros se generaron comentarios interesados. Sergio pidió patear, quería seguir haciendo goles. El Ruso tiró un rotundo “patealo vos Omar, ¡aseguralo!”. Gerardo se me acercó y susurró un “metelo con pelota y todo”. El árbitro me sacó el balón de las manos y la acomodó en el suelo. A quien debo meter con pelota y todo es a Coqui, el anfitrión por la Municipalidad y arquero de Ayacucho.

Parece una tarea fácil, el arco es gigante, Coqui está algo excedido de peso, no le ví grandes intervenciones atajando. Tampoco les llegamos, es cierto, salvo ese disparo que se estrelló en el travesaño.

Decidí pegarle al palo izquierdo del arquero. Acomodé la pelota en el pasto y empecé la ceremonia. Coqui pegó unos saltitos en la línea, estiró sus brazos cual hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci. Tocó el travesaño, volvió a pegar un saltito final. Yo tenía la convicción de que iba a gritar gol. Ya imaginaba ganarles sobre la hora. Estaba parado pisando el borde del área. Sonó el silbato. Coqui se encorvó y se quedó quieto. El lugar elegido para patear en mi cabeza seguía inamovible. Me sentía seguro de convertir. No tomé carrera, hice unos pasos cortos, salí perfilado para pegarle con derecha, caminando hacia la pelota, luego me acomodé de frente al balón, seguí caminando, me frené, hice unos pasitos de costado para volver a perfilarme para patear con derecha. Esos movimientos de amague quizá me comieron potencia, o distancia, no sé. Tampoco sé por qué hice esa finta. No lo había hecho nunca antes. A punto de patear, Coqui apenas inclinó el cuerpo a su derecha. De reojo vi ese movimiento contrario al costado elegido y me entusiasmé. Usé la cara interna del pie, le pegué abajo, fuerte, pero demasiado abajo. La pelota fue bien direccionada a la izquierda, pero subió, subió y remontó el travesaño. Afuera.

Coqui terminó su movimiento poniendo solo su rodilla derecha en tierra y giró la cabeza en dirección contraria para ver la pelota irse fuera y pegar en el alambrado de atrás. Un compinche aprovechó a para gritarle a Coqui: “ahora capaz que el intendente te sube a secretario”. Me tapé la cara con las manos. No lo podía creer. Daniel, aún con fiebre, miraba el partido dentro de su auto y seguramente se comió las ganas del bocinazo. Terminó cero a cero. José no paraba de sacar fotos.

A la nochecita la mayoría acordó como opción gastronómica ir a tomar cerveza y picar alguna pavada en un bar del centro. Yo no podía con mi amor propio de haber errado ese penal. ¡Podíamos haber sido campeones! Sergio se fue de la habitación que compartíamos y me quedé tirado en la cama. Decidí que basta de ambiente varonil, basta de olor a huevos, basta de hablar de fútbol y menos de explicar el penal errado. En realidad, era una mezcla; un poco de evitar cargadas, y muchas ganas de volver a ver a mi maga. Todo pintaba que no volveríamos a cenar en el mismo lugar. No volvería a verla si no hacía algo. Me fui caminando a La Zorra, era temprano, no era aún hora para cenar. Entré, no encontré a Claudia con la mirada, pregunté entonces por ella; mientras esperaba recorrí en detalle la decoración del restaurante; tardó como cinco minutos en venir.

Se presentó una mujer más bonita que la conocida anoche. Al menos eso es lo que me pareció. Más alta de lo que imaginaba. El pelo castaño recogido en una cola de caballo dejaba ver una frente fresca y amplia. Cejas gruesas y bien arqueadas destacaban sus ojos claros. Tenía puesta una remera blanca ajustada al cuerpo, sin mangas, con un cuello tipo polera. Una cadenita de plata corta con un dije realzaba sobriamente sobre el inmaculado blanco de la remera. Jeans ajustados y un calzado que no llegué a ver, pero sí escuché su taconeo al acercarse. Volver a ver a Claudia confirmó mi atracción por esa mujer. Ella me llamó la atención ayer, por eso estaba ahí. Como siempre decía el Ruso, “si no le pegás al arco nunca va a ser gol, hay que probar, todo puede pasar, hay que intentar siempre”.

—¿Cómo les fue? —me reconoció y sonrió.

No tenía ninguna excusa preparada, su interés inicial me facilitó las cosas, pero me apresuré y le tiré mucha información junta, tanto que me parece que la apabullé:

—Ganamos y empatamos, sacamos cuatro de seis puntos, Ayacucho fue campeón del triangular, ganó por diferencia de gol. Buen resultado sacamos para ser visitantes, no estamos acostumbrados a jugar en canchas grandes….

—¡Muy bien, señor! —como parándome el relato. —¿Vienen a La Zorra esta noche?, ¿o con el asadazo que se comieron en el club, no da? —continuó preguntando.

—No hay cena en La Zorra esta noche, almorzamos a las tres de la tarde y terminó todo recién a las seis, ¿cómo sabes lo de asado?

—Nuestro parrillero juega en el equipo de Ayacucho —rió con ganas.

—Hubo entrega de premios —agregué.

—¿De qué tipo? —quiso saber.

—Copas del estilo trofeo para los tres equipos, más grande para el campeón y copas más chicas para el resto. Entregadas por el propio intendente. Hubo pergaminos impresos por desempeños destacados, en realidad diplomas en broma para ciertos jugadores y personajes. ¡Hasta trajeron un grupo musical!

—Seguro lo armó Coqui, tiene habilidad para amenizar reuniones.

—Salimos segundos por diferencia de gol. Nuestro equipo se llevó los premios al mejor arquero, goleador y mejor jugador. ¡Ah! Y el premio de reportero gráfico. Nuestro fotógrafo impresionó con el trípode y lo equipos que trajo,¡ ja! En ese momento el subconsciente me hizo acordar del penal a las nubes, la oportunidad desperdiciada y la necesidad de contarlo.

—Tuve una falla grande en el partido. Erré un penal clave —agregué.

—¿Vos lo erraste? Ja! Nuestro empleado me contó lo del penal; no pasa nada, es sólo un juego —me consoló.

—Pero si lo metía capaz que salíamos primeros.

—¿Te lo recriminaron tus compañeros?

—No, pero algunas caras lo dicen todo.

—Te invitaría a tomar un café, pero tenemos que prepararnos para atender esta noche. ¿Querías encargar comida, algo de eso? —me pregunta.

—Me llamo Eduardo, yo quería charlar con vos —me sale eso y pongo pausa.

—Hagamos una cosa, venite a tomar algo a eso de las once y media que ahí mi trabajo afloja y podemos conversar, ¿te parece? —sentí que me ayudaba.

—Ok. Voy un rato con mis amigos que están en un bar aquí cerca y vuelvo a esa hora. Nos vemos —tiré como despedida.

Las miradas de ambos se chocaron un instante. Ella agregó un “dale” cálido y dio media vuelta.

Me gustó verla irse, en realidad me agradó observar cómo el jean le marcaba una cola con elegantes curvas, cómo esa remera blanca ajustada resaltaba una espalda formada y abrazable. Me dí vuelta para encarar la salida. Nadie advirtió mi cara de juguetería. Pareció que hubo química entre ambos, la invitación de ella así me lo indicaba.

Llegué al bar Gulliver donde estaba la mayoría de la banda. Pedí una birra. Mi compañero de habitación estaba haciendo una elucubración chistosa sobre los dos goles que convirtió: “es momento de que me vendan”, decía divertido. Después de festejarle la humorada, mi cabeza volvió a Claudia. Me alegró inferir que no existía marido, novio u otra atadura sentimental. De haber una relación, Claudia no me hubiera hecho la invitación a volver. Pasé un rato con mucha ansiedad e innumerables lecturas de reloj. En un momento reporté cansancio a los de la barra y me fuí del bar. Sergio, como compañero de salidas no se la creyó, lo vi en su cara, tampoco me preguntó nada. Pasé por el hotel, me lavé los dientes y me tiré algo de desodorante y perfume. El espejo de la pieza devolvió mi imagen y le deseé suerte.

Con puntualidad japonesa, llegué al horario sugerido y entré en La Zorra. Ubiqué a Claudia en su puesto de trabajo, hice un semblanteo del restaurante, estaba lleno en un setenta por ciento. Volví la vista a Claudia quién me llamó con un gesto de su mano, me acerqué, ahora estaba concentrada en la pantalla de su computadora y con otra seña sin mirarme me invitó a sentarme a su lado, ubiqué una silla y lo hice. Ya sentado me recibió con un beso en la mejilla, me dijo “ya estoy con vos”. Me sentí raro allí ubicado. Ella retiró un ticket de una impresora y lo depositó en un canastito de mimbre, llamó a una moza y con su índice señaló lo que se suponía era la cuenta de una mesa.

—¡Estás a full! —disparé primero. En ese momento advertí que su cola de caballo se transformó en cabello suelto, con la particularidad de que un mechón sobre su frente volaba hacia atrás como una suerte de jopo que luego caía al costado.

—Hoy está tranquilo —me contestó todavía sin mirarme.

—Te queda bien de las dos maneras —le dije, ahora viendo como las puntas desmechadas del pelo yacían espléndidas sobre sus hombros y el pecho.

—¿Cómo? —ahora sí me miró sorprendida.

—Tu cabello —traté de halagar con sinceridad. —Antes lo tenías recogido y ahora suelto —agregué.

—¡Ah, gracias, muchas gracias! ¿querés tomar algo?

—¿No era café la invitación?

—Tengo ganas de un gin tonic, ¿me acompañás con uno?

—Es una mejor idea, ¡dale!

—Me encargo, te dejo al mando —rió divertida.

Se levantó, estaba con la misma ropa que hacía un rato salvo el detalle del pelo suelto. Ahora el delineador resaltaba sus ojos y su mirada. La vi alejarse y meterse detrás de una barra. Una moza se acercó a buscar la canastita y me agradeció. Los gin tonic los preparó la misma Claudia, asumí que el restaurante no se dedicaba a tragos, al menos no los había visto anoche en la carta de bebidas. Volvió espléndida con un vaso largo en cada mano, esa onda rebelde de cabello que caía apenas sobre su frente la hacía más sensual.

Con interrupciones propias de su labor, nos fuimos intercalando intervenciones y preguntas para conocernos. Ella, separada desde hace seis años, sin hijos, no pudieron tenerlos, su padre se dedicaba a la ganadería y puso La Zorra como negocio para sus dos hijas, su madre falleció el año pasado, su hermana mayor tuvo que ir a La Plata por un problema de salud de la suegra, la semana próxima viajaría tres meses a la Universidad de Urbino en Italia a hacer una especialización en marketing. Le gustaba andar en bicicleta. No le pregunté la edad, intuí que podía tener cuarenta y cinco más o menos, pero le tiré un número menor al que podía ser real para hacerme el simpático; tampoco me la dijo. Definitivamente estaba sola.

Claudia le puso un stop a su breve autobiografía e insertó un par de datos míos para animarme a hacer lo propio. Arrancó con: “vos jugador de fútbol, triste por un penal desviado, sin alianza en tu mano, ¿qué más?”. Le completé: “licenciado en economía, futbolero y tenista, devoto del ejercicio físico, papá de dos hijos adolescentes, amante de los viajes, divorciado de un matrimonio que duró dieciocho años, buscando ser una mejor versión del hombre de la que fui con mi pareja anterior”.

A todo esto, quedaban solo tres mesas por desocuparse en el restaurante. Ya habían pagado sus cuentas, Claudia indicó que les sirvieran como atención una copa de champagne. Me dijo: “hay un lugar que pone linda música, te toca invitarme vos a mi ahora”. Respondí encantado que sí.

Era un trayecto en ele de cuatro cuadras para llegar a Huija Restobar; me sentí orgulloso caminando al lado de esa bonita mujer. El frío pegó a pesar de los abrigos, tuve el impuso de agarrarle una mano al cruzar una calle para romper la perimetral de piel. Al instante desistí; primero porque no había peligro alguno en el flujo vehicular. No era excusa. Y fundamentalmente porque sería una iniciativa apresurada con riesgos de buen resultado. “Hasta aquí el cero a cero me conviene”, pensé.

El bar estaba a full. No paró de saludar gente mientras esperábamos. A la propietaria del principal restaurante de la ciudad le consiguieron lugar para dos en la barra. Pedimos otro gin tonic y café.

Una vez instalados siguió saludando conocidos. Fui “Eduardo, un amigo” para un par de compañeras de ciclismo, un proveedor de La Zorra, su peluquera, y su ginecóloga. Dicho de otro modo, estaba todo el pueblo. Fue difícil hilvanar tres frases seguidas ensayando pretensiones de seducción, hasta que desistí de incomodarme por tantas interrupciones y me subí al rol de acompañante.

Al margen de la frustrada oportunidad de conquista que imaginé para esa instancia, Claudia lució socialmente entrañable, me gustó descubrir que fuese portadora de ese tipo encanto.

Al cabo de una hora más o menos, ella declaró su cansancio y pidió volver. La convencí de llevarla en mi auto estacionado a pocos metros, dado que el restobar estaba en la misma cuadra del hotel. Fue una buena decisión que se justificaba porque el frío no daba tregua y además implicaba otra oportunidad de estar solos.

Su casa estaba ubicada en la planta alta del restaurante. Estacioné enfrente. Claudia se excusó de tener tantos conocidos. Le dije no había nada que disculpar. Íntimamente asumí que estábamos en los minutos de descuento de una última oportunidad.

—¿A qué hora se van hoy? —soltó ella primero.

—¡Ya es domingo, tenés razón! Supongo que a media mañana, después de desayunar —contesté. —Vos y yo necesitamos tiempo suplementario como en el fútbol —me animé.

—¿Necesitamos? —inquirió ella.

—A mí, por lo menos, me gustaría compartir otro trago con vos.

—¡Quedate!, el domingo a la noche no trabajo —dijo divertida.

—Me van a putear tres compañeros y sus familias si los dejo sin auto para el regreso.

—Era un chiste, yo tengo que preparar mis cosas para el viaje a Italia; arreglar con mi hermana mi reemplazo en el comedor.

—¡Cierto!, te vas tres meses a Italia.

—Pero vuelvo, Edu.

—Me tenés que dar tu número de celular —le pedí.

—Seguro —comprometió ella.

Ese truncamiento de mi nombre sonó agradable, más que amistoso. Nos preguntamos las últimas cosas que cada uno quería saber del otro. En mi caso temas más concretos e inmediatos: a cuánta distancia está Urbino de Roma, donde se alojaría, cómo se mantendría esos tres meses. Ella buscando ahondar en cuestiones de mi vida: la edad de mis hijos, si estaba divorciado en realidad, a qué se dedicaba un licenciado en economía. Se acercó el momento de la despedida. Después de los deseos mutuos de buen viaje, se vino un “me tengo que ir” de Claudia.

Pensé que el acto en Ayacucho terminaba con un cariñoso beso en la mejilla. Pero los labios colisionaron, las lenguas se conocieron, el besuqueo fue húmedo, cálido, corto pero sentido, con ganas. Fue una sorpresa y tardé unos segundos en bajar del éter. Claudia abrió la puerta y se bajó del auto, quise frenarla sin llegar a concretarlo. Caminó rápido en dirección a su casa. Volví a verla linda mientras se iba. Giró y me saludó con una mano antes de entrar. Como no esperaba ese beso, me maldije por no haberla encarado antes. Puse primera, aceleré suave. Me tranquilicé pensando que lo que sucede, conviene. Que era así como debía de darse. Recordé el texto de un cuento de Eduardo Sacheri: “inoculado para siempre con el veneno dulce del amor perpetuo”. Sacheri lo usaba para marcar el instante donde se adopta la pasión por una camiseta, el firmar fidelidad de hincha hacia un equipo de fútbol. En mi caso, tenía que ver con el deseo de pasar una temporada eterna con Claudia, ganas de abrazarla, de otro beso, de muchos más.

El miércoles siguiente como de costumbre, se reiteró el futbol cinco y cena en la parrilla. Eldo había instalado hacía tiempo una pantalla gigante para proyectar los partidos que se transmitían en directo. Con un fútbol codificado, el restaurante resultaba una opción posible para comer y ver la actuación del equipo de los amores.

A la hora de los postres José, el premiado reportero gráfico en Ayacucho, lograba conectar su cámara de video al proyector de Eldo. Primero pasaron docenas de fotografías: la típica imagen del cuadro completo de espaldas a la tribuna, jugadores nuestros abrazados festejando un gol, un grupo sosteniendo la copa ganada en una estación de servicio, la entrega de premios, todos nosotros con René vestido con los colores azul y amarillo del equipo de Mar del Plata. En fin, recuerdos en imágenes del viaje.

Hasta que apareció el video. Se mostraba una sola secuencia de alrededor de quince segundos: el penal errado visto desde atrás del arco. El sonido original era inaudible y quizá hubiera sido muteado, el verdadero sonido lo daban la mesa de los amigos y comensales del fútbol cinco que vociferaron un estrepitoso ¡¡uuuhhhh!! cuando la pelota subía por sobre el travesaño. La primera secuencia me pareció risueña, tal vez la segunda reiteración sirvió para recrear los movimientos de la defectuosa ejecución. Hubo otro ¡¡uuuhhh¡¡ La tercera repetición tuvo un ¡¡uuuhhh!! más masivo. Esta vez de mesas aledañas, lo cual apuntaba a convertirse en una escena algo lastimosa.

En ese momento sonó mi celular, era Claudia. Salí presuroso a atender afuera. Tenía presente que volaba casi a la medianoche, no me había olvidado, pero me ganó ella de mano. Habíamos hablado por teléfono largamente el domingo a la noche; seguimos el lunes y el martes con varios mensajes de ida y vuelta.

—¿Podés hablar? —dijo ella.

—¡Hola Clau!, ¿cómo estás?

—Estoy por embarcar mi vuelo a Roma, quería despedirme.

—Te iba a llamar más tarde. ¿Nerviosa?

—Desde que llegué al aeropuerto e hice el check-in estoy más tranquila, menos ansiosa. Me pasa siempre en viajes importantes.

—Voy a extrañar mensajearme con vos como lo hicimos estos días —le confesé.

—No dejes de hacerlo, escribime mails también —me chuzó con elegancia y simpatía.

Sentía que era momento de jugarse, se me achicaba el arco de tiempo, me llegó otro lejano ¡¡uuuhhh!!. Adentro se debía estar reproduciendo el penal errado por quinta o sexta vez. Necesitaba anotarme un gol ante Claudia, necesitaba una expresión que denote compromiso, ganas de esperarla, de intentar algo con ella. Busqué las palabras para decirlo con un nivel de sentimiento que resultara creíble. En esta ejecución le apunté al centro de su corazón. Recordé el beso en Ayacucho envuelto con el perfume que usó esa noche. “Es una especie de penal y no puedo fallar”, me dije.

—Seguro nos vamos a escribir —retomé. —No tengas dudas de que te voy a llamar también, pero quiero que sepas lo siguiente, princesa: vas a tener cuando vuelvas el abrazo de recepción más largo y cariñoso de tu vida —hubo un silencio breve antes de escuchar la voz de Claudia nuevamente.

—Tenés que saber que soy de las princesas que en los cuentos se salvan solas —respondió como repitiendo de memoria la frase que conocía —Yo también quiero volverte a ver —agregó.

—Voy a estar en Ezeiza esperándote —devolví.

Quizá algunos amigos dentro del restaurante pensaron que, como ejecutor frustrado, huí enojado por la reiterada reproducción del penal fallido, o por la humillación exacerbada en el “uuuhhhh” que festejaba el yerro. Lo cierto es que estaba en la puerta del restaurante movilizado con este inicio de relación. La respuesta de Claudia me hizo muy feliz. Levanté mi brazo, apreté y agité el puño mirando a la nada, como festejando la conquista, como si este penal hubiese sido gol e inflado la red de la pasión encendida.

Guardé el teléfono en el bolsillo. Miré por la ventana de vidrio hacia el interior del restaurante. Los ¡¡uuuhhh!! parecían haber terminado. Entré. Caí en la cuenta de que estaba sonriendo. De nuevo Claudia estaba haciendo magia conmigo

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS