Opistótonos
Hoy mataron a Olivia. No fue un accidente ni un acto de violencia injustificada. Fue una ejecución planificada por el Estado, llevada a cabo con precisión quirúrgica. No hubo llanto ni lamentos, solo la frialdad de la justicia y el eco sordo de un gatillo siendo accionado. Y ahora me encuentro aquí, en esta celda solitaria, enfrentando el peso abrumador de lo que soy y lo que he hecho. Mi mente está clara, sin remordimientos ni angustias, pero mi corazón late con una extraña sensación de indiferencia ante mi propio destino.
Sin embargo, al cerrar los ojos, mi mente regresa a aquel día soleado en la tundra, a la expedición en la que participé con Olivia.
—¿Puedes arrojarme el pico, Tomatito? —preguntó Olivia de modo juguetón.
—Agárralo.
Le lancé el instrumento y ella lo sostuvo en mitad del aire. Luego continuó golpeando el meteorito hasta hacer un hueco por donde salía polvo grisáceo y púrpura. Mateo recolectó el polvo en una bolsa y la selló, automáticamente expulsó todo el aire y redujo su tamaño considerablemente. Nos sacudimos la nieve casi al mismo tiempo y miramos al cielo. El sol pegaba con fuerza y la luz se reflejaba en la nieve violeta. De no ser por el traje de exploración estaríamos recibiendo quemaduras en la piel. Eso no quitaba que las nubes púrpura se ponían hermosas en los atardeceres.
—Espero que con esto sea suficiente. Se verá muy bien en mi currículum —exclamó Mateo, guardando los instrumentos y las muestras en una mochila.
—No lo sé, en realidad me gusta la vista —dijo Olivia—. Somos los primeros en llegar tan lejos de la Ciudadela. Lo que sí es que ya tengo hambre —se tocó el estómago.
—ASTRA —mencioné tocando el costado de mi casco—. Ya recolectamos cien gramos ¿Ya podemos irnos?
Una voz robótica femenina respondió.
—Afirmativo, Tomás. —la voz sonaba en todos los cascos de mis compañeros—. La comandante Sofía Reyes ordena volver inmediatamente. Prioridad uno.
—¿Uno? —dijo Mateo.
—Afirmativo, Mateo. No recibo más detalles de comando central.
Nos miramos de reojo, confundidos, y recogimos nuestras cosas con cuidado. Avanzamos entre la nieve, Mateo casi se cae pero logró componerse de un salto. La pendiente era pronunciada y el terreno accidentado, dificultando nuestro avance. Sumado a eso, la enorme masa púrpura nos impedía ver dónde pisábamos. Olivia tomó la cuerda que colgaba del borde del cráter y se impulsó hacia arriba. Conectó el escalador y encendió el motor, subiendo rápidamente hasta la cornisa, donde esperó nuestra llegada. Tomé la cuerda, conecté el escalador y encendí el motor también. Durante el viaje, observé el paisaje que dejábamos atrás: el meteorito en el centro del cráter, la nieve púrpura, nuestras huellas y las montañas en la lejanía. En realidad, no había mucho que ver, pero esas vistas extrañas evocaban una sensación de nostalgia por los árboles de la Tierra.
Ya en la cima, el teniente Marcus sostenía su rifle en su hombro y miraba hacia la lejanía, impaciente.
—¿Y el Interno? —refunfuñó.
—Tranquilo, Manzanita —dijo Olivia—. Tú no pudiste usar el escalador hasta la décima vez, que yo recuerde —se burló.
—¡Ya llegué! —gritó Mateo, apenas sosteniéndose de la cuerda y luchando por subir.
Le ayudé a escalar y a ponerse de pie. En la cima el suelo era diferente: la nieve estaba derretida y parecían charcos violetas que dejaban a la vista la tierra negra debajo de nosotros. Ni un atisbo de insectos o hierbas.
—¿Sabes porqué la comandante nos quiere de vuelta tan pronto? —pregunté.
—No. Seguramente sólo se lo pidieron los cuatro-ojos de investigación —se giró y abrió la puerta del vehículo—. En lo que a mí respecta sólo quiero volver a respirar aire fresco para fumarme un puro.
—Entonces quieres abandonar el aire tóxico de afuera para poder meterte aire tóxico adentro, ¿eh? —se burló Olivia.
—Es diferente. Además, ya llevo varios días sin dormir en una cama grande y no en estos cubículos.
—Eso no lo puedo negar, Manzanita.
El vehículo era una especie de cilindro con orugas. Tenía un aspecto industrial y las ventanas eran tan gruesas como el metal del propio chasis. Una vez dentro, usamos los asientos para descansar y colocar las maletas. Olivia fue a la parte trasera del vehículo donde se encontraba la cocina.
—ASTRA, llévanos a la Ciudadela —dijo Marcus.
—Enseguida, teniente.
El cilindro encendió los motores y comenzó a avanzar lentamente por la tundra. Por la ventana se podían observar las nubes moradas, las montañas y el sol. El atardecer lograba añadir toques anaranjados a la atmósfera. En esos momentos me quedaba claro que éramos personas con mucha suerte. No más del cero punto cero cero cero cero un por ciento de la humanidad podría presenciar esos paisajes.
—Entrando a zona ecológica habitable.
Presionamos un botón en los cascos y estos se retrajeron en pequeñas láminas que se ocultaron bajo la línea del cuello del traje de exploración, tomamos bocanadas de aire puro y por fin bebí un trago de agua. Sólo entonces recordé el rostro de mis compañeros: las cicatrices de Marcus, los ojos saltones de Mateo y la sonrisa burlona de Olivia. Mateo comenzó a escribir en su bitácora, Marcus sacó un cigarro de no sé dónde y Olivia comenzó a comer galletas secas mientras miraba con curiosidad a Mateo.
—Oye, interno —le dijo, aún con comida en la boca—. ¿Ya pensaste en qué le vas a decir a Ivanov? —Se sentó a su lado y se inclinó para ver lo que estaba escribiendo.
—Doctora Olivia, ¿Podría no ensuciar mi cuaderno, por favor? —Extendió su libreta a un lado, alejándola de las migajas—. Y sí: voy a solicitar que me muevan a un laboratorio de moleculares, mi proyecto para la replicación sintética de los exones para la regularización y el control de…
Ni siquiera recuerdo que más dijo. Yo era geólogo y arqueólogo. Pero a Olivia parecía interesarle todo aquél asunto genético y prestaba atención, aunque en ocasiones se mostraba desconfiada de las explicaciones del interno. Miré a Marcus y él tampoco entendía nada, sólo inhalaba de su puro y arqueaba una ceja.
Pasaron las horas hasta que logramos dilucidar la torre de comunicación en la lejanía. Esa antena enorme cuya punta parpadeaba cada pocos segundos era el único rastro de la ciudadela visible a kilómetros de distancia. Ya era de noche. La luna violeta se alzaba en el espacio imponente. La luz de la luna llena arrojaba destellos que bañaban toda el área con tonos púrpuras. Desde la distancia, la pequeña ciudad iluminaba con un haz amarillento las regiones circundantes, baldías también. Era un bastión en el medio del vacío. Algunos del equipo bostezaron y se tallaron los ojos denotando el cansancio. En la lejanía, vi una nave despegando desde la plataforma de lanzamiento. Algo raro y totalmente fuera de los protocolos.
—¿Y eso por qué? —señaló Marcus.
—¿Tal vez hayan adelantado la terraformación? —dije con dudas.
—ASTRA, ¿Quiénes iban en esa nave?
—Lo lamento, teniente, no poseo información al respecto y no recibo autorización desde comando central.
Nadie dijo nada más. Nos miramos con duda. Cada uno tomó sus pertenencias y se las colgó al hombro. Tal vez inconscientemente, Marcus revisó sus cargadores y se aseguró de tener el seguro del arma puesto.
—Hemos llegado a La Ciudadela. Contacte con su superior para más instrucciones. No me olvide, teniente.
—Sí, sí —Marcus se acercó al asiento de conductor y retiró una base de datos pequeña.
Bajamos del cilindro y nos acercamos a un muro de concreto y acero enorme. Más grande de lo que parecía a simple vista desde lejos. Una enorme compuerta de varias toneladas era lo único que nos separaba de la ciudad. Marcus habló por un interfono incorporado en su traje:
—Sebri, ¿quieres abrir la puerta? —esperó unos segundos pero no hubo respuesta—. ¿Sebri?
Silencio. Frunció el ceño y golpeó su micrófono en el pecho.
—Sebri, no seas cabrón, ¿Qué estás haciendo? estoy exhausto y no pienso comer más de esas porquerías de exploración. Abre la maldita puerta —Comenzó a impacientarse.
—¿Qué es eso?
Mateo señaló el cielo, justo en el borde donde terminaba el muro: había una silueta humana con los brazos extendidos hacia el frente. Por la falta de iluminación no podíamos ver muchos detalles pero fue suficiente para Marcus…
—¡Sebri! No seas cabrón, ¿Qué estás haciendo? —gritó a todo pulmón.
Poco pudimos hacer. Cuando reaccionó el resto de nosotros el cuerpo de Sebri ya estaba en la nieve hecho mierda. Sangre salpicó en los trajes blancos de todos nosotros. Los sesos estaban saliendo lentamente por el hueco de su cráneo que se hizo al caer. Un ojo le había explotado. La verdad no recuerdo mucho de ese incidente: era la primera vez que veía un muerto de tan cerca, y menos aún una muerte tan visceral. No sé cuánto tiempo pasó cuando Olivia me sacudió para sacarme del trance, para entonces Marcus ya estaba peleando con su micrófono y casi le arrancaba el traje a Mateo para sacarle el suyo.
—¡Tomás! —no sé cuántas veces me gritó—. Necesitamos tu autorización para entrar por la salida de emergencia.
—S-sí, claro.
Al fondo Marcus seguía discutiendo con ASTRA, exigiendo una vía de comunicación con los superiores, sin éxito. Entonces me miró con clara molestia y avanzó hacia mí. Le extendí mi tarjeta de acceso antes de que me golpeara.
—¿A quién reportamos esto? —preguntó Mateo, tímido.
Marcus se echó a andar por un costado del muro y nosotros lo seguimos. Anduvimos unos cuantos cientos de metros antes de llegar a una protuberancia en el muro. Era una puerta de tamaño normal con dos cámaras mirando en todas direcciones. Marcus sacó su tarjeta de acceso y deslizó ambas por un lector óptico. Una alarma muy ruidosa saltó y la puerta se abrió, permitiendo ver un pasillo claustrofóbico con apenas luz. Avanzamos velozmente por el estrecho camino hasta llegar a otra puerta. Nuevamente deslizó ambas tarjetas y se abrió. Del otro lado había una de las principales avenidas de la ciudadela. Estaba llena de vehículos de logística moviéndose, de edificios departamentales y mucha luz, como siempre. A simple vista no había nada distinto, pero un pequeño dolor en las sienes se hacía presente en todos nosotros al tiempo que un extraño aroma metálico inundó el ambiente. Mateo se agarró la cabeza con molestia y Marcus intentó establecer contacto por su micrófono. Olivia me tomó de la mano y me miró fijamente.
—¿Estás bien? —me preguntó, con una notable mirada de preocupación.
—E-eso creo. Gracias.
—No es eso. Estás sangrando de la nariz.
Me llevé la mano a la cara y sentí mi propia sangre ensuciando mis dedos. Antes de que otra cosa ocurriera, un miembro de la Unidad de Seguridad de Beit Sheni nos encontró. Estaba respirando con dificultad. Entre resoplidos nos gritó que nos pusiéramos los cascos. Todos excepto Marcus obedecimos.
—¿Qué está pasando, soldado? —preguntó con voz firme—. ¡Afuera, Sebri acaba de arrojarse del puto muro y no hay comunicaciones con nadie!
—¿Sebri? Oh no, carajo. Fue muy rápido —el soldado seguía luchando por recuperar el aliento—. No sé todos los detalles, pero puedo decirles que hay algo que se mueve por el aire y nadie sabe qué es —se arqueó hacia adelante, intentando tomar todo el aire que entraran en sus pulmones, había estado corriendo un buen rato—. Me enviaron a reunir civiles en comando central. Deberían ir allí, estoy seguro de que alguien puede explicarles lo que sucede —nos señaló con prisa—. Esos trajes están sellados, ¿no? Se lo ruego mi teniente, póngase el casco.
Pulsó el botón de su traje y el casco rápidamente le cubrió toda la cabeza. De nueva cuenta volvimos a escucharnos por medio del radio.
—ASTRA —dijo Marcus—. Traza una ruta a comando central.
—Ruta establecida. Mapa actualizado a toda la escuadra.
—Bien, escuadra —dijo Marcus—. Esta vez necesito que obedezcan todo lo que les ordene, al menos hasta saber qué mierda pasa.
—Sí, teniente —dijo Mateo, tragando saliva.
El soldado se despidió con formalidad de Marcus y nos saludó al resto, luego continuó su viaje entrando a uno de los edificios de departamentos. El traje tenía en el antebrazo una pequeña pantalla con varios datos como la presión arterial, el ritmo cardíaco, los niveles de oxígeno, la temperatura y todos los demás datos médicos que no requerían de una intervención para saberlos. También mostraba datos que compartíamos entre los miembros del equipo: bitácoras, fotografías, detalles de la misión, etcétera. Entre tantas opciones también había una imagen satelital de la ciudadela con una ruta trazada. Tras unos pocos minutos de caminar con la atención al máximo, todos los autos que circulaban por la calle se detuvieron repentinamente.
—¿Más problemas de señal? —inquirí.
—Eso significa que la torre de comunicación está fallando —respondió Mateo con tono preocupado.
—La verdad no me sorprende —intervino Olivia—. Pero aún así no se me ocurre nada que haya provocado esto. ¿Algo que se propaga por el aire? ¿No estábamos todos vacunados y con los biochips?
—¿Creen que hayan encontrado por fin vida? ¿En el lago, tal vez? —sugirió Mateo con miedo en la voz—. ¿Qué por eso hayan cancelado la misión antes de tiempo?
—Eso sería noticia. —Aún así… ¿Qué clase de bacteria provoca… suicidios? —dije con cautela, aún sin superar la imagen de Sebri.
—Ha habido casos en los que una bacteria puede llegar al cerebro y causar problemas en las estructuras neuronales —comenzó Mateo—. Uno de los síntomas causados por Pericisonia Coccus es precisamente la disminución de los periodos refractarios de…
—Interno, simple —interrumpió Marcus con firmeza.
—L-lo siento —se apenó Mateo—. Es posible que haya convulsionado y no haya sido a propósito —resumió, avergonzado.
—¿Una bacteria que se propaga por el aire, es indetectable porque supongo que si se hubiera sentido enfermo le hubieran hecho estudios; y además causa convulsiones en pocos días sin más síntomas? —cuestionó Olivia—. Hasta que no lleguemos a comando central no lo sabremos.
—Y eso no explica las fallas en las comunicaciones —mencioné con duda.
—Silencio, equipo —ordenó Marcus—. Veo algo.
Nos pusimos detrás de él en fila india pegados al muro. Asomó la cabeza ligeramente por la esquina. Se quedó inmóvil un segundo y luego habló:
—Es… raro. Creo que está bien si lo ven, sólo no se acerquen.
Nos pusimos a un lado de él y nos asomamos con precaución. Lo que vimos pareció algo sacado de un psiquiátrico: una persona tirada en el suelo, con todos los músculos retraídos, la espalda arqueada con dolor y las manos hechas puños, apenas se sostenía sobre sus talones y su cabeza; emitía sonidos de dolor apagados sin decir ni una palabra. Se había arrancado la ropa y dejaba al descubierto casi la totalidad de su cuerpo. El dolor en las sienes regresó de golpe.
Mientras observábamos a la persona retorcerse en el suelo, una extraña sensación de inquietud se apoderó de nosotros. Los músculos de mi espalda se tensaron y sentí un escalofrío recorriendo mi columna vertebral. Miré a mis compañeros y aún ver directamente sus rostros, a través del visor reflejante y de su respiración acelerada notablemente audible por el radio, supe que estaban pasando por lo mismo que yo.
Entonces, de repente, la persona en el suelo levantó la mirada hacia nosotros. Sus ojos, desorbitados y llenos de pánico, se clavaron en los nuestros con una intensidad que helaba la sangre. Por un momento, el mundo pareció detenerse y el silencio se hizo opresivo a nuestro alrededor.
—¡No te muevas! —gritó Marcus, saliendo del escondite y apuntando con su arma a la persona.
—¡Marcus! —exclamó Olivia—. ¡No lo vayas a matar!
Pero ya era demasiado tarde. La figura en el suelo emitió un sonido gutural y comenzó a arrastrarse hacia nosotros, con movimientos torpes y espasmódicos. No parecían voluntarios.
—¿Qué es… eso? —susurró Mateo, con los ojos desorbitados de terror.
Antes de que siquiera formulara mis pensamientos, el sonido de dos disparos inundó el extrañamente sombrío y callado ambiente. Y cuando vi desplomarse los ojos y dientes de aquél ser humano, supe que me había convertido en cómplice de la mayor de las crueldades humanas.
Prodromal
Aún con la mirada fija en los restos de los sesos desparramados por el suelo, el silencio se cernía sobre nosotros como un manto funerario. El único sonido perceptible era el de nuestros respiradores, que parecían más ruidosos de lo habitual en medio de la quietud sepulcral. Marcus permanecía con el arma en alto, sus ojos escudriñando cada rincón en busca de cualquier señal de peligro, mientras Olivia y Mateo intercambiaban miradas cargadas de preocupación y confusión.
—Marcus… —susurró Olivia, llevándose las manos al visor.
Debo admitir que en esos momentos me bloqueé. Me sentí igual que cuando miré el cuerpo inerte de Sebri en el suelo. La molestia en la cabeza sólo se hacía más y más grande cuanto más miraba el cuerpo inerte de aquella alma inocente. La verdad no sabía qué sentir sobre Marcus.
—Tenemos que movernos —continuó el teniente.
Se echó a andar con cautela. Mis pies no se movieron hasta que Olivia me sacudió el hombro y me miró a través del visor. De algún modo eso me reconfortó e hizo que recuperara la compostura. Seguimos a Marcus hasta el otro lado de la avenida, siguiendo la ruta marcada en el antebrazo.
—El uso de la fuerza letal no fue aprobada por comando central, Teniente. Eso podría llevarlo a la corte marcial —ASTRA interrumpió con la frialdad característica de una inteligencia artificial.
A veces olvidaba que teníamos una máquina escuchando todos nuestros movimientos y conversaciones. Antes de que Marcus pudiera responder, escuchamos a nuestras espaldas un sonido raro, como de gelatina cayendo desde una gran altura. Nos giramos, pero no vimos nada. Los vehículos en la carretera bloqueaban una buena parte de la visión del suelo. Aún así, entre los autos y camiones inmóviles vislumbré un pequeño espasmo en el pie de aquél cuerpo. Volvió la molestia en mi cabeza.
—¿Qué carajo…? —dije.
—No se detengan, escuadra —a pesar del tono firme de su voz, logré notar un pequeño temblor.
De vez en cuando Mateo miraba hacia atrás para comprobar si aquella cosa que hizo los ruidos seguía ahí. Pasamos varios minutos en silencio y sin mayor interrupción. En algún momento salimos de la avenida principal y avanzamos por calles aledañas y callejones. Aunque la mayor parte de las carreteras principales sólo eran diseñadas para vehículos autónomos, en las carreteras secundarias habían algunas imitaciones de parques y fuentes con caminos de pasto y uno que otro árbol terrestre. Ignorando el aspecto sintético de algunos muebles públicos y la falta de ese toque natural en las estructuras, era algo acogedor, me recordaba incluso a mi ciudad natal en la Tierra.
—Tal vez… ¿Contracciones post-mórtem? —mencionó Mateo, intentando romper el hielo.
—Me recuerda a las ancas de rana —respondió Olivia, intentando aligerar el ambiente—. Dicen que saben a pollo.
—¿Tendremos problemas por… Dispararle a un inocente? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
—Me aseguraré de que no, Doctor —respondió Marcus con seguridad—. Me enviaron con ustedes para protegerlos. Estoy seguro de que podemos hacer entender a la comandante.
—Además, Sofi es amiga tuya, ¿No? —bromeó Olivia.
—La Comandante Sofía Reyes es mi jefa y punto —respondió Marcus con un tono más suave—. Le tengo cariño, pero no más.
Olivia se rió ligeramente, y sentí un alivio temporal en la tensión. Apenas me di cuenta de que mis manos presionaban mi pecho. Suspiré para regular mi respiración.
—Por cierto, ¿A alguien más le duele la cabeza? —preguntó Mateo.
—A mí, pero supongo que es por el estrés o el cansancio —mencioné, tratando de ocultar mi malestar—. Aunque se intensificó cuando vi a… Sebri y a aquella persona retorciéndose.
—Hey, yo también me sentí igual —continuó Olivia, señalando su casco.
—Es normal —intervino Marcus—. Con el tiempo te haces insensible a ver la muerte.
La ruta nos llevó por callejones largos, entre los edificios de departamentos. Aunque estaban bien iluminados, a veces eran caminos de varios cientos de metros sin interrupciones, lo que resultaba un tanto claustrofóbico. El traje de exploración estaba bien diseñado para ser cómodo, pero aún así proporcionaba una deprivación sensorial considerable. No podíamos sentir a través de las aleaciones, ni percibir aromas ni escuchar con la misma claridad que sin el casco. A veces me asustaba usarlo por mucho tiempo.
—¿Lo conocías? —preguntó Olivia.
—Éramos amigos en la Tierra —respondió sin mirar.
—Lo lamento.
Cuando salimos de aquél camino llegamos a un espacio abierto con un enorme edificio de pocas ventanas. Afuera habían varios vehículos militares con tropas a bordo y vehículos de transporte con civiles bajando de ellos.
—Han llegado a comando central.
Comenzaron a llegar y a salir más camiones cargados de gente, algunas personas eran dirigidas al edificio y otras más abordaban los vehículos para abandonar la zona. La gente iba vestida con ropas de su oficio: técnicos, agricultores, médicos, etcétera; y se cubrían nariz y boca con harapos o máscaras especiales que algunos militares ofrecían. Todos los soldados portaban el uniforme negro de la Unidad de Seguridad de Beit Sheni con cascos totalmente cubiertos e inexpresivos. Nos acercamos a la muchedumbre y hablamos con un soldado para que nos dejara ingresar al edificio, Marcus se presentó con nombre y rango y el militar hizo un hueco en la muchedumbre para permitirnos el paso.
Dentro del comando las cosas no eran diferentes: gente corriendo, civiles exigiendo respiradores y personas llevando cajas con no sé qué. Un oficial que saludó formalmente a Marcus nos recibió y nos dirigió a las escaleras, explicando que nos esperaban en la sala de juntas.
Subimos las escaleras hasta el quinto piso. Buscamos la sala de juntas y entramos. Nos esperaba una mesa de madera rodeada de personas estresadas y algunas histéricas. Unos que tenían batas de laboratorio discutían ferozmente sobre un pizarrón con datos y garabatos, otros con uniforme militar hablaban y trazaban rutas en un mapa de la ciudad, y en la cabeza de la mesa estaba la Comandante Sofía Reyes, con su cabello corto canoso y su uniforme lleno de insignias. A su derecha estaba el Doctor Ivanov Pavel, Jefe de Investigación, mi jefe; mostrándole documentos, y a su izquierda estaba la General Victoria Stone, Directora de Operaciones, enseñándole papeles llenos de palabras y esquemas. Aún en medio de todo el caos ella se mantenía imperturbable, estática, tranquila, sus manos le cubrían medio rostro y su mirada estaba fijada en el muro delante de ella. Hasta daba miedo. Sus ojos se giraron hacia nosotros cuando nos vio entrar, y su voz resonó con autoridad cuando nos vio entrar:
—Señores, les presento al Teniente Marcus Thorne, encargado de la quinta escuadra de exploración — declaró la comandante Reyes con una voz firme y autoritaria que llenó la sala de juntas.
Sus palabras resonaron con una autoridad innegable, haciendo que todos los presentes dirigieran su atención hacia Marcus. La comandante Reyes completó su introducción con una mirada intensa. Cuando ella terminó, la sala quedó en silencio. Se puso de pie y Marcus hizo el saludo militar. El resto de nosotros se mantuvo inmóvil. Sofía Reyes avanzó hacia Marcus y le dio la mano.
Marcus se quitó el casco y se puso firme. Nosotros lo seguimos. La habitación olía a hospital, por alguna razón. Era agradable volver a sentir aire fresco.
—Son los que enviamos al meteorito —explicó—. ¿Y el polvo?
Mateo rápidamente sacó de su mochila la bolsa donde lo guardó y se lo extendió a la comandante. Ella lo miró curiosa y lo alejó, el Doctor Ivanov corrió a recibirlo.
—Marcus, acompáñame.
La comandante salió de la habitación y Marcus la siguió. El escándalo de la sala de juntas volvió. Todos habían comenzado a discutir nuevamente. El doctor Ivanov se nos acercó rápidamente.
—¡Qué bueno que llegaron a salvo! —exclamó aliviado—. Estaba muy preocupado por toda esta… situación. —estaba histérico.
—Doctor Ivanov, ¿Qué sucede? —preguntó Mateo respetuosamente.
—Será mejor que me sigan.
Salió de la habitación y lo seguimos. Subimos unos cuantos pisos hasta llegar a un pasillo largo con ventanas a ambos lados. Las ventanas estaban tapizadas con cortinas improvisadas. Tocó una puerta y una figura con casco asomó la cabeza moviendo la tela, luego hicieron señales y la silueta recorrió la cortina dejando ver un cubículo de oficinas con escritorios que fueron reacomodados para usarlos de camillas de hospital improvisados. En las camillas, un par de científicos con trajes protectores sometían a una persona y luchaban por amarrarla al escritorio con cuerdas.
—No sabemos qué es —se acomodó la corbata con prisa—. Parece comportarse como un virus de transmisión aérea.
Cuando miré aquella persona arqueándose del mismo modo en que lo hizo la que encontramos en las calles, surgió de nuevo el dolor de cabeza. Ivanov, al notarlo, continuó:
—Eso es otro problema que tenemos —me miró—. Al parecer no sólo causa convulsiones, sino que daña a las personas que observan un paciente del virus. Algunos ya lo llaman «Eco», porque es lo que se escucha si prestas atención a los pacientes.
—¿Cuándo sucedió esto? —preguntó Mateo.
—Al siguiente día de que se fueron. Intentamos avisarles pero la comunicación a larga distancia falló. No fue hasta hoy que pudimos contactarlos.
Hizo un ademán y la misma figura con casco cerró las cortinas. Luego sacó el polvo de meteorito y continuó:
—El satélite realizó un análisis y encontró que la región del cráter estaba contaminada con elementos desconocidos. Aunque no estamos seguros, parece que estos mismos elementos están presentes en el virus —miró la bolsa de cerca—. El examen de radiación sugiere que es así.
—¿Entonces es radiación lo que causa esto? —preguntó Olivia.
—Los síntomas no concuerdan con envenenamiento por radiación —respondió Ivanov—. Y los trajes anti radiación no protegen del dolor de cabeza. Encontramos que mirarlos por más de dos minutos es suficiente para desmayarse, pero cerrar los ojos funciona.
ASTRA nos interrumpió por el micrófono del traje:
—El Teniente solicita su presencia en la planta baja, quinta escuadra.
—Antes de que se vayan —nos detuvo Ivanov—. Necesito pedirles un favor enorme.
Nos miramos los tres, confusos.
—Necesito que me reporten directamente —me tomó de los hombros con firmeza, sus ojos casi saliéndose de las órbitas—. La ciudadela es un caos. No tenemos liderazgo, y la comandante Reyes está dispuesta a tomar medidas drásticas. Ya he pedido a otros equipos de investigación, pero necesito que ustedes estén en constante comunicación conmigo. Reyes coordina todos los movimientos desde que el gobernador escapó con su camarilla. Necesito estar al tanto de todo, por favor.
Su tono me tomó por sorpresa. Nunca lo había visto tan alterado. No parecía el apasionado profesor que conocí en la facultad. Asentí sin decir palabra, y él soltó un suspiro de alivio. Bajó la mirada y se ajustó la corbata. Nos escoltó hasta la planta baja, donde ya nos esperaba Marcus con una mochila nueva y una expresión preocupada. Ivanov se despidió con un abrazo de Olivia y Mateo, y cuando me llegó el turno, me metió un papel en el bolsillo del traje sin que nadie más se diera cuenta. Me susurró:
—Cuida de ellos, Tomás… y vuelvan a salvo.
Nos reunimos con Marcus, quien nos llevó hasta un vehículo a las afueras de comando central. Esquivamos las personas que seguían arrebatándose las mascarillas y subimos al auto. Marcus manejó unos minutos hasta que el bullicio de la gente se detuvo y pudimos hablar con calma.
—¿Qué te contó tu querida Sofi Reyes, Manzanita? —dijo Olivia para romper el hielo.
Marcus refunfuñó molesto por el comentario burlón, luego de unos segundos contestó.
—Que todo es un desastre —respondió Marcus—. El gobernador y todo su gabinete escapó en esa nave que vimos antes. Al parecer sabotearon las comunicaciones antes de que todo se fuera a la mierda.
—¿Sabían del virus? —pregunté confuso.
—Lo dudo. Tal vez eran parte de los Purificadores. No sé cómo llegaron hasta acá esos locos.
—Qué cabrones —dije—. ¿Por qué harían algo así?
—Tal vez no quieren que nos comuniquemos con la Tierra —sugirió Mateo.
—¿Y a dónde vamos ahora, teniente Manzanita? —preguntó Olivia.
—Al edificio de Investigación Geológica. Debemos rescatar a algunos doctores que se quedaron atrapados —Marcus sacó un cigarro de algún lugar y se lo puso en los labios, antes de encenderlo continuó—. Lamentablemente no hay más escuadras con el equipo necesario, así que depende de nosotros.
—Recomiendo colocarse los cascos, escuadra. Según informes más adelante hay un brote de Eco.
—Carajo —Marcus refunfuñó y escupió el cigarro a la calle.
Nos pusimos los cascos y nuevamente sentí esa privación en todo el cuerpo, dejé de oler la ciudad y comencé a escuchar las respiraciones del equipo por la radio. Miré a Olivia que estaba sentada a mi lado. Me miró de vuelta y aunque no pude distinguir sus expresiones a través del cristal, sabía que me estaba mirando preocupada.
—¿Estás bien, Tomás? —preguntó, colocando una mano reconfortante sobre mi brazo. Asentí, tratando de mantener la compostura.
—Sí, solo… solo estoy un poco nervioso, supongo.
Casi distinguí una sonrisa de su parte. Tal vez la imaginé. De cualquier modo eso me calmó.
—Lo entiendo. Todos estamos nerviosos. Pero estaremos bien. Somos un buen equipo.
La calidez de sus palabras me alcanzó, y por un momento, olvidé el miedo que se agitaba en mi interior. Pero esa sensación de alivio fue efímera. En el fondo, persistía la certeza de que estábamos atrapados en un mundo absurdo y hostil, donde la muerte acechaba en cada esquina y la razón parecía un faro lejano en medio de la oscuridad.
Febbrile
El vehículo se deslizaba por las calles desiertas de Beit Sheni, sumido en la oscuridad de la noche. La luz de las farolas parpadeaba intermitentemente, arrojando sombras irregulares sobre nosotros. El aire dentro del vehículo estaba cargado de tensión, como si el peso del mundo descansara sobre nuestros hombros.
Miré por la ventana, observando los edificios abandonados que se deslizaban frente a mí, sus sombras retorciéndose como figuras de pesadilla en la penumbra. El recuerdo de lo que habíamos presenciado en las salas de oficinas del comando central aún estaba fresco en mi mente, y una sensación de inquietud se había apoderado de mí.
Olivia, a mi lado, parecía sumida en sus propios pensamientos. Sus visor miraba fijamente hacia adelante, pero su mente estaba en otro lugar, perdida en un laberinto de preocupaciones y preguntas sin respuesta.
Marcus, al volante, mantenía la vista fija en la carretera, sus manos sujetando el volante con firmeza. Aunque no podía observar su rostro, podía percibir la tensión en su postura, la rigidez de sus músculos tensos como cables bajo la piel.
Mateo, en el asiento trasero, jugueteaba nerviosamente con los controles de su traje. A pesar de su juventud, había demostrado ser un activo valioso para el equipo, pero me preguntaba cuánto tiempo más podría soportar la presión antes de quebrarse.
Durante el trayecto pasamos cerca de pacientes del Eco. No me molesté en mirarles. Por un lado quería evitar desmayarme por los efectos del virus sobre la psique del observador, por otro, realmente no quería presenciar los estragos ni el sufrimiento de una pobre alma.
ASTRA nos informaba de bloqueos o calles cerradas por la USBS y de convoyes de civiles que iban hacia lugares más seguros. Marcus entonces se encargaba de maniobrar por algunos caminos incómodos.
—No sé cómo van a lograr evacuar a los civiles —dije sin querer, viendo cómo un par de soldados alejaron a patadas a un paciente del Eco que se arrastraba violentamente hacia ellos.
—Y aún así, ¿A dónde los llevarán? —respondió Olivia—. No es como que podamos salir de la ciudadela.
—Seguramente van a hacer una zona de cuarentena —El auto giró en una esquina y pasó en medio de dos barricadas, chirriando al rayar el metal de la carrocería con el concreto—. Espero que puedan encontrar un tratamiento que al menos pueda extender la vida de los infectados —continuó Mateo, pensante.
—No tenemos suficiente personal para hacer eso —refutó Marcus—. No me gusta admitirlo, pero no tenemos suficientes soldados ni los recursos para hacer eso. La cuarentena, quiero decir.
—¿Por qué lo dices? —pregunté, desviando la mirada hacia el interior del auto cuando el dolor de cabeza se hizo presente.
—La misión de Beit Sheni es puramente científica—respondió, girando el volante para esquivar un paciente del Eco que se había lanzado sobre el auto—. La USBS es más una policía que un ejército real. No tenemos el equipo necesario y no podemos pedir más porque el hijo de perra del gobernador saboteó todo antes de huir. Estamos solos.
—Bueno, al menos somos lo mejor de lo mejor, ¿no?—continuó Olivia—. ¿Lo mejor de cada rama de la vida? ¿No es ese el lema?
—Lo mejor de cada rama de la vida —repitió Mateo, un poco orgulloso.
Los bruscos giros del auto hacían que nuestros cascos chocaran constantemente, sacudiéndonos con cada movimiento. Incluso aferrándonos a las agarraderas, era difícil permanecer quietos, especialmente considerando el peso de los trajes de exploración, que rondaban los quince kilos.
El viaje transcurrió sin mayores incidentes, y en poco tiempo llegamos a las desoladas afueras del edificio de Investigación Geológica, una estructura tosca de concreto y acero que se alzaba solitaria contra el cielo nocturno. Afuera todo estaba abandonado, ni siquiera se hallaban pacientes. No había autos ni ninguna muestra de vida, ni siquiera se molestaron en colocar árboles cuando lo construyeron. Salimos del auto y nos enfrentamos a la imponente estructura de concreto. A simple vista, la torre parecía desierta, pero sabíamos que algo acechaba en su interior.
—A mis seis, escuadra. —Marcus desenfundó su rifle y se puso al frente de todos—. Tenemos que hacer esto rápido.
—Sí, teniente —replicó Mateo.
Ascendimos los escalones de acceso con pasos apresurados, atentos a cualquier sonido fuera de lo común. En la distancia, un estruendo retumbó seguido de bocinas discordantes, como si el caos estuviera a punto de desatarse
Dentro estaba la recepción. Las sillas estaban movidas, las pantallas apagadas y encontramos muchos papeles desperdigados por el suelo. Marcus anunció nuestra llegada con un grito, pero no hubo respuesta. Avanzamos por un pasillo lleno de puertas cerradas, abriendo cada una con precaución para encontrar a los científicos. Dentro encontrábamos cosas variadas: exposiciones de rocas, pizarras llenas de garabatos, escritorios encimados y un sin fin de libros de varios temas relacionados con mi campo de estudio, muchos de los cuales ya había leído. De vez en cuando, uno de nosotros gritaba «somos de comando central, venimos a rescatarlos», pero nunca nadie respondió.
Las luces del edificio comenzaron a parpadear de repente, como si alguien estuviera jugando con un interruptor. En cuestión de segundos, nos encontramos sumidos en la oscuridad total. Por un instante, todo quedó en silencio y me sentí desorientado. No podía distinguir si mis compañeros se habían movido o si era simplemente mi percepción jugándome una mala pasada en la oscuridad. Sólo el sonido por la radio de la respiración de mis compañeros me recordaba que estaba acompañado. Parpadeé para que mi visión se ajustara a la oscuridad, pero era incapaz siquiera de distinguir cuando tenía los ojos cerrados o abiertos. Tal vez me giré sin querer en mi ansiedad, perdiendo el norte.
Escuché los pasos lentos de mis compañeros a mi alrededor e instintivamente extendí los brazos hacia adelante. Mis manos chocaron con el cuerpo de quien parecía ser Mateo, que permanecía inmóvil en la oscuridad. Al mismo tiempo, un intenso dolor inundó mis sienes.
—No se supone que esto suceda… ¿verdad? —dijo Olivia con temor.
—Los reactores deberían dar luz por décadas… —respondió Mateo.
Su voz sonó justo detrás de mí… ¿Cómo…? Si yo lo estaba tocando al frente…
—Escuadra, no se muevan. Voy a encender la linterna.
Sentí cómo Mateo se movió rápidamente alejándose de mi y en silencio, como un ágil gato cazando a su presa en las sombras.
La luz de la linterna me dio en la espalda. Solo pude ver un espacio oscuro y vacío frente a mí: no había nada. Una sensación de opresión comenzó a apoderarse de mí mientras intentaba descifrar lo que sea que hubiera sucedido en esos pocos instantes de total ceguera. Sin quererlo estuve mirando al frente durante cinco segundos o más, inerte. Cuando Olivia me tocó el hombro me giré y vi a mis tres compañeros de escuadra observándome con atención.
—¿Te perdiste, Tomatito? —me miró Olivia, aún con el tono burlón sentí algo de angustia en su voz.
—Debí haberles dado las linternas antes —se disculpó Marcus—. Lo siento escuadra, no sucederá de nuevo.
Sacó de la mochila tres juegos de lámparas. Cuando me la extendió no la pude tomar. Mis manos no me respondían, estaban temblando.
—¿Está bien, Doctor Tomás? —escuché la voz de Mateo muy lejana. Incluso con el auricular en mi oído lo sentí muy lejos.
—¿Tomás? —dijo Olivia, ya con evidente preocupación.
—Niveles de oxígeno cayendo —dijo ASTRA, en su tono clínico.
Mis manos se movieron solas hasta mi pecho. Mi dedo se movió solo al botón de liberación del casco. Las láminas bajaron y sentí el frío de la noche de Beit Sheni recorriendo mi rostro. Olía a metal y polvo. Aún sin el casco la habitación era claustrofóbica. Escuché cómo mis compañeros corrieron hasta mí y cómo forcejearon con mi propio brazo para descubrir el botón de liberación. Luego me caí al piso y a pesar de que me alumbraban con las linternas yo vi solo oscuridad. No recordaba si las ventanas estaban abiertas o si siquiera aquél pasillo enorme tenía alguna. Pero el frío del final del invierno ayudaba a calmar el dolor de cabeza. Tal vez incluso haya sonreído.
En un instante dejé de sentir frío y la respiración de mis colegas me recordó que estaba vivo. Cuando abrí los ojos ya estaba en una habitación iluminada con más gente de la que recordaba. ¿Qué había pasado?
—¡Tomás! —escuché la voz de Olivia, llena de alivio y preocupación.
Parpadeé tratando de enfocar la mirada. Moví la cabeza tratando de ocultarme de la luz que me lastimaba los ojos. Marcus estaba a mi lado, mirándome con alivio. No llevaba casco.
—¿Qué… qué pasó? —murmuré, luchando por recordar.
—Se desmayó, Doctor Tomás —explicó Mateo, con voz serena—. Parece que fue un ataque de pánico.
A mi izquierda estaba Mateo, revisando los datos médicos de la pantalla de mi antebrazo. Anotó en un cuaderno algo que no alcancé a leer y luego presionó un botón en mi brazo antes de colocarlo a mi costado.
—Presión arterial normal, niveles de oxígeno algo bajos pero se entiende por el desmayo —explicaba mientras leía su cuaderno—. Glucosa e hidratación bajos también. ¿Hace cuánto que no come algo en forma, Doctor Tomás?
Honestamente ni siquiera yo sabía. La última vez que probé bocado fue en la expedición al meteorito, y fueron esas galletas deshidratadas y algo de suero.
—¿En forma…? —intenté recordar —. Desde que salimos a la expedición.
—Ya pasó una semana desde eso —añadió Olivia.
Una vez me acostumbré a la intensidad de la luz pude observar con calma la habitación en que nos encontrábamos: estaba acostado sobre un escritorio, parecía una oficina con varios carteles de rocas y las eras geológicas pegados en las paredes, en uno de los estantes leí un nombre: Emily Red. Era la encargada de Geología.
—Logramos encontrar a los científicos atrapados —dijo Marcus—. No quiero ser cruel pero tenemos que irnos, Tomás.
En el otro lado de la habitación se encontraban cuatro personas vestidas con camisas de cuadros y batas, algunos con anteojos. Guardaban rápidamente muchas de sus pertenencias en cajas y en bolsas. Se llevaban los dedos a los labios intentando recordar dónde habían colocado tal objeto, y enseguida se movían a otra parte de la oficina para recogerlo.
Me ayudaron a ponerme de pie y me sacudí el polvo del traje. Marcus me dio la linterna y la coloqué en mi pecho, de modo que iluminara hacia el frente. Fue suerte porque de nueva cuenta las luces volvieron a parpadear. Antes de que nos quedáramos a oscuras otra vez, Marcus sacó de la mochila cuatro respiradores y se los dio a los investigadores.
—Bien, equipo, necesito que se queden detrás de mi. ASTRA, marca la ruta más cercana.
—Afirmativo, teniente. Enviando ruta a todos los miembros de la escuadra.
Los científicos se colocaron los respiradores y el equipo presionó el botón del casco, que pronto cubriría la cabeza de mis compañeros. Las luces se apagaron y encendimos las nuestras.
Marcus avanzó con rapidez por los pasillos, como si ya los hubiera memorizado, y nos guio a través de la oscuridad y las puertas. Las luces se movían estrambóticamente con cada paso que dábamos. En las escaleras, los juegos de luces contorneaban las sombras de los escalones y los barandales. Abrimos y cerramos puertas que separaban pasillos y rutas de emergencia.
Pronto, volvimos al mismo pasillo largo y lleno de puertas. Cuando Emily Red tropezó me detuve para ayudarla a incorporarse y juntar sus cosas. El resto no pareció darse cuenta y siguió corriendo por aquél pasillo. Marcus se detuvo justo al final y dirigió a los demás a la salida, mientras me hacía ademanes para que me apresurara. Esperó por nosotros, observándonos desde la distancia.
—Gracias, Tomás —me dijo Emily, con los ojos achicados por su sonrisa oculta bajo el respirador.
—No se preocupe, Doctora, yo me haré cargo de esto —tomé su caja llena de cosas y fui tras ella.
El resto del equipo ya no se alcanzaba a ver tras la esquina. Emily me sacó ventaja rápidamente: la caja era pesada, bastante pesada. Cuando la vi girar en la esquina y me quedé solo en mitad de ese pasillo, escuché un ruido muy fuerte a mi izquierda, como de cuando alguien azota una mesa contra el suelo. Me detuve inconscientemente y miré la habitación oscura de donde se originó el sonido. No pude ver nada. La lámpara de mi pecho apuntaba hacia el lejano Marcus y mis ojos hacia la oscuridad infinita. De entre las sombras logré ver algo moviéndose lentamente, justo en el marco de la puerta. Todo estaba oscuro y no pude apreciar los detalles, pero alcancé a distinguir una especie de ojo deforme que flotaba en la esquina superior derecha de la puerta. Un ojo que no reflejaba la poca luz que había. Totalmente negro. Un par de apéndices largos y delgados se asomaron por el borde superior con lentitud y sujetaron el marco de la puerta, dejando una mancha oscura que goteaba hacia el suelo.
Comencé a sentir un dolor intenso en la cabeza y a escuchar un zumbido dentro del oído, pero seguí el consejo de Ivanov y simplemente cerré los ojos y eché a correr hacia Marcus, quien ya estaba impaciente.
—¿Qué estás esperando, Tomás? —gritó por el radio —. Tenemos que irnos rápido…
No alcanzó a terminar la frase cuando escuché que ahogó un grito. Yo seguía con los ojos cerrados, apenas podía escuchar el sonido de mis pisadas y el sonido de mi propia respiración dentro del casco. El dolor me hizo sollozar de miedo. Escuché dos disparos y a Marcus maldiciendo en voz baja. La respiración se cortó. Por un momento dudé en arrojar la caja y seguir corriendo hasta llegar a un lugar seguro.
Mis músculos ardían con cada paso que daba, el miedo corriendo como electricidad por mis venas. La oscuridad me rodeaba, abrazándome con sus sombras mientras luchaba por mantener la compostura. Marcus seguía gritando mi nombre por el radio, pero sus palabras se perdían en el caos ensordecedor que llenaba mis oídos.
El dolor en mi cabeza era casi insoportable, como si mi cráneo estuviera a punto de estallar. Traté de ignorarlo, enfocándome en el sonido de mis propios pasos y el eco de mi respiración dentro del casco.
Un alarido rasgó el aire, como el grito agónico de un animal siendo cazado en el bosque más profundo, un sonido que helaba la sangre y hacía temblar las piernas. Me imaginé el sonido de las vacas o los cerdos cuando son sacrificados, un grito estremecedor que nadie olvida. No podía dejar de temblar mientras corría, tratando de escapar de esa oscuridad que parecía devorarlo todo.
Pero Marcus seguía ahí, instándome a seguir adelante. Apreté los dientes y continué corriendo, el sudor frío empapando mi frente. Otros dos disparos.
Finalmente, vislumbré la figura de Marcus a lo lejos, esperándome en la salida. Un rayo de esperanza brilló en medio de la oscuridad, dándome fuerzas para seguir adelante. Pero entonces, el mismo alarido de animal moribundo me hizo temblar las piernas. Sentí un toque en el talón.
—¡Corre, Tomás, corre! —gritó Marcus, su voz llena de desesperación.
Sin pensarlo dos veces, me lancé hacia adelante, el terror impulsándome hacia la libertad. La luz del exterior por fin me permitió ver con claridad mientras salía a la seguridad relativa del exterior. Subimos rápidamente al auto y Olivia pisó el acelerador con fuerza, haciendo que las llantas patinaran sobre el asfalto. Miré hacia atrás una última vez por el espejo del retrovisor, pero la oscuridad del interior de Investigación Geológica devoraba todo a su paso.
Mientras nos alejábamos, mantuve mi vista fija en las puertas abiertas del edificio de Investigación Geológica. En la esquina superior derecha de la puerta se asomó un rostro irreconocible y sonriente, tan blanco como el maquillaje de los mimos, pude sentir a aquél ojo negro mirándome fijamente, sabiendo a la perfección que si aquél día salí de ese infierno con vida fue porque él me lo permitió.
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