Con el sudor de mi frente

Con el sudor de mi frente

Adanhiel

25/03/2018

Ahora, viéndome agonizante, a contados metros de la meta final que sugiere ser la, para muchos, tan temida y, para algunos, tan añorada muerte, echo la vista atrás, tirando de significativas e insignificantes añoranzas. Y me veo, con una perspectiva insólitamente cabal y objetiva, en lo que fué mi infancia que distó mucho de lo que una confesa mayoría está dispuesta a adjetivar como feliz.

Fui un niño enjuto de carnes y de voluntad, preocupado desde mi génesis, como personita pensante, por un futuro con el que fantaseaba pero que, a la vez, me hacía temer el caríz de lo que, hipotéticamente, serían mis adultos aconteceres. A medida que fuí acercándome, paulatinamente, a mi madurez confieso que me ví incapaz de encontrar asideros emocionales que me hicieran mejor persona de lo que era; en el colegio mi aire apocado, tímido y distante, me hacían la víctima propiciatoria de los matones en miniatura que me asaltaban de forma preocupántemente regular: recuerdo que una de las primeras veces que me acosaron, como me pareció sensato, recurrí a mis padres, todavía con las secuelas de mi maltrecho cuerpecillo como prueba de lo denunciado, y a mis progenitores no se les ocurrió otra cosa que darme una somanta de azotes por dejarme abasallar. Desde entonces mi frustración fué creciendo de forma inversa a mis notas y la fuí tomando, primero con objetos inanimados y, posteriormente, con los gatos que abundaban por la zona en la que vivía, de tal manera que enseguida me gané el apodo de «matagatos» que anexionar al también conocido de «pirulo», adjudicado por mi menuda delgadez.

Debido a lo que mis padres y profesores juzgaron como una evidente falta de actitud en mis estudios, dejé la escuela y mis padres me buscaron un trabajo como aprendiz de sastre para que, cuanto antes, aprendiera un oficio en el que poder ganarme la vida. Ése fué un momento inflexivo que me marcaría más profundamente de lo que es admitible.

Acaparando toda la constancia de la que fuí capaz aprendí de mi maestro hasta establecerme por cuenta propia, con lo que, sin comerlo ni beberlo, me encontré con negocio propio y casado con la única novia que he tenido y que me ha sufrido hasta estos postreros momentos. Ella aprendió conmigo el oficio de modista y, cumpliendo con sus labores de ama de casa (que por aquéllos tiempos era lo usuable), laboró codo con codo hasta hacer que la sastrería se hiciera un nombre en la ciudad; conseguido ésto, con el trabajo del día y de muchas noches, vinieron los sustanciosos ingresos y, con ellos, por insistencia de mi parienta, nuestros dos únicos hijos, que siempre pensé significaban un gasto suplementario que para nada asumía como necesario. Sí, desde entonces toda mi meta era el trabajo, y el ganar tanto dinero como pudiera, del cual optenía una satisfacción que nunca supuse que fuera enfermiza; él me hacía sentir valorado como persona, como un hombre perfectamente integrado en el ámbito social, con mujer e hijos… ¿quién podría, pues, reprocharme nada? Iba todos los domingos, y fiestas de guardar, a misa aún carente de verdadera fe pues, entendía en mi fuero interno, que si en verdad existía un Dios, como con cualquier mandatario, más valía llevarse bien siendo un fiel cumplidor del cánon social de la época. No obstante, en el seno familiar, me desentendí de la crianza y educación de mis hijos por creer que era mi mujer la que se debía encargar de ello… delegué, excepto cuando debía impartir una disciplina de cuero y correa que había mamado desde muy pequeño; maltraté psicológica y físicamente a mi esposa (mis hijos están para atestiguarlo) y, en suma, dejé de cumplir con mis deberes maritales… mas me cuidé mucho de que las apariencias no lo evidenciaran. Y no me remordía la conciencia por ello porque mi trabajo, el dinero, era lo único que merecía mis esmeradas caricias, me gustaba contarlo, ordenarlo… ¡acumularlo!

Y en mi trabajo me he centrado, de manera obsesivo-compulsiva, hasta mi jubilación en la que, como no he tenido una vida que se pueda decir social, me he aburrido de lo lindo, sin amar y sin que me amen, hasta el día del juicio final en el que me veo próximo y muy, muy atemorizado.

En el colegio de curas (en el que fracasé escolarmente) éstos repetían hasta la saciedad, desde su inflexible represividad, lo cual es como poco irónico, que Dios era misericordioso y, en esta extraña lucidez en la que me encuentro, instantes antes de que se eche el telón, apelo a esa misericordia para que en la otra vida no me vuelva a tocar el papel de desdichado que me ha condicionado en ésta.

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