-¡Cómo pasa el tiempo! -Dijo doña Lupita con voz apagada-. Hoy estoy un poquito más estropeada que ayer.
-Sí querida, la vida no se detiene a echar la vista atrás -contestó la mujer sentada frente a ella-. Aún así creo que esta mañana te ves bien.
Doña Lupita era una mujer, por decirlo así, chapada a la antigua. Una abuela al uso que cualquiera imaginaría entre fogones y demás labores del hogar. Cabello vasto y níveo recogido en un laborioso moño cruzado por dos largas agujas de madera. Nariz aguileña; ojos verdes piadosos y penetrantes. Frente perlada por gotas de sudor, arrugada por el devenir estacional. Mejillas coloradas, pintadas a capricho en un lienzo dispuesto sobre el caballete de su rostro añejo. Labios agrietados, mentón afilado, dentadura postiza y grandes orejas engalanadas con dos pendientes bañados en oro.
-Para tener noventa y un años puedo decir, en general, que sí, estoy bien -contestó doña Lupita, esbozando una sonrisa apagada.
-¿Qué tal están tus hijos y tus nietos? -Preguntó con naturalidad su partener.
-Están bien gracias a Dios -respondió melancólicamente doña Lupita, intentando controlar la incipiente humedad que asomaba al balcón de sus ojos.
-El fin de semana pasado han estado aquí y en dos semanas volverán.
-Vaya querida amiga, eso es una gran noticia. Los echas mucho de menos ¿verdad?
-¡Anda que tú también! Menuda pregunta-. Exclamó molesta.
-Mi vida no ha sido fácil -respiró hondo antes de continuar –he luchado como una leona. Amiga, tú lo sabes tan bien como yo. Pero no me ha importado sacrificarme porque quise darles a mis hijos una vida mejor que la mía–. Llegados a este punto se vio incapaz de retener por más tiempo las lágrimas.
-No llores estimada compañera, ya verás como todo se arregla.
-Dios te oiga, vienen tan poco por aquí… los extraño tanto, sobre todo a mis nietos. Son tan lindos, tan buenos y crecen tan rápido. Siempre haciendo diabluras, lo último fue atarle petardos a la cola de un gato.
-¡Ah! Por favor Lupita -espetó jocosamente su amiga-.Tus nietos son tremendos.
Ciertamente doña Lupita tenía el cielo ganado. Había trabajado muchos años en una importante conservera. Se levantaba a las cuatro de la mañana para lavar la ropa en el pilón, sirviéndose de la luz proporcionada por una bombilla de la carpintería ubicada al lado. Limpiaba el piso de madera allá en la casa, arrodillada, usando como cepillo tres mazorcas desgranadas unidas con mimbre. Los sábados cargaba los productos del campo en una cesta de cáñamo que portaba con gran habilidad en la cabeza. Con ese peso caminaba cerca de media hora hasta el mercado provincial. Allí vendía el material para sacar unas perras extra.
Además debía sacar tiempo de dónde apenas quedaba para llevar y traer a sus hijos de la escuela, trabajar la tierra y atender los animales. Doña Lupita, la última en acostarse y la primera en levantarse. Así fue la vida de esta heroína sin capa que no necesitaba surcar los cielos persiguiendo malvados.
Habíase quedado viuda demasiado pronto y ello significó duplicar esfuerzos, haciendo de padre y madre. Sacrificó su felicidad en pos de brindársela a los suyos, sin reproches ni arrepentimientos. Tampoco se vio en la disyuntiva de preguntarse si había sido buena madre. No fue necesario porque ella puso todo y más en el asador. El mero hecho de lanzarse al vacío de la vida no denota necesariamente imprudencia o temeridad sino arrojos suficientes para formar algo superior a la propia supervivencia. Y nada más elevado que engendrar vida. Fracasar fracasa quien ni siquiera lo ha intentado.
-Mis hijos trabajan duro -continuó doña Lupita livianamente más serena. Se echó una manta por encima de las piernas mientras terminaba de acomodarse en la mecedora acolchada color crema.
-Lo han visto en casa y saben que nadie regala duros a pesetas. Son felices en sus matrimonios y a pesar de no ser adinerados disfrutan de las pequeñas cosas de la vida.
Cuando los veo mirarme y cuando yo los veo no necesitamos palabras rebuscadas ni gestos forzados. No hay permisos, etiquetas ni protocolos cuando la familia permanece fuertemente unida. Sólo ser quienes somos y esto, mi querida amiga, no es fácil conseguirlo y nosotros hemos dado con la fórmula.
-Querida, eres afortunada -dijo suspirando su amiga, notoriamente emocionada. Después apretó las manos contra las rodillas, fuertemente, y también echó a llorar como niño al que le rompen su juguete favorito. Aquellas lágrimas eran la misma mar rompiendo contra el espigón de los recuerdos.
Doña Lupita fue la abuela del pueblo y figura de referencia por antonomasia. ¿Quién no conocía aquella mujer de costumbres espartanas? Formaba parte de una quinta irrepetible; abuelos y abuelas forjados toscamente dotados con el virtuosismo de permanecer de pie a pesar de los avatares del sino. En la actualidad muchos creen que nuestros viejos no tuvieron los problemas que presenta hoy en día la juventud; saturados de tecnología e interacción social virtual. Lo dicen ellos a boca llena, los mismos que ven muy lejos guerra y postguerra. Doña Lupita era sabia de sabiduría, anquilosada en penares arcaicos que lejos de hundirla habíanla fortalecido, al menos hasta verse acunada por la mano de la vejez.
-Lupita, ¿no notas algo de fresco? -Le preguntó su amiga mientras enjuagaba las lágrimas con la palma de la mano.
Y así era, el ambiente parecía haberse cargado de aire gélido. Quizás la calefacción habíase vuelto a estropear. Llevaba así varios días porque los técnicos no acababan de dar el problema.
Entonces alguien abrió la puerta. Las bisagras se quejaron sin demasiada convicción. La luz del corredor penetró tímidamente, alargándose en abanico por el suelo. Eran dos cuidadoras del centro realizando la ronda diaria. Como cada mañana aquel ritual volvió a repetirse…
Cada mañana sobre la buena de doña Lupita impactaba un rayo evocador. Surcaba el cielo de sus remembranzas tumultuosas, sacudiéndola desde dentro. Después resonaba violentamente para tirárselos encima del sopetón. Trozos de recuerdos pendientes de ser pegados y pedazos más grandes que fragmentos borrosos. Su cabeza profundizaba en el pozo del abandono para desde allá abajo tirar de la cuerda. Por veces el caldero subía lleno, en ocasiones vacío y las menos no había balde…
Recordaba fugazmente aquellos años trabajando en la conservera. Su matrimonio dichoso al lado de hombre cabal y generoso llamado a la diestra del Creador antes de tiempo. Se acordaba del fruto de su amor en forma de dos hijos y tres nietos, sintiéndose dueña del vivir que le pertenecía por derecho propio. Por coraje tirando para adelante, empujada por algo más grande que ella misma.
No obstante ese mismo rayo evocador traía de vuelta sensaciones poco agradables que le mostraban sin censura el rostro más amargo de la vida. Una llamada telefónica de madrugada; un accidente en la carretera y varios cuerpos sin vida sobre el asfalto…
Se le aflojaba la vejiga y el bajo vientre. Revivirlo sin paños calientes equivalía a un temblor de tierra escala nueve, haciéndola botar en la mecedora. Maniáticamente sacaba de la manga un fino y elegante pañuelo bordado con sus iniciales para con manos artríticas limpiar el espejo al que hablaba, ubicado frente a ella. Pieza completa, enmarcado en madera de cerezo y tallado con motivos florales. La cabecera pieza única de roble adherida al conjunto con la técnica caja y espiga más clavos de cabeza perdida. Sobre la misma un ángel custodio tallado a mano. El pie igualmente en madera de roble, más ancho, largo y grueso. Gracias a ello conseguía suficiente estabilidad.
Frotaba y frotaba como si la vida le fuese en ello. Refregaba hacia arriba y hacia abajo, después en círculos para al rato volver a empezar. La luz del pasillo perfilaba tímida los cantos del espejo, perdiéndose sus reflejos en la pared a su espalda.
Cuando doña Lupita consideraba que estaba suficientemente limpio se detenía. Y allí estaba, como cada mañana, el reflejo de su mejor amiga ¡¡ella misma!! Ambas contaban las mismas arrugas, las mismas canas e idénticas vivencias sepultadas bajo dos metros de evocaciones volátiles. Lloraban por costumbre y por costumbrismo se necesitaban en la soledad de sus últimos años.
Perturbada por la decrepitud de aquel cuerpo reflejado en el espejo se resistía a aceptarlo como suyo. ¿Cómo pudo haber pasado tan rápido la vida? ¿Era tan mayor? Pero si aun tenía infinitas cosas por hacer. ¿Dónde estaban sus hijos y sus nietos? ¡En aquella maldita carretera! Sus gritos exasperados traspasaban el cristal, retornando como tormenta desbocada…
Las dos cuidadoras miraban la una para la otra con gesto de circunstancias. Por lo regular no articulaban palabra alguna pues el momento no las precisaba. Cada vez más espaciado en el tiempo doña Lupita sufría el mismo calvario y la misma pesadilla recurrente y así sería hasta dilapidar completamente memoria y reminiscencias. ¡Lástima doña Lupita! La mujer guerrera, la echada para adelante, la abuela del pueblo y la heroína sin capa que no necesitaba volar para perderse de ella misma…
Volvieron a arrimar la puerta cautelosamente para no perturbar aquella soledad senil de la entrañable anciana. La luz en abanico que hasta ese momento vestía la habitación fue achicándose hasta no ser más que un puñado de haces lumínicos muriendo en el umbral de la puerta. Pronto la claridad de la mañana los sustituiría. Una suave brisa recorrió el pasillo, parecía venir de las ventanas del fondo. Probablemente algún residente fumando a escondidas.
El nuevo día abríase camino sin injerencias externas. Los pájaros trinaban en las ramas; las hojas de la arboleda se agitaban en el parque, ladridos de perros evidenciaban su paseo matutino y la algarabía de colegiales anunciaba el inminente comienzo de las clases…
Las cuidadoras se alejaron lentamente por el pasillo. Era imposible no escucharla hablar consigo misma, reflejada en el espejo:
-¡Cómo pasa el tiempo! – Dijo doña Lupita con voz apagada-. Hoy estoy un poquito más estropeada que ayer.
-Sí querida, la vida no se detiene a echar la vista atrás -contestó la mujer sentada frente a ella-. Aún así creo que esta mañana te ves bien.
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