El pan es sagrado, el pan no se tira, si se cae al suelo se coge, se le sopla, un besito y a comérselo que no pasa nada, porque el pan es de Dios, y en mi pueblo los maravillosos panes de cruz, se colocan para abajo porque la cruz para arriba da mala suerte, todo un ritual alrededor de un alimento tan sencillo y tan complejo, nada que ver con las modernas baguette que no saben a nada y parecen hechas de plástico. ¿Y el pan de sándwich? tan socorrido, pero ¿de qué estará hecho ?
Hugo era un niño que se criaba en la ciudad y todos los veranos venía a pasarlo al pueblo de su padre, donde se hinchaba de pan, su abuelo Manolo le hacía todas las mañanas una ensalada con agua, zumo de limón y ajo picadito con sopas de pan, ¡que cosa más rica!, la única pega es que dejaba un cierto olorcillo en la boca, nada que no pudiera disimular un caramelillo de menta o una bola con sabor a anís que el abuelo Manolo siempre llevaba en el bolsillo y que podía partirte un diente si la impaciencia te hacía morderla en vez de dejarla deshacerse en la boca.
Ha pasado mucho tiempo y ahora Hugo come un sándwich mixto al lado del ordenador en la oficina donde trabaja y su cabeza vuela sin remedio a ese pueblo, a ese pan de cruz, a esas bolas de anís y a su abuelo Manolo que ya lo observa desde otra dimensión y a Hugo, mientras, el pan de sándwich se le hace bola en la boca, y una lágrima resbala por su mejilla.
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