EN EL NOMBRE DEL PAN

EN EL NOMBRE DEL PAN

El mejor pan canilla, amasado y horneado por Jorge. Mientras él colocaba en la vitrina; siete miraban, ansiosos, mostrando el dinero. Ese lote lo fabricó, luego saldrían otros, hechos por panaderos asalariados.

Celosamente culminaba; duodécima fase del proceso. Todas las aprendí, antes que los once mandamientos y los seis pecados capitales.

Yo, separado del grupo de clientes; recordando. Crecí en esta panadería.

-Primero organizar y medir, sin distraerse Tolo. Dime muchacho: ¿Qué mas viene?.

En retahíla gritaba, casi cantando: amasar, primera fermentación, sacar gases, dividir, bolear, reposar, moldear, segunda fermentación, hornear, enfriar y comer. Al terminar, quedaba en silencio, esperando la aprobación. Jorge meneaba la cabeza y decía: No Tolo, antes de comer; exhibir, ¡es lo que vende!.

Aprendí de ese portugués. Jorge me contó, su padre no fue panadero.

No sé quien enseño a Jorge, posiblemente un Español o tal vez un Italiano.

Aprobado el sexto grado, estaba de vacaciones y no vacilé en buscar trabajo en la panadería, cerca la escuela, así podía tener pan, cuando quisiera.

Al llegar me percaté, un poco difícil conseguir un empleo, pero no desistí. Dos horas mantuve parado, mirando al panadero, a ver si mostraba algún interés por mí. No fue mi mirada lo que llamó su atención.

-¿Tienes piojos, muchacho?

– ¡No señor!

-¡Entonces espanta esos perros!

Nunca supe, si ese primer trabajo, fue orden o regaño.

Luego limpiando, despachando, hasta conocer este oficio; el trabajo que he intentado dejar.

-Por favor, Portu. No metas allí, pierdes tiempo, despacha de una vez.

El portugués conocía esa voz femenina, sin cara de mujer.

La misma frase, todos los días de pan.

Los demás callaban impacientes, esperando que colocara ordenadamente, el último de los alargados panes.

Jorge levantó la vista y me vio.

-¿Vio maestro? Yo solo.

La gente volteo a verme y Jorge dijo:

-Ayúdeme Fátima. ¡Despache pan!

Dicen que el buen hijo vuelve a casa, no me considero buen hijo. Llevaba un año fuera del oficio, lo había cambiado por cauchero, durante ese tiempo, los rines veintidos fueron mi especialidad; desde allá venía, sucio, inconforme. La docencia poco la ejercí; con ese sueldo, si compraba queso, no quedaba para pan; hambre sobraba.

Jorge me miraba y meneaba la cabeza, mis pantalones con huecos, lleno de mugre y lubricantes, presumían una billetera vacía. Estaba seguro, eso pensaba él, obligándome a ver su moderno uniforme de panadero.

-¿Porqué anda así. Maestro?

-¿Me darías un uniforme nuevo, si regreso?

-Hasta dos, Tolo. Venga mañana, temprano.

Días después, en sábado regresaba a casa, como tantos días en mi vida, con la ropa llena de harina, olor a levadura y cansado. Una bolsa de papel con tres panes, por supuesto, canillas calientes.

Vi dos tipos, me anticipé y metí la mano en el bolso.

-Dame lo que traes, viejo- dijo uno; el otro sacó un puñal y caminó hacia mí. Rápidamente mostré mi cuchillo charcutero y dije:

-¡Anda a la panadería y compra!

-Dame tu cartera. No son los panes, tu sabes y te haces el desentendido, viejo.

Tan viejo no soy, utilizaban el calificativo para que caducaren mis bríos. Equivocados estaban, me abalancé hacía él, retrocedió y miró a su compinche, buscando ayuda.

-¡Serán ustedes imbéciles! Ese hombre es panadero. Aprendan a robar, pendejos.

Era un tercer sujeto, quien había permanecido escondido, al parecer, el cabecilla o tutor que los iniciaba en el oscuro oficio. Con él transé, quedaron con dos canillas, ninguna a quien me amenazó con puñal. Me alejé de ellos sin dar la espalda, me relajé cuando pude ver mi casa y cerrado el templo evangélico.

Mi pan estaba frio y no tenía hambre. Agarre media botella y serví en la copa. Un poco de música me reconfortaría. Encendí la radio y un estruendoso sonido golpeó sin misericordia a mi membrana timpánica. No era la radio, estaban activados los cristianos, por dos horas azotarían mis oídos. No sabía si resignarme o enfrentarlos.

Con el sabor de mocos flojos, tragaba pedazos del pan canilla.

Con ojos humedecidos miraba al suelo, ensimismado.

-Hoy es domingo, Tolo. ¿Por qué tantas piñas?

-Cuarenta son para mí, no llevaré fiado.

-¡Ay Tolo!, esos evangélicos te tienen loco.

El irresistible pan de Tunja, convertido en piñita, mi merienda favorita. Dice la leyenda, que los líderes de Ayacucho asimilaron un panadero en su ejército y dieron grado de sargento mayor, para que viniera con ellos a fabricarles el pan dulce.

A una cuadra se escuchaba la bulla, eran enormes cornetas orientadas a la calle. Saqué el cuchillo del bolso y enfundé en mi cintura, subí el saco al hombro y caminé despacio al local.

El pastor enmudeció, el rebaño miraba, atónito; mientras desenfundaba el arma.

Bajé el saco y corté, adentro cuatro bolsas de papel, con diez piñitas cada una.

Las entregué al primero de cada fila. No al pastor.

-¡Coman, no están envenenadas!. Dije en voz alta.

No terminaba de hablar, cuando irrumpieron en toda clase de alabanzas. Que el señor había obrado, que era una revelación del señor y las demás frases que acostumbran repetir.

No era para menos; quien los adversaba, no solo de palabras. El que había usado piedras, palos, cuchillos y hasta una escopeta descargada; hoy traía pan dulce, para saciar hambre de cuerpo y conciencia.

Sabía que aún digerían el pan y mi intención. Era lógico mantener cautela, mi proceder podía ser una advertencia, por lo tanto quien tocaba la reja, no era evangélico.

Abrí la puerta y vi aquel hombre desconocido. Sin importarle que percibiera su presencia, continuaba golpeando al tubo metálico, con el fondo de un vaso plástico.

-¿Qué quieres?

-Agua.

Entré con el vaso y lo rebosé. Pensé, ese indigente tendría hambre. Recordé los malandros del sábado. Quizás entregué dos panes, porque soy cobarde y para este hombre tan delgado y desvalido, no tengo voluntad.

A mitad de camino me devolví y entré nuevamente a casa. De vuelta lo miré, él bajó la vista. No esperé las gracias. Allí lo dejé, sentado en la acera, bebiendo sorbos de agua y comiendo tarugos de pan frío, en silencio, sin prisa.

Pasaron semanas y una que otra tarde, estaba allí, esperándome. Solo le entregaba canilla caliente, él traía agua. Notaba algo extraño, que antes no hacía, miraba a mis ojos al recibir el pan, pero como siempre, sin dar gracias. Y así vi su transformación, llegaba con ropa limpia, aunque igual comía el pan, sentado en la acera, oyendo a los cristianos, quienes lo invitaban a entrar. Al templo nunca entró, a mi casa tampoco.

Misteriosamente se esfumó.

Al tiempo llegó, buscándome, arrastraba una vieja bicicleta de reparto.

Verlo se hizo rutina, no perdía día de pan.

Sentados los tres, amaneciendo hoy:

-Usted no imagina Jorge, que tanto ha hecho este hombre por mí; es un autentico maestro. Me enseñó, cuando uno recibe, sin preguntas ni doctrinas; cambiamos.

Me sentía apenado, con la mano del prospero repartidor de panes, puesta en mi hombro.

Quedé callado. Sentado a mi derecha, aquel otrora indigente taciturno, a quien nunca exigí identificación, simplemente lo nombré Pánfilo, bautizándolo en el nombre del pan.

Pánfilo volteó y con grave expresión dijo:

-Anoche apuñalaron al pastor.

Jorge se paró y me vio.

-Entremos Tolo. Llegó harina, vamos a trabajar.

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