MISSIT ME DOMINUS

MISSIT ME DOMINUS

nubiescritora

26/07/2023

Cuando pequeña, me aterraba muchísimo acompañar a mi madre a las misas del domingo. Ella pensaba que eran excusas para no asistir con ella, pero estoy bastante segura que era yo la de fe, y no ella. Yo llamaba a esa iglesia la “iglesia oscura”. Su arquitectura original parecía no haber sido diseñada para una iglesia. Sus paredes de color grafito, sus picos tan altos como desafiantes, sus ventanas enrejadas y sus decoraciones crudas eran sus principales características. Aun así, el lugar no era lo que realmente me asustaba, sino que su párroco.

El padre Miguel había llegado al pueblo para reemplazar al antiguo padre, quién había fallecido por causas naturales. A diferencia del padre anterior, el padre Miguel exhalaba un aura oscura, como si realmente no fuera un hombre de fe. Lo que realmente me horrorizaba era cuando predicaba los domingos. Cuando iniciaba su sermón, el ambiente se volvía… sin vida. Toda la gente presente entraba en un tipo de trance que los privaba de sentido común. A algunos les corría la saliva por la comisura de los labios, y a otros se les tornaban los ojos completamente blancos. Aterrada, la mayoría de las veces que iba a misa mantenía los ojos cerrados y rezaba con todas mis fuerzas para que la misa terminara luego.

Esto fue así por años hasta que llegó el momento de irme a la gran ciudad. Aquellas misas aterradoras y aquel hombre de dudosa fe parecían estar en el pasado. Por un tiempo, la normalidad había reinado en mi vida y la suerte parecía estar sonriéndome.

Sin embargo, aquella normalidad se derrumbó como castillo de arena, tiempo después de que mi pequeña angelita naciera. Mi madre parecía estar obsesionada con mi pequeña, hasta el punto de querer cortar su pelito para llevarse los mechones de pelo a su casa. Mis preocupaciones aumentaron durante la época de festividades, cuando mi madre nos invitó a mi marido, a mi pequeña y a mí a una cena familiar en su casa, allá en aquel maldito pueblo. Pensando que no haría daño ir para celebrar en familia, decidimos viajar al pueblo de mi madre. Al llegar, lo primero con lo que nos encontramos fue la iglesia. Las memorias que pensaba olvidadas, brotaron desde una cápsula de mentiras que yo misma me había creado.

La ansiedad y el terror se intensificaron más cuando, al llegar a casa de mi madre, vi al padre Miguel sentado en el sillón. Nada había cambiado con los años, de hecho, parecía estar más loco al momento de ver a mi niña, quién estaba en mis brazos. Sin saber qué hacer, me excusé y llevé a mi hija en lo que alguna vez fue mi habitación.

Esa noche de navidad, tuvimos una cena “familiar” junto al padre Miguel. Mi instinto me advertía que no consumiera la comida que me habían servido, y luego de dar una lamentable excusa de no sentirme muy bien por el viaje, me limité a ver como los demás comensales comían. Mi marido, particularmente, parecía más entusiasmado que nunca en la comida que le habían servido. Después de cenar, el padre nos invitó a la ceremonia que iba a iniciar en un rato más, antes de medianoche. Conociendo a mi madre, sabía que no podía rechazar la invitación. Sin embargo, no tenía ninguna intención de asistir.

Cuando llegó la hora, me encerré junto a mi pequeña en mi habitación. Cuando mi marido y mi madre se dieron cuenta, comenzaron a insistir y tocar la puerta de manera violenta e insistente. Fiel a mi instinto, me aferré a mi hija como si ese fuese el último día juntas. Luego de un momento dejé de escuchar golpes en la puerta, y por un instante pensé que nos habían dejado en paz. Me di cuenta lo equivocada que estaba cuando comencé a sentir golpes y gritos provenientes de la ventana. Horrorizada, saqué fuerzas de quizás donde y moví el armario de madera hasta la ventana, en un intento de barricada. Por uno de los espacios que habían quedado sin protección, pude divisar el rostro de mi marido. Solamente que no era mi marido. Sus ojos estaban abiertos de par en par, inyectados de sangre, sus pupilas mirando hacia distintas direcciones. Su piel era tan pálida que llegué a dudar si realmente estaba vivo. Sus palabras eran tan hirientes que todo el amor que sentía por ese hombre se esfumó en un solo instante.

Ya cuando por fin era medianoche, los gritos y golpes habían cesado. Aun así, para confirmar la seguridad de mi pequeña, no salía hasta el día siguiente, cuando la luz del sol comenzaba a iluminar todo. Al salir junto a mi pequeña, observé aterrada como de desordenada estaba la casa. Los muebles habían sido movidos, como si alguien hubiese estado buscando algo con total desesperación. Pero era el silencio lo que más llamaba la atención. No se escuchaba ni a un perro, ni conversaciones de vecinos, nada.

Coloqué a mi pequeña en su coche y, luego de dudar un poco, caminé en dirección a la iglesia. El silencio anormal parecía intensificarse cada vez me acercaba al lugar. Frente mío, las grandes puertas de madera de la iglesia yacían cerradas y desde mi posición no podía observar el interior del lugar por las ventanas abarrotadas. Le marqué a mi marido para confirmar si se hallaba dentro de la iglesia, y desde el otro lado de las puertas pude escuchar su tono de llamada. Decidida a enfrentar a mi familia por lo que nos hicieron pasar anoche, abrí las puertas de par en par. Sin embargo, toda valentía pareció evaporarse.

Absolutamente todo el pueblo estaba sentado en aquel lugar. Parecían estar en aquellos trances como cuando asistíamos a las misas de los domingos, solo que en esta ocasión las miradas eran perpetuas hacia adelante, inmunes siquiera a la sequedad de los ojos. En el altar, el padre Miguel parecía estar en ese mismo trance, con sus brazos extendidos hacia el piso. En el piso de madera, un pentagrama invertido había sido pintado con lo que yo esperaba fuera pintura roja. Al centro del pentagrama, pude reconocer pelo de mi preciosa bebé.

Ese descubrimiento pareció haber desactivado toda cordura en mí, tanto así que para cuando había recobrado el sentido, nos encontrábamos mi princesa y yo fuera de la iglesia, observando cómo era consumida por las llamas. La gente, encerrada en el lugar, gritaban de dolor y aullaban por auxilio. En mis brazos, mi hermosa pequeña reía a carcajadas, mientras observaba satisfecha lo que había sacrificado por ella.

Ahora, éramos solo nosotras dos, y nadie nos podía detener jamás.

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