En un vasto escenario, una orquesta se levantó en armonía. Sus instrumentos, como voces individuales, se entrelazaron en una sinfonía majestuosa. Cada nota era un suspiro de vida, cada acorde una danza de emociones.
Un día, en medio de su esplendor, una partitura se deslizó sobre el atril. Era una composición celestial que despertaba el alma y susurraba misterios antiguos. La música era tan hermosa que la orquesta se dejó llevar, entrelazando sus melodías en respuesta.
La melodía las llevó a través de paisajes sonoros desconocidos, explorando valles y montañas de notas. En cada compás, sentían la plenitud de la existencia, la magia que resonaba en cada rincón del universo. Era un viaje de descubrimiento, donde el amor y la pasión se entrelazaban en una sinfonía única.
Pero la melodía comenzó a desvanecerse lentamente, como si el tiempo mismo se desvaneciera en el horizonte. La orquesta sintió una tristeza profunda, una sensación de que algo estaba llegando a su fin. Sus instrumentos comenzaron a silenciarse, desvaneciéndose en el aire.
Sin embargo, en ese último suspiro, la orquesta comprendió la verdadera esencia de la melodía. No era solo una despedida, sino una transformación. Sus instrumentos se convirtieron en semillas de inspiración que se dispersaron por el mundo, llevando consigo la esencia de su música.
Y así, la orquesta se desvaneció en el silencio, pero su legado perduró en cada alma que fue tocada por su arte. La vida y la muerte se entrelazaron en una sinfonía eterna, donde cada final era un nuevo comienzo. El mundo se llenó de músicos radiantes, recordando que incluso en el ciclo de despedidas, siempre hay belleza y renovación.
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