Mi primer viaje al norte del sur

Mi primer viaje al norte del sur

Lola Orcha Soler

04/09/2016

La distancia parecía infinita. Lejos de todo, cerca de nada, sólo el mar y el cielo.


Era mi primer viaje a las islas de fuera. Atrás había dejado a Tebungari, mi amiga, cuidando de la casa en Tarawa. Era ella quién se había encargado de enseñarme, en tres meses, todo lo que sabía sobre la pequeña y remota nación de Kiribati, en la Micronesia, donde pasaría tres años como voluntaria de la ONU. Su lengua, sus costumbres y sus leyendas. De Makin, la isla más al norte, me contó, que allí, el Creador, el dios Naureau, recogía las almas de todos los seres, vivos o muertos, en unas redes que estaban colgadas en lo alto de los cocoteros, y las enviaba al sitio donde pertenecían cada una.

La recordaba desde la cubierta del barco con el extraño nombre de Mataburo, que me llevaba precisamente a Makin, aquella primavera del ochenta y cinco. A miles de kilómetros de mi tierra andaluza, viajaba acompañada de otro voluntario, además de una variopinta carga de materiales y herramientas, amén de varios lechones, un par de enormes y gruñones cerdos, y una veintena de gallinas vivas atadas por las patas, que eran acarreados por nativos de las diferentes islas que habían ido desembarcando por el camino. Los últimos llegaron a su destino, Butaritari, al filo de la media noche, y desde allí, no me importó en absoluto ser la única pasajera del resto del viaje. Disfrutando de la cálida brisa tropical, sonreí, extasiada ante el cobalto terciopelo del inmenso océano. Bajo la luz de millones de estrellas y una luna alta, abrazada por una pacífica noche en los mares del sur, iba al encuentro de mi propio Viernes.

Al día siguiente, bien temprano, cuando el sol era tan sólo un pequeño punto en el horizonte, iluminando apenas una estrecha y blanca playa, a bordo de un pequeño bote, llegamos por fin a la isla de Makin.

La aldea de Kiebu, aislada del resto de la isla durante la marea alta, y a la que se accedía a pie a través del afilado arrecife, nos esperaba al completo. Este sería mi nuevo hogar durante varias semanas. Su curiosidad no tenía límites, la llegada de una mujer “imatang” era mucho revuelo en sus vidas. Los más atrevidos se acercaban y acariciaban mis brazos, tocaban mi cabeza, otros acercaban las caras de los más pequeños hasta la mía y estos rompían a llorar. Desde el grupo de los “unimanes”, los ancianos de la aldea, una voz ordenó silencio.

Después de la primera fiesta de bienvenida en el «maneaba», su enorme choza de encuentro, donde tuve que comer y beber cosas que ni siquiera pensé podrían existir, me dejé llevar de la mano de Tiro y Anna, mis anfitriones. En su choza conviviría durante toda mi estancia. No era fácil, las mujeres recogían la leña para el fuego, sacaban el agua del pozo, limpiaban el arroz, hacían el té, y preparaban las esterillas a la hora de dormir, mientras cuidaban de los niños. Los hombres cultivaban el taro, salían a pescar en sus canoas, apañaban el pescado, y recogían toddy y cocos al amanecer y al atardecer, cantando canciones. No había electricidad, sólo lámparas de queroseno, y la noche comenzaba a las seis, después, silencio. Sólo había unas pocas bicicletas en todo el islote. Así, día tras día.

La primera noche, al sacar el cepillo con la pasta para lavarme los dientes, la chiquillería que me seguía, se abalanzó sobre él y con los dedos se la llevaban a la boca o sobre la frente, se me fue casi un tubo.

– ¡E maitoro! – Está fría, gritaban entre risas, que dejaban ver sus níveas dentaduras, conseguidas gracias a mascar a diario la fibrosa fruta del pandano.

Noches de lluvia fina y persistente que golpeaba con ternura los tejados de hojas. Noches sin luna, con fuertes vientos del este, cuando nadie se asomaba fuera de las chozas. El sonido del viento, al pasar entre las hojas de palmeras, pandanos y árboles del pan, producía chasquidos como de un látigo, y el cercano bramar del mar, traía susurros lejanos, quizás era Naureau recogiendo sus almas. Noches de bailes y música en el maneaba.

Noches de luna llena, reunidos en las puertas de las chozas, donde cantaban o contaban historias. Noches de funeral, donde las lágrimas se mezclaban con cantos.

Mañanas brillantes de sol, en las que me saludaban una veintena de chavales que rodeaban mi choza, en cuanto asomaba mi nariz fuera de la mosquitera, mientras Anna, ya tenía en el fuego los primeros pescados del día y el arroz. Tiro era siempre el más madrugador.

Y mañanas, como la de mi cumpleaños, en la que, al fin, me dejaron pescar con los hombres. Saltar desde la canoa al profundo azul, y verme rodeada del caleidoscopio de corales y peces, fue en verdad el mejor regalo. Cuando me dieron un palo largo, con una cuerda, “te kai”, donde se ataba la pesca, fue un honor ser parte del grupo. Llevaba media hora en el agua cuando Tiro, cerca de mí, y sin importancia, me señaló a unas barracudas que empezaban a nadar hacia nosotros, diciendo, “si ves que algún tiburón o una de ellas se acerca demasiado, le das con el extremo del palo, lo sueltas, y te alejas rápido”. Dicho y hecho. Solté el palo, nadando hacia la canoa como un cohete, y sin mirar atrás. En tierra, enormes hojas eran agitadas por las mujeres, que espantaban a las moscas, molestas invitadas al festín sorpresa que habían preparado para celebrar mi primer cumpleaños en el Pacífico.

Regresé a Tarawa menos contenta que cuando me marché. Ahora podía entender las palabras de Tebungari. “Una vez que pisas las islas exteriores, ya nada será igual, volverás al mundo moderno, y entonces, echarás de menos la pureza de su esencia y la música de sus risas”. Volvería al pasar unos meses, y viviría nuevas aventuras, pero nunca serían como aquella primera vez, cuando Naureau me capturó en sus redes.

REPÚBLICA DE KIRIBATI. ISLA DE MAKIN. PACÍFICO CENTRAL Y SUR

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