La jornada del hombre muerto

Era el último automóvil en el aparcamiento, las luces de los postes se encendieron de manera aleatoria siendo la última la que iluminó al auto rojo. Damián tenía las manos en el manubrio, por el espejo lateral vio al guardia acercándose a él, por el retrovisor vio moscas en el asiento trasero. Giró la llave que llevaba puesta varias horas y el motor echó a andar. Con maniobras peligrosas pasó a llevar unos carros de supermercado, tomó la ruta de salida. Viajó por una calle desierta, sin importarle el tiempo, y sin percatarse de lo lejos que iba hasta que un cartel le avisó que no había berma para orillarse. El camino era sinuoso y serpenteante. Poco a poco, unas gotas de agua leve golpearon el parabrisas hasta convertirse en un ejército que enlodaba el camino, pero no había berma. Bajó la velocidad, aquel día no iba a perder la vida, a pesar de lo ocurrido. La ruta se volvía más y más angosta, eso no fue impedimento para toparse con un camión de mudanzas cuyo conductor apeló a cada uno de sus conocimientos automovilísticos preparándose para girar en un lugar que era peligrosísimo incluso para el vehículo más pequeño. Por la ventana se veía el cielo iluminado por los primeros relámpagos con truenos que estremecían la armazón del auto rojo. El camión dio la vuelta para subir, mientras que Damián siguió recto, aunque con la mirada fija en el espejo lateral: el conductor, junto con todo lo que llevaba, se desbarrancó a pesar de sus habilidades. El camión rodó, arrastrando una avalancha de fango, la carga se desprendió, las puertas traseras se abrieron y los muebles salieron disparados por el camino, imposibilitando que otro conductor condujera por allí. Un set de muebles quedó dispuesto como lo estaría dentro de un salón, yendo en contra de toda posibilidad.

¿Pero qué son las imposibilidades? Imposible es el camino que tomé, lo que ha ocurrido no tiene explicación, y de alguna manera algo me protege. Sí, porque ahora seré yo y solo yo quien avance por esta tierra enlodada a no sé dónde. Es menester hacerlo. No ha sido culpa mía. ¿Y si el guardia del centro comercial dio aviso? No creo, se veía despreocupado, diría que incluso cobarde. Los cobardes son peligrosos. Mierda.

Con todas las preocupaciones que asfixian a alguien como Damián, tuvo la templanza de acallar las inquietas voces de la ansiedad para que no envararán fuere cual fuere el plan que su mente configurara.

Cuando los árboles se tomaron el camino y los últimos rayos solares polarizados por las nubes caían como en pasajes bíblicos, la intermitencia lumínica de la luz pasando a través de los troncos fue adquiriendo un patrón mecánico, casi pendular. Las sombras se entrelazaban ominosas en el piso, como si la oscuridad de la noche se fabricara a partir de su derramamiento por el mundo. La radio se encendió sintonizada en un canal AM en el que sonaba Libertango por Astor Piazzola. Y las ondas musicales, y la oscuridad cerniéndose debajo de Damián y las luces con aspectos pendulares fueron los ingredientes para hacer que el subconsciente de este hombre despertara más aún que su consciente. El manejo era automático pero efectivo, incluso tuvo el tino de bajar las ventanas para que las moscas se largaran, ni siquiera sintió el frío, estaba en un trance que consistía en birrefracción de la realidad que se le imponía contra la realidad que yacía en su mente.

Hoy catorce de mayo, el cumpleaños de Almendra, mi hermana. La fiesta sería de noche, pero de todas formas llegaron amigos desde muy temprano.

—Es que no es época de trasnoche.

Tiene una casa enorme, y no me gusta, todo es muy rectangular o cúbico, entre tanta simetría uno se siente evaporado, las identidades son fácilmente licuables en construcciones como esta. Blanca, más encima, llena que pinturas de Almendra hace, es talentosa, aunque siempre que vengo noto que alguien menosprecia su arte.

—Porque son solo líneas.

No importa, si ella es feliz, si a ella le va bien, yo estoy más que satisfecho. Allá afuera está la Sofía jugando con el caballito que le regalé el año pasado. Le encantan los días nublados, y es que son preciosos, es como un manto que nos cubre a todos para recordarnos que entre nosotros y el cielo hay una división impuesta por la gravedad. Y la Sofía me mira con esos ojitos. ¡La cabaña!

Cerca de Casablanca, en las entrañas de un bosque, Damián tenía acceso a una de las múltiples casas de verano de las que disponía su familia. Miró por la ventana y notó que la berma había vuelto, aceleró sintiendo como el vehículo comprime las suspensiones traseras elevando al chasis solo unos milímetros del autopista. Con la velocidad, la lluvia se ha convertido en piedrecillas que, en su conjunto, se quedan débiles para acabar con Damián. Pero en los detalles está el diablo, y es que los pernos de una de las ruedas motrices bailaban para soltarse en cualquier momento. Damián abandonó al autopista y se introdujo en un camino arbolado de tonos café y naranjo en que las ramas más altas formaban un arco. Le tomó cerca de quince minutos llegar después de que rebasó el cartel de Casablanca.

Una construcción mucho más humilde que la casa simétrica de Almendra lo aguardaba ahí en el bosque. Antes disponían de dos inquilinos, Florencio y su hija, que un fatídico día cayó a la piscina con cubierta transitable, atrapada entre el agua y el “techo” lo que lo mató fue la alta concentración de químicos utilizados para limpiar el agua. Después del funeral, nadie supo más de Florencio.

Detrás de la piscina había un cobertizo en el que estaban las herramientas del padre de Damián. Ya sin inquilinos y lejos de cualquier persona, lo único que le restaba por hacer era hallar una piedra contundente, afilada, y romper los candados. Así lo hizo, así lo logro. Entró al cobertizo para buscar lo necesario, entre todas las cosas encontró madera y una pistola de fijación de clavos y pensó “¿Por qué no?” Dejó las cosas y fue a dar la vuelta para dar la luz, el panel eléctrico estaba en un pequeño subterráneo que requería de la fuerza para poder abatir otro candado. Como la lluvia no cesaba y Damián (por cualquier motivo) estaba recuperando la confianza, no alcanzó a dar diez pasos y cayó de espalda sobre la roca que estaba usando. Una herida en línea recta en la que se le incrustó una hoja botaba sangre como caía agua del cielo. Intentó ponerse de pie. Solo podía arrastrarse. La vista se le nubló porque Damián no estaba hecho para esas cosas y fue a parar directo a la piscina. No sabe si estuvo horas o minutos flotando, de lo único que tiene certeza es de que cuando oyó su nombre las cosas ya no podían dar marcha atrás.

—¿Damián?

—¡Florencio!

El hombre le tomó por los antebrazos, sin mucha pelea pudo sacarlo de la fosa en que se había metido. Damián la miraba consternado, era muy extraño que

—Sí, es extraño, lo sé. Mas, no tan extraño.

Florencio tomó a Damián y lo llevó a la puerta de la cabaña. Ahí, mientras inspeccionaba un manojo de llaves, le explicó que el señor Franco le dio trabajo para que volviera de guardia, porque la cabaña pasaba sola y unas cuantas veces algunas personas habían entrado a ella a hacer de todo. Le dijo que después de la muerte de su hija Claudia fue a probar suerte al extranjero, Nueva Zelanda, pero extrañaba la patria y cuando volvió se encontró con que el trabajo de un inquilino valía tan poco como el de los detectives que vieron el caso de Claudia. Entraron, caminaron por las tablas lloronas y Florencio sentó a Damián en uno de los dos sillones frente a la chimenea. La herida le dolía montones, así que se inclinó hacia delante.

—Ponga esto en el sillón, Damián, o si no don Franco me va a matar si lo ve manchado.

Y Damián cubrió, como pudo, el sillón barato.

—¿Café? ¿Te? ¿Jugo? El otro día nomás bajé al pueblo a comprar cosas, cuando es invierno más vale que me quede acá todos los días.

Y a Damián no dejaba de hacerle ruido.

—Florencio, ¿Por qué volviste?

—Ya le dije, no hay trabajo.

—Pero debe haber un lugar en que, no sé, no te sientas tan incómodo.

—Esos tiempos ya pasaron, caballero, hay que dejar las cosas atrás.

—De hecho, supe que quieren reabrir el caso.

—Me avisaron por carta, yo no puse ninguna petición, se supone que “encontraron más pruebas”.

—¿Más pruebas?

—Sí, desde el principio piensan que mi hija fue asesinada, ahora hay más pruebas. ¿Enciendo fuego? Mejor que sí.

Varios troncos cupieron dentro de la chimenea de contorno de piedra, sobre ella, en lugar de la cabeza de algún animal, había una maraña de astas que Damián nunca supo de dónde salieron. La herida le punzó más y miró el atizador a fuego vivo.

—¿No tendrás algo por ahí para suturar esto? Creo que es profunda.

—Claro que es profunda, Damián, tienes que andar con más cuidado.

Florencio estaba calentando el agua detrás de la cocina, y abandonó esa tarea. Caminó, torciéndose con los dedos la barba cana, vistiendo una mirada sin alma. Tomó asiento frente a Damián, se pasó la lengua por los labios.

—¿Sabes por qué extrañaba la patria?

Damián miró el atizador.

—Yo no podría hacerlo, extrañarla, pero acá está la tumba de tu hija.

—La cremé, hijo de puta. Tú fuiste al funeral.

Damián se percató de que le iba a ser imposible alcanzar el atizador sin caer desmayado de dolor.

—¿Sabes? Siempre supe que me culpaste a mí por la muerte de la Claudia, ten por seguro que…

—¿Qué no? ¿Qué es imposible que se haya levantado a las tres de la mañana a caminar cerca de una piscina que ya estaba cerrada? Que te vio con Almendra…que lo supo.

Damián se acomodó, inclinó la cabeza, giró los ojos hacia su enemigo, vio cómo el resplandor del fuego le daba en ese triste rostro.

Como el calor le mueve la barba, cómo la madera debajo de sus pies resuena distinto a la que está bajo los míos porque él tiene decisión y yo no sé qué hago. En este silencio suspendido en el tiempo la maraña de astas parece crecer, puede ser que esté febril. No importa. Tantas cosas que pasamos en esta casa, quizás es mejor así.

Florencio se levantó raudo, tomó el atizador y se quemó las manos, la herramienta rodó, Damián se tumbó al piso cayendo encima del metal ardiendo, suturándose la herida sin querer. Cuando se iba a levantar nuevamente, Florencio le puso la rodilla en la garganta y le gritó, le suplicó que dijera que él la había matado. Tanta fuerza hicieron ambos que terminaron de pie sin percatarse, y Damián que tenía pegado el atizador a la espalda dio un giro como bailando con Florencio entre los sillones y frente a las llamas. Un extremo del atizador pasó a llevar la maraña de astas que cayó clavada en el abdomen de Florencio. Damián lo miró, se arrancó el atizador.

—¡Mátame! — le suplicó Florencio.

Y Damián se desvaneció.

La Sofía se ve tan linda sobre el caballo, meciéndose sobre el pasto. No. Así como los días nublados nos separan del cielo aquella ventana me separa de mi paraíso. Almendra no va a dejar que nunca…Mierda. Debe pensar que soy un estúpido y que no me doy cuenta de lo que hace, debe pensar que soy un idiota y me invita acá con sus amigos a tomar tragos de nombres que ni ella sabe pronunciar. Rodeado de cuicos al peo. Rodeado de simetrías artificiales hechas por gente artificial. Apuesto, toda mi vida, todo mi ser, mi identidad, mi cielo, que en los carretes la Sofía esta sola. Podría llevármela, solo por hoy, solo un rato, a que viva como los niños deben vivir, no en este castillo empastado.

—¡Sofía! ¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Oye, te gustaría ir con tu tío a un lugar bien divertido?

—¿Vamos a ir con mi mamá?

—La mamá nos va a ver después. Mira, tengo el auto ahí, puedes subirte, pero no toques los botones.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Te voy a comprar un disfraz de vaquera, después comemos algo por ahí.

A la Sofía se le abren tanto los ojos, pobre mi niña, yo sé que la Almendra tiene mucho que trabajar, pero primero tiene que ser mamá.

—¡Damián! ¿Qué haces? Sofí, anda a tu pieza. No sé cuántas veces te he dicho que…

Todos los amigos de la Almendra se dan vuelta con sus vasitos fluorescentes, nos pegan esas miradas desdeñosas. Los mataría a todos ahogándolos en canciones indie.

—¡El tío me va a comprar un disfraz!

—¡A tu pieza! ¿Oye, no sabes el daño que haces?

—Nos están mirando, hermanita, ¿vas a seguir así?

—Ya hicimos suficiente daño, hermanito.

—Almendra, ándate a la mierda.

Hay un supermercado, hay un disfraz en ese supermercado, y voy a verlo, lloro un poco, me incorporo. Paso por todas las secciones una y otra vez, hay unos cuadernos tan bonitos. Al lado, la sección de películas que nada saben de amor.

Es una cárcel.

Es inhumano.

Es pretencioso.

Es vil.

Me suena el teléfono, “que no está”, “¡Que no está!”, me dicen que voy a pagar. Quizás deba rendir cuentas, pero no por esto. Salgo al estacionamiento, voy al maletero a guardar el disfraz y otras cositas que le podían gustar. Ahí está, muerta. ¿Cómo? Si se ve tan perfecta.

Damián abrió los ojos y tomó una bocanada de aire, a su lado estaba el cuerpo de Florencio con una expresión de horror. Se levantó, palpó su espalda, caminó a la cocina y calentó agua para tomar un café. Desde la ventana vio la entrada al sótano. Le quitó las llaves al muerto por astas, café en mano salió. El viento era de tormenta, el cobertizo estaba a punto de salir volando, las hojas giraban en remolinos peligrosos, Damián tuvo que ir a su destino haciéndose de la fuerza de sus manos y pies, rodeó la cabaña igual que aquel que escala una montaña. El candado temblaba de lado a lado, mas no fue difícil abrirlo. El agua cubrió por lo menos un tercio del sótano, sin afectar, aún, a la red eléctrica, activó todo, pero al salir notó que ya no había herramientas pues el cobertizo fue arrancado de cuajo. Se armó con una cuerda del sótano, la amarró a las manillas de la compuerta y el otro extremo a su cintura, llegó al vehículo rojo, abrió el maletín y alcanzó a atrapar el traje de vaquera. Decidió que era mejor entrar al auto y abrir los asientos para poder vestir al cuerpo. Y así lo hizo, Sofía se veía radiante. Se mecieron todo lo que pudieron, Damián le contó la vida. La radio se sintonizó en FM dejando sonar Halfasleep por Low Roar. Y ahí, medio dormidos, escapándose de la gravedad, ambos se evaporaron en amor padre e hija. Del auto solo quedó una rueda.

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