Reloj que crece

Reloj que crece

Antonio Fernandez

04/04/2023

No, Marta. Tú tenías catorce años. Lo recuerdo perfectamente por el cuadernillo plateado que escondías en tu habitación. En realidad, era una agenda vieja de papá con extensos apuntes, planos incomprensibles y pequeñas notas al pie en las que yo dibujaba, y cuántas veces me reprendiste por ello, barquitos azules feísimos que entraban por una página y salían por la otra. Te decía lo del cuadernillo porque justamente allí llevabas la cuenta atrás para tu quince cumpleaños. O sea que yo debía tener ocho años, y tú catorce.

Ahora creerás que es mentira esto que te voy a contar, que son divagaciones de una memoria cansada, contaminada por la melancolía y el desespero. No te culpo, me siento tan solo últimamente. Pero mira, ese día lo recuerdo con una extraña vehemencia. No me lo creerás, pero es como un recuerdo quieto, una lenta superposición de imágenes incapaces de moverse. Creo que nunca hemos hablado de esto. Lo recuerdo todo con una precisión horrible. Basta que cierre los ojos para que se abra un retrato lejano, y yo estoy en el centro, la noche en que papá lo trajo a casa. Porque tú sabrás que fue papá quien lo trajo, y que de algún modo fue a parar a la vitrina de madera con grecas del salón, junto al samovar de bronce y la vajilla sargadelos de mamá. ¿Recuerdas? Allí era fácil verlo desde el comedor, porque nos sentábamos frente a él la hora de la cena. ¡Ay, Marta! La hora de la cena. Qué momento tan delicioso, qué oportuna secuencia de sabores y miradas condescendientes, y gestos elegantes que terminaban en la punta de una servilleta. Y cuánto hubiese deseado que ese maldito reloj no acabara frente a mí, que yo no hubiese notado sus repentinos cambios de tamaño, sus intenciones de conquista empecinada desde la vitrina del salón, empujando el samovar contra el cristal, estrechando la vajilla sargadelos a una muerte asfixiante, inevitable.

No te imaginas Marta, cómo de amarga ha sido la vergüenza de haber sido yo, precisamente yo el primero en percatarse de aquello. Y peor aún, que este siniestro sentimiento de culpa no haya parado de crecer todos estos años. Hubiese bastado apenas el roce de mi codo en tu codo, buscar tu mirada perdida en el hechizo de la cena. Y que tú me ayudaras a detener la danza solemne de los cubiertos, franquear de algún modo el encantamiento de las lentejas con chorizo, o los piononos de dulce de leche, tan ceremoniosos, hasta entrar finalmente en la conversación ilegible de mamá y papá, romper la narración estimulante de una anécdota cotidiana al calor de la risa y el asombro. Apenas un ademán, una tibia advertencia del horror… Por eso te lo digo así, quizás porque ya no importa, o porque es tarde y me gana la sinceridad que siempre se cuece en los finales; pero qué alivio tan triste, qué consuelo tan áspero que la vitrina se haya reventado sórdidamente, casi triunfal, aquella noche. Qué vigente se me hacen, con esto pensarás que exagero, aquellas porciones, pequeñísimas porciones de vidrio y porcelana sobre el fondo verde de las baldosas. Y él, tan extenso, tan complacido en su desarrollo, que pareciera en aquel momento – tú estabas ahí, tú lo viste – alimentarse de las lágrimas ocultas de mamá, o el desconcierto de papá, de alguna manera nutriendo su deseo de volumen.

Ya sé que parece una tontería a estas alturas, pero siempre me he preguntado por qué decidimos ignorar el reloj, dedicarle un frívolo tratamiento de ornamento, o peor, darnos a la tarea tan ridícula de negar su terrible existencia. Conforme iba creciendo – yo contaba las baldosas invadidas, Marta, secretamente las contaba: una, dos… ¡Cinco baldosas de un golpe! – las cenas parecían cada vez más apagarse en una convivencia melancólica de platillos, asados y ronquidos bucales de masticación, ya sin relación alguna, totalmente inconexos para siempre. Todo gris, todo gris… Esto nunca te lo dije, no sé porque lo hago ahora, pero ver a papá enfrentando el salón cada mañana, en ese trasbordo delgado del comedor al salón oírle suspirar, hacer como si nada, avanzar hasta el recibidor con estoica resistencia por el único estrecho disponible entre la pared y el reloj, quizás haya sido la cosa más triste de presenciar en mi vida. A partir de ahí, yo creo que desde ese mismo momento, hubo días que acabaron en apenas un instante, pero hay otros, días de dolor y de fastidio inevitable que aún no terminan de cerrarse. ¿Tú también lo habrás notado? Fue uno de esos días en que la grieta del suelo en tu habitación, el suelo que a su vez hacía de techo del salón, nos alertaba de la intimidante presencia del reloj en un nuevo espacio de la casa. Ahora era suyo, permanentemente, y también lo fue el comedor al cabo de las semanas, el cuarto de baño, la cocina a lo lejos… y así.

Marta, mi querida Marta. Son ya las diez de la noche, o yo creo que son las diez de la noche – nunca estoy seguro de esto – pero es la hora en que gobiernan los recuerdos, o sea que es una hora poco propicia para escribirte. Perdóname. Ya no duermo como antes, y no estoy al tanto de las cosas que acontecen. Por ejemplo, puedo decir que llueve ahora porque escucho el tintinear musical de unas gotas sobre la fría e imponente carcasa de metal que me resguarda. Es difícil saberlo ¿sabes? Con tanto vaivén perpetuo de las ruedas dentadas, aquí dentro este ir y venir mecánico del áncora metalizada, fijada a los muelles que parecen mirarme indefinidamente. Y tú, en algún rincón de esta maquinaria absurda, y mamá, papá…

Sí. Yo creo que está lloviendo.

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